—Pues ni yo mismo lo sé... Ya ve usted en qué miserable taberna paso los días. Aquí estoy muy a gusto, y, aunque no lo estuviera, en alguna parte hay que pasar el tiempo... ¡Esa pobre Katia...! ¿La ha visto usted...? Si al menos fuera un glotón o un gastrónomo... Pero no: eso es todo lo que puedo comer —y señalaba una mesita que había en un rincón, donde se veía un plato de hojalata con los restos de un mísero bistec—. A propósito, ¿ha comido usted? Yo he dado un bocado sin apetito. Vino no bebo: sólo champán, y nunca más de un vaso en toda una noche, lo que es suficiente para que me duela la cabeza. Si hoy he pedido una botella es porque necesito animarme: tengo que verme con una persona para tratar de ciertos asuntos, y quiero aparecer vehemente y resuelto. Por lo tanto, usted me encuentra de un humor especial. Si hace un momento he intentado esconderme como un colegial ha sido por terror a que su visita me impidiera atender al asunto de que le he hablado. Sin embargo —consultó su reloj—, tenemos aún un buen rato para hablar, pues no son más que las cuatro y media... Créame que en ciertos momentos siento no ser nada, nada absolutamente: ni propietario, ni padre de familia, ni ulano, ni fotógrafo, ni periodista. A veces resulta enojoso no tener ninguna profesión. Le aseguro que esperaba oír de su boca algo nuevo.

—Pero ¿quién es usted? ¿Y por qué ha venido a Petersburgo?

—¿Que quién soy? Ya lo sabe usted: un gentilhombre que sirvió dos años en la caballería. Después estuve otros dos vagando por Petersburgo. Luego me casé con Marfa Petrovna y me fui a vivir al campo. Aquí time usted mi biografía.

—Era usted jugador, ¿verdad?

—Jugador de ventaja.

—¿Hacía trampas?

—Sí.

—Alguien debió de abofetearle, ¿no?

—Sí. ¿Por qué lo dice?

—Porque entonces tuvo usted ocasión de batirse en duelo. Eso presta animación a la vida.

—No le digo lo contrario..., pero no estoy preparado para discusiones filosóficas. Ahora le voy a hacer una confesión: he venido a Petersburgo por las mujeres.

—¿Apenas enterrada Marfa Petrovna?

—Pues sí. ¿Qué importa? —respondió Svidrigailof sonriendo con una franqueza que desarmaba—. ¿Se escandaliza de oírme hablar así de las mujeres?

—¿Cómo no escandalizarme su libertinaje?

—¡Libertinaje, libertinaje...! Para responder a su primera pregunta, le hablaré de la mujer en general. Estoy dispuesto a charlar un rato. Dígame: ¿por qué he de huir de las mujeres siendo un gran amador? Esto es, al menos, una ocupación para mí.

—Entonces, ¿usted sólo ha venido aquí para ir de jarana?

—Admitamos que sea así. Sin duda, eso de la disipación le tiene obsesionado, pero le confieso que me gustan las preguntas directas. El libertinaje tiene, cuando menos, un carácter de continuidad fundado en la naturaleza y no depende de un capricho: es algo que arde en la sangre como un carbón siempre incandescente y que sólo se apaga con la edad, y aun así difícilmente, a fuerza de agua fría. Confiese que esto, en cierto modo, es una ocupación.

—Pero ¿qué tiene de divertido para usted esa vida? Es una enfermedad, y de las malas.

—Ya le veo venir. Admito que eso es una enfermedad como todas las inclinaciones exageradas, y en este caso uno rebasa siempre los límites de lo normal; pero tenga en cuenta que esto es cosa que cambia según los individuos. Desde luego, hay que reprimirse, aunque sólo sea por conveniencia; pero si yo no tuviera esta ocupación, acabaría por descerrajarme de un tiro en la cabeza. Bien sé que el hombre honrado tiene que aburrirse, pero aun así...

—¿Sería usted capaz de dispararse un balazo en la cabeza?

—¿A qué viene esa pregunta? —exclamó Svidrigailof con un gesto de contrariedad—. Le ruego que no hablemos de estas cosas —se apresuró a añadir, dejando su tono de jactancia.

Incluso su semblante había cambiado.

—No puedo remediarlo. Sé que esto es una debilidad vergonzosa pero temo a la muerte y no me gusta oír hablar de ella. ¿Sabe usted que soy un poco místico?

—Ya sé lo que quiere usted decir... El espectro de Marfa Petrovna... Dígame: se le aparece todavía.

—No me hable de eso —exclamó, irritado—. En Petersburgo no se me ha aparecido aún. ¡Que el diablo se lo lleve...! Hablemos de otra cosa... Además, no me sobra el tiempo. Aun sintiéndolo mucho, pronto tendremos que dejar nuestra charla... Pero aún tengo algo que decirle.

—Le espera una mujer, ¿verdad?

—Sí... Un caso extraordinario. Pura casualidad... Pero no es de esto de lo que quería hablarle.

—¿No le inquieta la bajeza de esta conducta? ¿Es que no tiene usted fuerza de voluntad suficiente para detenerse?

—Fuerza de voluntad... ¿Acaso la tiene usted? ¡Je, je, je! Me deja usted boquiabierto, Rodion Romanovitch, y eso que esperaba oírle decir algo parecido. ¡Que hable usted de disipación, de cuestiones morales! ¡Que haga usted el Schiller, el idealista! Desde luego, esos puntos de vista son muy naturales, y lo asombroso sería oír sustentar la opinión contraria, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, la cosa resulta un poco rara... ¡Cuánto lamento que el tiempo me apremie! Me parece usted un hombre en extremo interesante. A propósito, ¿le gusta Schiller? A mí me encanta.

—Es usted un fanfarrón —repuso Raskolnikof con un gesto de repugnancia.

—Le aseguro que no lo soy, pero, aun admitiendo que lo fuera, ¿haría con ello algún mal a alguien? He vivido siete años en el campo con Marfa Petrovna. Por eso, cuando me he encontrado con un hombre inteligente como usted..., inteligente y, además, interesante..., es natural que me sienta feliz de charlar con él. Además, me he bebido el champán que me quedaba en el vaso y se me ha subido a la cabeza. Sin embargo, lo que más me trastorna es cierto acontecimiento del que no quiero hablar... Pero ¿dónde va usted? —preguntó, sorprendido.

Raskolnikof se había levantado. Se ahogaba, se sentía a disgusto en aquel ambiente y se arrepentía de haber entrado allí. Svidrigailof se le aparecía como el más despreciable malvado que pudiera haber en el mundo.

—Espere, espere un momento. Pida un vaso de té. No se marche. Le aseguro que no hablaré de cosas absurdas, es decir, de mí. Tengo que decirle una cosa... ¿Quiere usted que le cuente cómo una mujer se propuso salvarme, como usted diría? Es una cuestión que le interesará, pues esta mujer es su hermana. ¿Se lo cuento? Así emplearemos el tiempo de que aún dispongo.

—Hable, pero espero que...

—No se inquiete. Avdotia Romanovna no puede inspirar, ni siquiera a un hombre tan corrompido como yo, sino el respeto más profundo.

IV