»Un día, después de comer, Avdotia Romanovna me llevó a un rincón del jardín y me exigió la promesa de que dejaría tranquila a la pobre Paracha. Era la primera vez que hablábamos a solas. Yo, como es natural, me apresuré a doblegarme a su petición a hice todo lo posible por aparecer conmovido y turbado; en una palabra, que desempeñé perfectamente mi papel. A partir de entonces tuvimos frecuentes conversaciones secretas, escenas en que ella me suplicaba con lágrimas en los ojos, sí, con lágrimas en los ojos, que cambiara de vida. He aquí a qué extremos llegan algunas muchachas en su deseo de catequizar. Yo achacaba todos mis errores al destino, me presentaba como un hombre ávido de luz, y, finalmente, puse en práctica cierto medio de llegar al corazón de las mujeres, un procedimiento que, aunque no engaña a nadie, es siempre de efecto seguro. Me refiero a la adulación. Nada hay en el mundo más difícil de mantener que la franqueza ni nada más cómodo que la adulación. Si en la franqueza se desliza la menor nota falsa, se produce inmediatamente una disonancia y, con ella, el escándalo. En cambio, la adulación, a pesar de su falsedad, resulta siempre agradable y es recibida con placer, un placer vulgar si usted quiere, pero que no deja de ser real.

»Además, la lisonja, por burda que sea nos hace creer siempre que encierra una parte de verdad. Esto es así para todas las esferas sociales y todos los grados de la cultura. Incluso la más pura vestal es sensible a la adulación. De la gente vulgar no hablemos. No puedo recordar sin reírme cómo logré seducir a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su familia. ¡Qué fácil y divertido fue! El caso es que era verdaderamente virtuosa, por lo menos a su modo. Mi táctica consistió en humillarme ante ella e inclinarme ante su castidad. La adulaba sin recato y, apenas obtenía un apretón de mano o una mirada, me acusaba a mí mismo amargamente de habérselos arrancado a la fuerza y afirmaba que su resistencia era tal, que jamás habría logrado nada de ella sin mi desvergüenza y mi osadía. Le decía que, en su inocencia, no podía prever mis bribonadas, que había caído en la trampa sin darse cuenta, etcétera. En una palabra, que conseguí mis propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a un simple azar. No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije que estaba completamente seguro de que ella había ido en busca del placer exactamente igual que yo.

»La pobre Marfa Petrovna tampoco resistía a la adulación, y, si me lo hubiera propuesto, habría conseguido que pusiera su propiedad a mi nombre (estoy bebiendo demasiado y hablando más de la cuenta). No se enfade usted si le digo que Avdotia Romanovna no fue insensible a los elogios de que la colmaba. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia. Más de una vez la miré de un modo que no le gustó. Cierto fulgor que había en mis ojos la inquietaba y acabó por serle odioso. No entraré en detalles: sólo le diré que reñimos. También en esta ocasión me conduje estúpidamente: me reí de sus actividades conversionistas.

»Paracha volvió a contar con mis atenciones, y otras muchas le siguieron. O sea que empecé a llevar una vida infernal. ¡Si hubiera usted visto, Rodion Romanovitch, aunque sólo hubiera sido una vez, los rayos que pueden lanzar los ojos de su hermana...!

