—Si eso fuera verdad, sólo lo habría hecho por ti: tú habrías sido la causa.
—¡Mientes! Yo siempre lo he odiado, ¡siempre!
—Por lo visto, Avdotia Romanovna, usted se ha olvidado de que, cuando trataba de convertirme, se inclinaba sobre mí y me dirigía lánguidas miradas. Yo, entonces, la miraba fijamente a los ojos, ¿recuerda...? La noche..., el claro de luna... Un ruiseñor cantaba...
La ira llameó en los ojos de Dunia.
—¡Mientes, mientes! ¡Eres un calumniador!
—¿Miento? Bien, lo admito. No se deben recordar estas cosillas a las mujeres —añadió con una sonrisa burlona—. Sé que vas a disparar, preciosa bestezuela. Pues bien, dispara...
Dunia le apuntó. Sólo esperaba que hiciera un movimiento para apretar el gatillo. Estaba mortalmente pálida, temblaba su labio inferior y sus grandes ojos negros lanzaban llamaradas. Svidrigailof no la había visto nunca tan hermosa. En el momento en que la joven levantó el revólver, el fuego de sus ojos penetró en el pecho del enemigo y quemó su corazón, que se contrajo dolorosamente. Dio un paso hacia delante y se oyó una detonación. La bala rozó el cabello de Svidrigailof y fue a incrustarse en la pared, a sus espaldas. Svidrigailof se detuvo y dijo, esbozando una sonrisa:
—Una picadura de avispa... Ya veo que ha tirado usted a la cabeza... Pero ¿qué es esto? Parece sangre.
Y sacó el pañuelo para limpiarse un hilillo de sangre que resbalaba por su sien. La bala debió de rozar la piel del cráneo.
Dunia había bajado el revólver y miraba a Svidrigailof con un gesto de pasmo más que de temor. Parecía incapaz de comprender lo que había hecho y lo que ocurría ante ella.
—Ya lo ve: ha errado el tiro. Vuelva a disparar. Ya ve que estoy esperando.
Hablaba en voz baja y con una sonrisa que ahora tenía algo de siniestro.
—Si tarda usted tanto —continuó—, podré caer sobre usted antes de que haya vuelto a apretar el gatillo.
Dunetchka se estremeció, preparó el revólver y apuntó.
—¡Déjeme! —gritó, desesperada—. Le juro que volveré a disparar ¡y le mataré!
—¡Qué importa! Desde luego, disparando a tres pasos es imposible fallar. Pero si usted no me mata...
Sus ojos centellearon y dio dos pasos más. Dunetchka disparó, pero no salió la bala.
—Ese revólver está mal cargado. Pero no importa: le queda una bala todavía. Arréglelo. Espero.
Estaba a dos pasos de la joven y la miraba con una ardiente fijeza que expresaba una resolución indómita. Dunia comprendió que preferiría morir a renunciar a ella. Y... y ahora estaba segura de matarle, ya que sólo lo tenía a dos pasos.
De pronto arrojó el arma.
—¡No quiere matarme! —exclamó Svidrigailof, asombrado.
Luego respiró profundamente. Su alma acababa de librarse de un gran peso que no era sólo el temor a la muerte. Sin embargo, le habría sido difícil explicar lo que sentía. Tenía la sensación de que se había librado de otro sentimiento más penoso que el de la muerte, pero no lograba identificarlo.
Se acercó a Dunia y la enlazó suavemente por el talle. Ella no opuso la menor resistencia, pero temblaba como una hoja y le miraba con ojos suplicantes. Él intentó hablarle, mas sus labios sólo consiguieron hacer una mueca. No pudo pronunciar una sola palabra.
—¡Déjame! —suplicó Dunia.
Svidrigailof se estremeció. Este tuteo no era el mismo que el de hacía un momento.
—Así, ¿no me amas? —preguntó en un susurro.
Dunia negó con la cabeza.
—¿No puedes...? ¿No podrás nunca? —murmuró con acento desesperado.
—Nunca —respondió Dunia, también en voz baja.
Durante unos momentos se estuvo librando una lucha espantosa en el alma de Svidrigailof. Sus ojos se habían fijado en la joven con una expresión indescriptible. De súbito retiró el brazo con que había rodeado su talle, dio media vuelta y se dirigió a la ventana.
Tras unos instantes de silencio, sacó la llave del bolsillo izquierdo de su gabán y la dejó en la mesa que estaba a sus espaldas, sin volver los ojos hacia Dunia.
-Ahí tiene la llave. Cójala y váyase enseguida.
Siguió mirando obstinadamente a través de la ventana.
Dunia se acercó a la mesa y cogió la llave.
—¡Pronto, pronto! —exclamó Svidrigailof sin hacer el menor movimiento, pero dando a sus palabras un tono terrible.
Dunia no se lo hizo repetir. Con la llave en la mano, corrió hacia la puerta, la abrió precipitadamente y salió a toda prisa. Un instante después corría como una loca a lo largo del canal en dirección al puente de ...
Svidrigailof permaneció todavía tres minutos ante la ventana. Después se volvió lentamente, dirigió una mirada en torno a él y se pasó la mano por la frente. Una sonrisa horrible crispó sus facciones, una lastimosa sonrisa que expresaba impotencia, tristeza y desesperación. Su mano se manchó de sangre. Se la miró con un gesto de cólera. Luego mojó una toalla y se lavó la sien. El revólver arrojado por Dunia había rodado hasta la puerta. Lo recogió y empezó a examinarlo. Era pequeño, de tres tiros y de antiguo modelo. Aún quedaba en él una bala. Tras un momento de reflexión, se lo guardó en el bolsillo, cogió el sombrero y se marchó.
VI
Estuvo hasta las diez de la noche recorriendo tabernas y tugurios. Halló a Katia en uno de estos establecimientos. La muchacha cantaba sus habituales y descaradas cancioncillas. Svidrigailof la invitó a beber, así como a un organillero, a los camareros, a los cantantes y a dos empleadillos que atrajeron su simpatía sólo porque tenían torcida la nariz. En uno, este apéndice se ladeaba hacia la derecha y en el otro hacia la izquierda, cosa que le sorprendió sobremanera. Éstos acabaron por llevarle a un jardín de recreo. Svidrigailof pagó las entradas. En el jardín había un abeto escuálido, tres arbolillos más y una construcción que ostentaba el nombre de Vauxhall, pero que no era más que una taberna, donde también podía tomarse té.
En el jardín había igualmente varios veladores verdes con sillas. Un coro de malos cantantes y un payaso de nariz roja completamente borracho y extraordinariamente triste se encargaban de distraer al público.
Los empleadillos se encontraron con varios colegas y empezaron a reñir con ellos. Se escogió como árbitro a Svidrigailof. Éste estuvo un cuarto de hora tratando de averiguar el motivo del pleito; pero todos gritaban a la vez y no había medio de entenderse. Lo único que comprendió fue que uno de ellos había cometido un robo y vendido el objeto robado a un judío que había llegado oportuna y casualmente, hecho lo cual se negaba a repartirse con sus compañeros el producto de la operación. Al fin se descubrió que el objeto robado era una cucharilla de plata perteneciente al Vauxhall. Los empleados del establecimiento se dieron cuenta de la desaparición de la cucharilla, y el asunto habría tomado un cariz desagradable si Svidrigailof no hubiera acallado las protestas de los perjudicados.