Después de pagar la cucharilla salió del jardín. Eran alrededor de las diez. No había bebido ni una gota de alcohol en toda la noche. Había tomado té, y eso porque había que pedir algo para permanecer en el local.

La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de negras y espesas nubes y estalló una violenta tempestad. La lluvia no caía en gotas, sino en verdaderos raudales que azotaban el suelo. Relámpagos de enorme extensión iluminaban el espacio. Svidrigailof llegó a su casa calado hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó dinero y rompió varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo, pensó cambiarse la ropa, pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no valía la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar la puerta. Se fue derecho a la habitación de Sonia. Allí estaba la joven, pero no sola, sino rodeada de los cuatro niños de Kapernaumof, a los que hacía tomar una taza de té.

Sonia acogió respetuosamente a su visitante. Miró con una expresión de sorpresa sus mojadas ropas, pero no hizo el menor comentario. Al ver entrar a un desconocido, los niños echaron a correr despavoridos.

Svidrigailof se sentó ante la mesa e invitó a Sonia a sentarse a su lado. La muchacha se dispuso tímidamente a escucharle.

—Sonia Simonovna —empezó a decir el visitante—, es muy posible que me vaya a América, y como probablemente no nos volveremos a ver, he venido a arreglar con usted ciertos asuntos. Bueno, ¿ha hablado ya con esa señora? No hace falta que me cuente lo que le ha dicho, pues lo sé muy bien.

Sonia hizo un ademán y enrojeció. Svidrigailof siguió diciendo:

—Esas damas tienen sus costumbres, sus ideas... En cuanto a sus hermanitos, tienen el porvenir asegurado, pues el dinero que he depositado para ellos está en lugar seguro y lo he entregado contra recibo. Aquí tiene los recibos; guárdelos por lo que pueda ocurrir. Y demos por terminado este asunto. Ahora tenga usted estos tres títulos al cinco por ciento. Su valor es de tres mil rublos. Esto es para usted y sólo para usted. Deseo que la cosa quede entre nosotros. No diga nada a nadie, oiga lo que oiga. Este dinero le será útil, ya que debe usted dejar la vida que lleva ahora. No estaría nada bien que siguiera viviendo como vive, y con este dinero no tendrá necesidad de hacerlo.

—Ha sido usted tan bueno conmigo, con los huérfanos y con la difunta —balbuceó Sonia—, que nunca sabré cómo agradecérselo, y créame que...

—¡Bah! Dejemos eso...

—En cuanto a ese dinero, Arcadio Ivanovitch, muchas gracias, pero no lo necesito. Sabré ganarme el pan. No me considere una ingrata. Ya que es usted tan generoso, ese dinero...

—Es para usted y sólo para usted, Sonia Simonovna. Y le ruego que no hablemos más de este asunto, pues tengo prisa. Le será útil, se lo aseguro. Rodion Romanovitch no tiene más que dos soluciones: o pegarse un tiro o ir a parar a Siberia.

Al oír estas palabras, Sonia empezó a temblar y miró aterrada a su vecino.

—No se inquiete usted —continuó Svidrigailof—. Lo he oído todo de sus propios labios, pero no me gusta hablar y no diré ni una palabra a nadie. Hizo usted muy bien en aconsejarle que fuera a presentarse a la justicia: es el mejor partido que podría tomar... Pues bien, cuando lo envíen a Siberia, usted lo acompañará, ¿no es así? ¿Verdad que lo acompañará? En este caso, necesitará usted dinero: lo necesitará para él. ¿Comprende? Darle a usted este dinero es como dárselo a él. Además, usted ha prometido a Amalia Ivanovna pagarle. Yo lo oí. ¿Por qué contrae usted compromisos tan ligeramente, Sonia Simonovna? Era Catalina Ivanovna la que estaba en deuda con ella y no usted. Usted debió enviar a paseo a esa alemana. No se puede vivir así... En fin, si alguien le pregunta a usted por mí mañana, pasado mañana o cualquiera de estos días, cosa que sin duda ocurrirá, no hable usted de esta visita ni diga que le he dado dinero. Bueno, adiós —dijo levantándose—. Salude de mi parte a Rodion Romanovitch. ¡Ah, se me olvidaba! Le aconsejo que dé usted a guardar su dinero al señor Rasumikhine. ¿Le conoce? Sí, debe usted de conocerle. Es un buen muchacho. Llévele el dinero mañana... o cuando usted lo crea oportuno. Hasta entonces procure que no se lo quiten.

Sonia se había levantado también y miraba confusa a su visitante. Deseaba hablarle, hacerle algunas preguntas, pero se sentía intimidada y no sabía por dónde empezar.

—Pero... pero ¿va usted a salir con esta lluvia?

—¿Cómo puede importarle la lluvia a un hombre que se marcha a América? ¡Je, je! Adiós, querida Sonia Simonovna. Le deseo muchos años de vida, muchos años, pues usted será útil a los demás. A propósito: salude de mi parte al señor Rasumikhine. No lo olvide. Dígale que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof le ha dado a usted recuerdos para él. No deje de hacerlo.

Y se fue, dejando a la muchacha inquieta, temerosa y dominada por confusas sospechas.

Más adelante se supo que Svidrigailof había hecho aquella misma noche otra visita extraordinaria y sorprendente. Seguía lloviendo. A las once y veinte se presentó, completamente empapado, en casa de los padres de su prometida, que habitaban un pequeño departamento en la tercera avenida de Vasilievski Ostrof. No le fue fácil conseguir que le abrieran. Su llegada a aquella hora intempestiva causó gran desconcierto. Pero Arcadio Ivanovitch tenía el don de captarse a las personas cuando se lo proponía, y aquellos padres que en el primer momento —y con sobrados motivos— habían considerado la visita de Svidrigailof como una calaverada de borracho, se convencieron muy pronto de su error.

La inteligente y amable madre de la novia le acercó el sillón del achacoso padre y abrió la conversación con grandes rodeos. Nunca iba derecha al asunto y empezaba por una serie de sonrisas, gestos y ademanes. Por ejemplo, cuando quiso saber la fecha en que Arcadio Ivanovitch se proponía celebrar la boda, comenzó interesándose vivamente por París y la vida de su alta sociedad, para ir trasladándolo poco a poco desde aquella lejana capital a Vasilievski Ostrof.

Arcadio Ivanovitch había respetado siempre estas pequeñas argucias, pero aquella noche estaba más impaciente que de costumbre y solicitó ver enseguida a su futura esposa, a pesar de que le habían dicho que estaba acostada. Su demanda fue atendida.

Svidrigailof dijo simplemente a su novia que un asunto urgente le obligaba a ausentarse de Petersburgo y que por esta razón le entregaba quince mil rublos, insignificante cantidad que tenía intención de ofrecerle desde hacía tiempo y que le rogaba que la aceptase como regalo de boda. No se comprendía la relación que pudiera existir entre semejante obsequio y el anunciado viaje, y tampoco se veía en el asunto una urgencia que justificase aquella visita en plena noche y bajo una lluvia torrencial. No obstante, las explicaciones de Arcadio Ivanovitch obtuvieron una excelente acogida: incluso las exclamaciones de sorpresa y las preguntas de rigor se hicieron en un tono delicadamente moderado. Pero ello no impidió que los padres pronunciaran calurosas palabras de gratitud reforzadas por las lágrimas de la inteligente madre.