»No crea demasiado al pie de la letra mis palabras. Estoy embriagado. Acabo de beberme un vaso entero. Sin embargo, digo la verdad. El centelleo de aquella mirada me perseguía hasta en sueños. Llegué al extremo de no poder soportar el susurro de sus vestidos. Temí que me diera un ataque de apoplejía. Nunca hubiese creído que pudiera apoderarse de mí una locura semejante. Yo deseaba hacer las paces con ella, pero la reconciliación era imposible. Y ¿sabe usted lo que hice entonces? ¡A qué grado de estupidez puede conducir a un hombre el despecho! No tome usted ninguna determinación cuando está furioso, Rodion Romanovitch. Teniendo en cuenta que Avdotia Romanovna era pobre (¡Oh perdón!, no quería decir eso..., pero ¿qué importan las palabras si expresan nuestro pensamiento?), teniendo en cuenta que vivía de su trabajo y que tenía a su cargo a su madre y a usted (¿otra vez arruga usted las cejas?), decidí ofrecerle todo el dinero que poseía (en aquel momento podía reunir unos treinta mil rublos) y proponerle que huyera conmigo, a esta capital, por ejemplo. Una vez aquí, le habría jurado amor eterno y sólo habría pensado en su felicidad. Entonces estaba tan prendado de ella, que si me hubiera dicho: "Envenena, asesina a Marfa Petrovna", yo lo habría hecho, puede usted creerme. Pero todo esto terminó con el desastre que usted conoce, y ya puede usted figurarse a qué extremo llegaría mi cólera cuando me enteré de que Marfa Petrovna había hecho amistad con ese farsante de Lujine y amañado un matrimonio con su hermana, que no aventajaba en nada a lo que yo le ofrecía. ¿No lo cree usted así...? Dígame, responda... Veo que usted me ha escuchado con gran atención, interesante joven...

Svidrigailof, impaciente, había dado un puñetazo en la mesa. Estaba congestionado. Raskolnikof comprendió que el vaso y medio de champán que se había bebido a pequeños sorbos le había transformado profundamente, y decidió aprovechar esta circunstancia para sonsacarle, pues aquel hombre le inspiraba gran desconfianza.

—Después de todo eso —dijo resueltamente, con el propósito de exasperarle—, no me cabe la menor duda de que ha venido aquí por mi hermana.

—Nada de eso —respondió Svidrigailof haciendo esfuerzos por serenarse—. Ya le he dicho que... Además, su hermana no me puede ver.

—No lo dudo, pero no se trata de eso.

—¿De modo que está usted seguro de que no me puede soportar? —Svidrigailof le hizo un guiño y sonrió burlonamente—. Tiene usted razón: le soy antipático. Pero nunca se pueden poner las manos al fuego sobre lo que pasa entre marido y mujer o entre dos amantes. Siempre hay un rinconcito oculto que sólo conocen los interesados. ¿Está usted seguro de que Avdotia Romanovna me mira con repugnancia?

—Ciertas frases y consideraciones de su relato me demuestran que usted sigue abrigando infames propósitos sobre Dunia.

Svidrigailof no se mostró en modo alguno ofendido por el calificativo que Raskolnikof acababa de aplicar a sus propósitos, y exclamó con ingenuo temor:

—¿De veras se me han escapado frases y reflexiones que le han hecho pensar a usted eso?

—En este mismo momento está usted dejando entrever sus fines. ¿De qué se ha asustado? ¿Cómo explica usted esos repentinos temores?

—¿Que yo me he asustado? ¿Que tengo miedo? ¿Miedo de usted? Es usted el que puede temerme a mí, cher ami. ¡Qué tonterías! Por lo demás, estoy borracho, ya lo veo. Si bebiera un poco más podría cometer algún disparate. ¡Que se vaya al diablo la bebida! ¡Eh, traedme agua!

Cogió la botella de champán y la arrojó por la ventana sin contemplaciones. Felipe le trajo agua.

—Todo eso es absurdo —añadió, empapando una servilleta y aplicándosela a la frente—. En dos palabras puedo reducir a la nada sus suposiciones. ¿Sabe usted que voy a casarme?

—Ya me lo dijo.

—¡Ah!, ¿sí? Pues no me acordaba... Pero entonces nada podía afirmar, porque aún no había visto a mi prometida y sólo se trataba de una intención. Ahora es cosa hecha. Si no fuera por la cita de que le he hablado, le llevaría a casa de mi novia. Pues me gustaría que usted me aconsejase... ¡Demonio! No dispongo más que de diez minutos. Mire usted mismo el reloj. El proceso de este matrimonio es sumamente interesante. Ya se lo contaré. ¿Adónde va usted? ¿Todavía quiere marcharse?