Svidrigailof estaba ya en el coche. Raskolnikof se dijo que sus sospechas eran por el momento poco fundadas. Sin responder palabra, dio media vuelta y echó a andar en dirección a la plaza del Mercado. Si hubiese vuelto la cabeza, aunque sólo hubiera sido una vez, habría podido ver que Svidrigailof, después de haber recorrido un centenar de metros en el coche, se apeaba y pagaba al cochero. Pero el joven avanzaba mirando sólo hacia delante y pronto dobló una esquina. La profunda aversión que Svidrigailof le inspiraba le impulsaba a alejarse de él lo más deprisa posible. Se decía: «¿Qué se puede esperar de este hombre vil y grosero, de ese miserable depravado?» Sin embargo, esta opinión era un tanto prematura y tal vez mal fundada. En la manera de ser de Svidrigailof había algo que le daba cierta originalidad y lo envolvía en un halo de misterio. En lo concerniente a su hermana, Raskolnikof estaba seguro de que Svidrigailof no había renunciado a ella. Pero todas estas ideas empezaron a resultarle demasiado penosas para que se detuviera a analizarlas.

Al quedarse solo cayó, como siempre, en un profundo ensimismamiento, y cuando llegó al puente se acodó en el pretil y se quedó mirando fijamente el agua del canal. Sin embargo, Avdotia Romanovna estaba cerca de él, observándole. Se habían cruzado a la entrada del puente, pero él había pasado cerca de ella sin verla. Dunetchka no le había visto jamás en la calle en semejante estado y se sintió inquieta. Estuvo un momento indecisa, preguntándose si se acercaría a él, y de pronto divisó a Svidrigailof que se dirigía rápido hacia ella desde la plaza del Mercado.

Procedía con sigilo y misterio. No entró en el puente, sino que se detuvo en la acera, procurando que Raskolnikof no le viese. A Dunia la había visto desde lejos y le hacía señas. La joven comprendió que le decía que se acercase, procurando no llamar la atención de Raskolnikof. Atendiendo a esta muda demanda, pasó en silencio por detrás de su hermano y fue a reunirse con Svidrigailof.

—¡Vámonos! Su hermano no debe enterarse de nuestra entrevista. Acabo de pasar un rato con él en una taberna adonde ha venido a buscarme y no me ha sido nada fácil deshacerme de él. No sé cómo se ha enterado de que le he escrito una carta, pero parece sospechar algo. Sin duda, usted misma le ha hablado de ello, pues nadie más puede habérselo dicho.

—Ahora que hemos doblado la esquina y que mi hermano ya no puede vernos, sepa usted que ya no le seguiré más lejos. Dígame aquí mismo lo que tenga que decirme. Nuestros asuntos pueden tratarse en plena calle.

—En primer lugar, no es éste un asunto que pueda tratarse en plena calle. En segundo, quiero que oiga usted también a Sonia Simonovna. Y, finalmente, tengo que enseñarle algunos documentos. Si usted no viene a mi casa, no le explicaré nada y me marcharé ahora mismo. Le ruego que no olvide que poseo el curioso secreto de su querido hermano.

Dunia se detuvo, indecisa, y dirigió una mirada penetrante a Svidrigailof.

—¿Qué teme usted? —dijo éste—. La ciudad no es el campo. Además, incluso en el campo me ha hecho usted más daño a mí que yo a usted. Aquí...

—¿Está prevenida Sonia Simonovna?

—No, no le he hablado de esto y no sé si está ahora en su casa. Creo que sí que estará, pues ha enterrado hoy a su madrastra y no debe de tener humor para salir. No he querido hablar a nadie de este asunto, e incluso siento haberme franqueado un poco con usted. En este caso, la menor imprudencia equivale a una denuncia... He aquí la casa donde vivo. Ya hemos llegado. Ese hombre que ve usted a la puerta es nuestro portero. Me conoce perfectamente y, como usted ve, me saluda. Bien ha advertido que voy acompañado de una dama y, sin duda, ha visto su cara. Estos detalles pueden tranquilizarla si usted desconfía de mí. Perdóneme si le hablo tan crudamente. Yo tengo mi habitación junto a la de Sonia Simonovna. Las dos piezas están separadas solamente por un tabique. En el piso hay numerosos inquilinos. ¿A qué vienen, pues, esos temores infantiles? No soy tan temible como todo eso.

