No pudo terminar; se ahogaba materialmente.
-Sonia Simonovna no volverá hasta la noche. Así lo supongo. Tenía que volver enseguida y no lo ha hecho. Esto es señal de que regresará tarde.
—¡Me has engañado! ¡Me has mentido! —exclamó Dunia en un arrebato de cólera que la enloquecía—. Ahora lo veo claro. ¡Me has mentido! ¡No te creo, no te creo!
Y cayó casi desvanecida en una silla que Svidrigailof se apresuró a acercarle.
—Pero, ¿qué le ocurre, Avdotia Romanovna? Cálmese. Tenga, beba un poco de agua.
Svidrigailof le salpicó el rostro. Dunetchka se estremeció y volvió en sí.
—Ha sido un golpe demasiado violento —murmuró Svidrigailof, apenado—. Tranquilícese, Avdotia Romanovna. Su hermano tiene amigos. Le salvaremos. ¿Quiere usted que lo mande al extranjero? No tardaré más de tres días en conseguirle un billete. En cuanto a su crimen, él lo borrará a fuerza de buenas acciones. Cálmese. Todavía puede llegar a ser un gran hombre. ¿Se siente usted mejor?
—¡Qué cruel e indigno es usted! Todavía se atreve a burlarse. ¡Déjeme en paz!
—¿Adónde va?
—A casa de Rodia. ¿Dónde está ahora? Usted lo sabe... ¿Por qué está cerrada esta puerta? Hemos entrado por aquí y ahora está cerrada con llave. ¿Cuándo la ha cerrado?
—No iba a dejar que todo el mundo oyera lo que decíamos. Estoy muy lejos de burlarme. Lo que ocurre es que estoy cansado de hablar en este tono. ¿Adónde se propone usted ir? ¿Es que quiere entregar a su hermano a la justicia? Piense que usted puede enloquecerlo y dar lugar a que se entregue él mismo. Sepa usted que le vigilan, que le siguen los pasos. Espere. Ya le he dicho que le he visto hace un rato y que he hablado con él. Todavía podemos salvarlo. Espere; siéntese y vamos a estudiar juntos lo que se puede hacer. La he hecho venir para que hablemos tranquilamente. Siéntese, haga el favor.
—¿Cómo va usted a salvarlo? ¿Acaso tiene salvación?
Dunia se sentó. Svidrigailof ocupó otra silla cerca de ella.
—Eso depende de usted, de usted, sólo de usted —dijo en un susurro.
Sus ojos centelleaban. Su agitación era tan profunda, que apenas podía articular las palabras. Dunia retrocedió, inquieta. El prosiguió, temblando:
-De usted depende... Una sola palabra de usted, y lo salvaremos. Yo... yo lo salvaré. Tengo dinero y amigos. Le mandaré enseguida al extranjero. Sacaré un pasaporte para mí...; no, dos pasaportes: uno para él y otro para mí. Tengo amigos, hombres influyentes... ¿Quiere...? Sacaré también un pasaporte para usted..., y otro para su madre... Usted no necesita para nada a Rasumikhine. Yo la amo tanto como él. Yo la amo con todo mi ser... Deme el borde de su falda para besarlo, démelo. El susurro de su vestido me enloquece. Usted me mandará y yo la obedeceré. Sus creencias serán las mías. Haré todo, todo lo que usted quiera... No me mire así, por favor. ¿No ve usted que me está matando?
Empezó a desvariar. Parecía haberse vuelto loco. Dunia se levantó de un salto y corrió hacia la puerta.
—¡Ábranme, ábranme! —dijo a gritos mientras la golpeaba—. ¿Por qué no me abren? ¿Es posible que no haya nadie en la casa?
Svidrigailof volvió en sí y se levantó. Una aviesa sonrisa apareció en sus labios, todavía temblorosos.
—No, no hay nadie —dijo lentamente y en voz baja—. Mi patrona ha salido. Sus gritos son, pues, inútiles.
—¿Dónde está la llave? ¡Abre la puerta, abre inmediatamente! ¡Miserable, canalla!
—La llave se me ha perdido.
—¡Comprendo! ¡Esto es una emboscada!
Y Dunia, pálida como una muerta, corrió hacia un rincón, donde se atrincheró tras una mesa.
Ya no gritaba. Estaba inmóvil y tenía la mirada fija en su enemigo, para no perder ninguno de sus movimientos.
Svidrigailof estaba también inmóvil. Al parecer iba recobrándose, pero el color no había vuelto a su rostro. Su sonrisa seguía mortificando a Avdotia Romanovna.
—Ha pronunciado usted la palabra «emboscada», Avdotia Romanovna. Bien, pues si existe esa emboscada, habrá de pensar usted en que he tomado toda clase de precauciones. Sonia Simonovna no está en su habitación. Los Kapernaumof quedan lejos, a cinco piezas de aquí. Soy mucho más fuerte que usted, y tampoco puedo temer que usted me denuncie, porque en este caso perdería a su hermano, y usted no quiere perderlo, ¿verdad? Además, nadie la creería. ¿Qué explicación puede tener que una joven vaya sola a visitar a un hombre soltero? O sea que si usted se decidiese a sacrificar a su hermano, sería inútil, porque no podría probar nada. Una violación es sumamente difícil de demostrar.
—¡Miserable!
—Puede decir lo que quiera, pero le advierto que hasta ahora me he limitado a hacer simples suposiciones. Personalmente, estoy de acuerdo con usted. Obrar por la fuerza contra alguien es una bajeza. Mi intención era únicamente tranquilizar su conciencia en el caso de que usted..., de que usted quisiera salvar a su hermano de buen grado, es decir, tal como yo le he propuesto. Usted no haría entonces sino inclinarse ante las circunstancias, ceder a la necesidad, por decirlo así... Piense usted en ello. La suerte de su hermano, y también la de su madre, está en sus manos. Piense, además, que yo seré su esclavo, y para toda la vida... Espero su resolución.
Svidrigailof se sentó en el sofá, a unos ocho pasos de Dunia. La joven no tenía la menor duda acerca de sus intenciones: sabía que eran inquebrantables, pues conocía bien a Svidrigailof... De pronto sacó del bolsillo un revólver, lo preparó para disparar y lo dejó en la mesa, al alcance de su mano.
Svidrigailof hizo un movimiento de sorpresa.
—¡Ah, caramba! —exclamó con una pérfida sonrisa—. Así la cosa cambia por completo. Usted misma me facilita la tarea, Avdotia Romanovna... Pero ¿de dónde ha sacado usted ese revólver? ¿Se lo ha proporcionado el señor Rasumikhine? ¡Toma, si es el mío! ¡Un viejo amigo! ¡Tanto como lo busqué! Las lecciones de tiro que tuve el honor de darle en el campo no fueron inútiles, por lo que veo.
—Este revólver no es tuyo, monstruo, sino de Marfa Petrovna. No había nada tuyo en su casa. Lo cogí cuando comprendí de lo que eras capaz. Si das un paso, te juro que te mato.
Dunia había empuñado el revólver. En su desesperación, estaba dispuesta a disparar.
—Bueno, ¿y su hermano? Le hago esta pregunta por pura curiosidad —dijo Svidrigailof sin moverse del sitio.
—Denúnciale si quieres. Un paso y disparo. Tú envenenaste a tu esposa: estoy segura. Tú también eres un asesino.
—¿Está usted segura de que envenené a Marfa Petrovna?
—Sí, tú mismo me lo dejaste entrever. Me hablaste de un veneno. Sé que te lo habías procurado, que lo habías preparado... Fuiste tú, tú..., ¡infame!