Sin duda sabe usted..., sí, sí, lo sabe porque se lo conté yo mismo —dijo Svidrigailof, iniciando su relato—, que estuve en la cárcel por deudas, una deuda cuantiosa que me era absolutamente imposible pagar. No quiero entrar en detalles acerca de mi rescate por Marfa Petrovna. Ya sabe usted cómo puede trastornar el amor la cabeza a una mujer. Marfa Petrovna era una mujer honesta y bastante inteligente, aunque de una completa incultura. Esta mujer celosa y honesta, tras varias escenas llenas de violencia y reproches, cerró conmigo una especie de contrato que observó escrupulosamente durante todo el tiempo de nuestra vida conyugal. Ella era mayor que yo. Yo tuve la vileza, y también la lealtad, de decirle francamente que no podía comprometerme a guardarle una fidelidad absoluta. Estas palabras le enfurecieron, pero al mismo tiempo, mi ruda franqueza debió de gustarle. Sin duda pensó: «Esta confesión anticipada demuestra que no tiene el propósito de engañarme.» Lo cual era importantísimo para una mujer celosa.
»Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo verbal:
»Primero. Yo me comprometía a no abandonar jamás a Marfa Petrovna, o sea a permanecer siempre a su lado, como corresponde a un marido.
»Segundo. Yo no podía salir de sus tierras sin su autorización.
»Tercero. No tendría jamás una amante fija.
»Cuarto. En compensación, Marfa Petrovna me permitiría cortejar a las campesinas, pero siempre con su consentimiento secreto y teniéndola al corriente de mis aventuras.
»Quinto. Prohibición absoluta de amar a una mujer de nuestro nivel social.
»Y sexto. Si, por desgracia, me enamorase profunda y seriamente, me comprometía a enterar de ello a Marfa Petrovna.
»En lo concerniente a este último punto, he de advertirle que Marfa Petrovna estaba muy tranquila. Era lo bastante inteligente para saber que yo era un libertino incapaz de enamorarme en serio. Sin embargo, la inteligencia y los celos no son incompatibles, y esto fue lo malo... Por otra parte, si uno quiere juzgar a los hombres con imparcialidad, debe desechar ciertas ideas preconcebidas y de tipo único y olvidar los hábitos que adquirimos de las personas que nos rodean. En fin, confío en poder contar al menos con su juicio.
»Tal vez haya oído usted contar cosas cómicas y ridículas sobre Marfa Petrovna. En efecto, tenía ciertas costumbres extrañas, pero le confieso sinceramente que siento verdadero remordimiento por las penas que le he causado. En fin, creo que esto es una oración fúnebre suficiente del más tierno de los maridos a la más afectuosa de las mujeres. Durante nuestros disgustos, yo guardaba silencio casi siempre, y este acto de galantería no dejaba de producir efecto. Ella se calmaba y sabía apreciarlo. En algunos casos incluso se sentía orgullosa de mí. Pero no pudo soportar a su hermana de usted. ¿Cómo se arriesgó a tomar como institutriz a una mujer tan hermosa? La única explicación es que, como mujer apasionada y sensible, se enamoró de ella. Sí, tal como suena; se enamoró... ¡Avdotia Romanovna! Desde el primer momento comprendí que su presencia sería una complicación, y, aunque usted no lo crea, decidí abstenerme incluso de mirarla. Pero fue ella la que dio el primer paso. Aunque le parezca mentira, al principio Marfa Petrovna llegó incluso a enfadarse porque yo no hablaba nunca de su hermana: me reprochaba que permaneciera indiferente a los elogios que me hacía de ella. No puedo comprender lo que pretendía. Como es natural, mi mujer contó a Avdotia Romanovna toda mi biografía. Tenía el defecto de poner a todo el mundo al corriente de nuestras intimidades y de quejarse de mí ante el primero que llegaba. ¿Cómo no había de aprovechar esta ocasión de hacer una nueva y magnífica amistad? Sin duda estaban siempre hablando de mí, y Avdotia Romanovna debía de conocer perfectamente los siniestros chismes que se me atribuían. Estoy seguro de que algunos de esos rumores llegaron hasta usted.