Svidrigailof esbozó una sonrisa bonachona, pero estaba ya demasiado nervioso para desempeñar a la perfección su papel. Su corazón latía con violencia; sentía una fuerte opresión en el pecho. Procuraba levantar la voz para disimular su creciente agitación. Pero Dunia ya no veía nada: las últimas palabras de Svidrigailof sobre sus temores de niña la habían herido en su amor propio hasta cegarla.

—Aunque sé que es usted un hombre sin honor —dijo, afectando una calma que desmentía el vivo color de su rostro—, no me inspira usted temor alguno. Indíqueme el camino.

Svidrigailof se detuvo ante la habitación de Sonia.

—Permítame que vea si está... Pues no, se ha marchado. Es una contrariedad. Pero estoy seguro de que no tardará en volver. Sin duda ha ido a ver a una señora por el asunto de los huérfanos. La madre de esos niños acaba de morir. Yo me he interesado en el asunto y he dado ya ciertos pasos. Si Sonia Simonovna no ha regresado dentro de diez minutos y usted quiere hablar con ella, la enviaré a su casa esta misma tarde. Ya estamos en mis habitaciones. Son dos... Mi patrona, la señora Resslich, habita al otro lado del tabique. Ahora eche una mirada por aquí. Quiero mostrarle mis «documentos», por decirlo así. La puerta de mi habitación da a un alojamiento de dos piezas, que está completamente vacío... Mire con atención. Debe usted tener un conocimiento exacto del lugar del hecho.

Svidrigailof disponía de dos habitaciones amuebladas bastante espaciosas. Dunetchka miró en torno de ella con desconfianza, pero no vio nada sospechoso en la colocación de los muebles ni en la disposición del local. Sin embargo, debió advertir que el alojamiento de Svidrigailof se hallaba entre otros dos deshabitados. No se llegaba a sus habitaciones por el corredor, sino atravesando otras dos piezas que formaban parte del compartimiento de su patrona. Svidrigailof abrió la puerta de su dormitorio, que daba a uno de los alojamientos vacíos, y se lo mostró a Dunia, que permaneció en el umbral sin comprender por qué el huésped deseaba que mirase aquello. Pero enseguida recibió la explicación.

—Mire aquella habitación, la segunda y más espaciosa. Observe su puerta: está cerrada con llave. ¿Ve aquella silla colocada junto a la puerta? Es la única que hay en las dos habitaciones. La llevé yo de aquí para poder escuchar más cómodamente. Al otro lado de esa puerta está la mesa de Sonia Simonovna. La joven estaba sentada ante su mesa mientras hablaba con Rodion Romanovitch, y yo escuchaba la conversación desde este lado de la puerta. Escuché dos tardes seguidas, y cada tarde dos horas como mínimo. Por lo tanto, pude enterarme de muchas cosas, ¿no cree usted?

—¿Escuchaba usted detrás de la puerta?

—Sí, escuchaba detrás de la puerta... Venga, venga a mi alojamiento. Aquí ni siquiera hay donde sentarse.

Volvieron a las habitaciones de Svidrigailof y éste invitó a la joven a sentarse en la pieza que utilizaba como sala. Él se sentó también, pero a una prudente distancia, al otro lado de la mesa. Sin embargo, sus ojos tenían el mismo brillo ardiente que hacía unos momentos había inquietado a Dunetchka. Ésta se estremeció y volvió a mirar en torno a ella con desconfianza. Fue un gesto involuntario, pues su deseo era mostrarse perfectamente serena y dueña de sí misma. Pero el aislamiento en que se hallaban las habitaciones de Svidrigailof había acabado por atraer su atención. De buena gana habría preguntado si la patrona estaba en casa, pero no lo hizo: su orgullo se lo impidió. Por otra parte, el temor de lo que a ella le pudiera ocurrir no era nada comparado con la angustia que la dominaba por otras razones. Esta angustia era para Dunia un verdadero tormento.