—Sí. Lujine incluso le ha acusado de causar la muerte de un niño. ¿Es eso verdad?
—Hágame el favor de no dar crédito a esas villanías —exclamó Svidrigailof con una mezcla de cólera y repugnancia—. Si usted desea conocer la verdad de todas esas historias absurdas, se las contaré en otra ocasión, pero ahora...
—También me han dicho que fue usted culpable de la muerte de uno de sus sirvientes...
—Le agradeceré que no siga por ese camino —dijo Svidrigailof, agitado.
—¿No es aquel que, después de muerto, le cargó la pipa? Conozco este detalle por usted mismo.
Svidrigailof le miró atentamente, y Rodia creyó ver brillar por un momento en sus ojos un relámpago de cruel ironía. Pero Svidrigailof repuso cortésmente:
—Sí, ese criado fue. Ya veo que todas esas historias le han interesado vivamente, y me comprometo a satisfacer su curiosidad en la primera ocasión. Creo que se me puede considerar como un personaje romántico. Ya comprenderá la gratitud que debo guardar a Marfa Petrovna por haber contado a su hermana tantas cosas enigmáticas e interesantes sobre mí. No sé qué impresión le producirían estas confidencias, pero apostaría cualquier cosa a que me favorecieron. A pesar de la aversión que su hermana sentía hacia mi persona, a pesar de mi actitud sombría y repulsiva, acabó por compadecerse del hombre perdido que veía en mí. Y cuando la piedad se apodera del corazón de una joven, esto es sumamente peligroso para ella. La asalta el deseo de salvar, de hacer entrar en razón, de regenerar, de conducir por el buen camino a un hombre, de ofrecerle, en fin, una vida nueva. Ya debe de conocer usted los sueños de esta índole.
»En seguida me di cuenta de que el pájaro iba por impulso propio hacia la jaula, y adopté mis precauciones. No haga esas muecas, Rodion Romanovitch: ya sabe usted que este asunto no tuvo consecuencias importantes... ¡El diablo me lleve! ¡Cómo estoy bebiendo esta tarde...! Le aseguro que más de una vez he lamentado que su hermana no naciera en el siglo segundo o tercero de nuestra era. Entonces habría podido ser hija de algún modesto príncipe reinante, o de un gobernador, o de un procónsul en Asia Menor. No cabe duda de que habría engrosado la lista de los mártires y sonreído ante los hierros al rojo y toda clase de torturas. Ella misma habría buscado este martirio... Si hubiese venido al mundo en el siglo quinto, se habría retirado al desierto de Egipto, y allí habría pasado treinta años alimentándose de raíces, éxtasis y visiones. Es una mujer que anhela sufrir por alguien, y si se la privase de este sufrimiento, sería capaz, tal vez, de arrojarse por una ventana.
»He oído hablar de un joven llamado Rasumilchine, un muchacho inteligente, según dicen. A juzgar por su nombre, debe de ser un seminarista... Bien, que este joven cuide de su hermana.
»En resumen, que he conseguido comprenderla, de lo cual me enorgullezco. Pero entonces, es decir, en el momento de trabar conocimiento con ella, fui demasiado ligero y poco clarividente, lo que explica que me equivocara... ¡El diablo me lleve! ¿Por qué será tan hermosa? Yo no tuve la culpa.
»La cosa empezó por un violento capricho sensual. Avdotia Romanovna es extraordinariamente, exageradamente púdica (no vacilo en afirmar que su recato es casi enfermizo, a pesar de su viva inteligencia, y que tal vez le perjudique). Así las cosas, una campesina de ojos negros, Paracha, vino a servir a nuestra casa. Era de otra aldea y nunca había trabajado para otros. Aunque muy bonita, era increíblemente tonta: las lágrimas, los gritos con que esta chica llenó la casa produjeron un verdadero escándalo.