En este momento sonaron tres golpes en la puerta.

—¿Se puede pasar, Sonia Simonovna? —preguntó cortésmente una voz conocida.

Sonia corrió hacia la puerta, llena de inquietud. La abrió y la rubia cabeza de Lebeziatnikof apareció junto al marco.

V

Lebeziatnikof daba muestras de una turbación extrema.

—Vengo por usted, Sonia Simonovna. Perdone... No esperaba encontrarlo aquí —dijo de pronto, dirigiéndose a Raskolnikof—. No es que vea nada malo en ello, entiéndame; es, sencillamente, que no lo esperaba.

Se volvió de nuevo hacia Sonia y exclamó:

—Catalina Ivanovna ha perdido el juicio.

Sonia lanzó un grito.

—Por lo menos —dijo Lebeziatnikof— lo parece. Claro que... Pero es el caso que no sabemos qué hacer... Les contaré lo ocurrido. Después de marcharse ha vuelto. A mí me parece que le han pegado... Ha ido en busca del jefe de su marido y no lo ha encontrado: estaba comiendo en casa de otro general. Entonces ha ido al domicilio de ese general y ha exigido ver al jefe de su esposo, que estaba todavía a la mesa. Ya pueden ustedes figurarse lo que ha ocurrido. Naturalmente, la han echado, pero ella, según dice, ha insultado al general e incluso le ha arrojado un objeto a la cabeza. Esto es muy posible. Lo que no comprendo es que no la hayan detenido. Ahora está describiendo la escena a todo el mundo, incluso a Amalia Ivanovna, pero nadie la entiende, tanto grita y se debate... Dice que ya que todos la abandonan, cogerá a los niños y se irá con ellos a la calle a tocar el órgano y pedir limosna, mientras sus hijos cantan y bailan. Y que irá todos los días a pedir ante la casa del general, a fin de que éste vea a los niños de una familia de la nobleza, a los hijos de un funcionario, mendigando por las calles. Les pega y ellos lloran. Enseña a Lena a cantar aires populares y a los otros dos a bailar. Destroza sus ropas y les confecciona gorros de saltimbanqui. Como no tiene ningún instrumento de música, está dispuesta a llevarse una cubeta para golpearla a manera de tambor. No quiere escuchar a nadie. Ustedes no se pueden imaginar lo que es aquello.

Lebeziatnikof habría seguido hablando de cosas parecidas y en el mismo tono si Sonia, que le escuchaba anhelante, no hubiera cogido de pronto su sombrero y su chal y echado a correr. Raskolnikof y Lebeziatnikof salieron tras ella.

—No cabe duda de que se ha vuelto loca —dijo Andrés Simonovitch a Raskolnikof cuando estuvieron en la calle—. Si no lo he asegurado ha sido tan sólo para no inquietar demasiado a Sonia Simonovna. Desde luego, su locura es evidente. Dicen que a los tísicos se les forman tubérculos en el cerebro. Lamento no saber medicina. Yo he intentado explicar el asunto a la enfermera, pero ella no ha querido escucharme.

—¿Le ha hablado usted de tubérculos?

—No, no; si le hubiera hablado de tubérculos, ella no me habría comprendido. Lo que quiero decir es que, si uno consigue convencer a otro, por medio de la lógica, de que no tiene motivos para llorar, no llorará. Esto es indudable. ¿Acaso usted no opina así?

—Yo creo que si tuviera usted razón, la vida sería demasiado fácil.

—Permítame. Desde luego, Catalina Ivanovna no comprendería fácilmente lo que le voy a decir. Pero usted... ¿No sabe que en Paris se han realizado serios experimentos sobre el sistema de curar a los locos sólo por medio de la lógica? Un doctor francés, un gran sabio que ha muerto hace poco, afirmaba que esto es posible. Su idea fundamental era que la locura no implica lesiones orgánicas importantes, que sólo es, por decirlo así, un error de lógica, una falta de juicio, un punto de vista equivocado de las cosas. Contradecía progresivamente a sus enfermos, refutaba sus opiniones, y obtuvo excelentes resultados. Pero como al mismo tiempo utilizaba las duchas, no ha quedado plenamente demostrada la eficacia de su método... Por lo menos, esto es lo que opino yo.

Pero Raskolnikof ya no le escuchaba. Al ver que habían Llegado frente a su casa, saludó a Lebeziatnikof con un movimiento de cabeza y cruzó el portal. Andrés Simonovitch se repuso enseguida de su sorpresa y, tras dirigir una mirada a su alrededor, prosiguió su camino.

Raskolnikof entró en su buhardilla, se detuvo en medio de la habitación y se preguntó:

—¿Para qué habré venido?

Y su mirada recorría las paredes, cuyo amarillento papel colgaba aquí y allá en jirones..., y el polvo..., y el diván...

Del patio subía un ruido seco, incesante: golpes de martillo sobre clavos. Se acercó a la ventana, se puso de puntillas y estuvo un rato mirando con gran atención... El patio estaba desierto; Raskolnikof no vio a nadie. En el ala izquierda había varias ventanas abiertas, algunas adornadas con macetas, de las que brotaban escuálidos geranios. En la parte exterior se veían cuerdas con ropa tendida... Era un cuadro que estaba harto de ver. Dejó la ventana y fue a sentarse en el diván. Nunca se había sentido tan solo.

Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonia. Sí, la odiaba después de haberla atraído a su infortunio. ¿Por qué habría ido a hacerla llorar? ¿Qué necesidad tenía de envenenar su vida? ¡Qué cobarde había sido!

—Permaneceré solo —se dijo de pronto, en tono resuelto—, y ella no vendrá a verme a la cárcel.

Cinco minutos después levantó la cabeza y sonrió extrañamente. Acababa de pasar por su cerebro una idea verdaderamente singular. «Acaso sea verdad que estaría mejor en presidio.»

Nunca sabría cuánto duró aquel desfile de ideas vagas.

De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotia Romanovna. La joven se detuvo en el umbral y estuvo un momento observándole, exactamente igual que había hecho él al llegar a la habitación de Sonia. Después Dunia entró en el aposento y fue a sentarse en una silla frente a él, en el sitio mismo en que se había sentado el día anterior. Raskolnikof la miró en silencio, con aire distraído.

—No te enfades, Rodia —dijo Dunia—. Estaré aquí sólo un momento.

La joven estaba pensativa, pero su semblante no era severo. En su clara mirada había un resplandor de dulzura. Raskolnikof comprendió que era su amor a él lo que había impulsado a su hermana a hacerle aquella visita.

—Oye, Rodia: lo sé todo..., ¡todo! Me lo ha contado Dmitri Prokofitch. Me ha explicado hasta el más mínimo detalle. Te persiguen y te atormentan con las más viles y absurdas suposiciones. Dmitri Prokofitch me ha dicho que no corres peligro alguno y que no deberías preocuparte como te preocupas. En esto no estoy de acuerdo con él: comprendo tu indignación y no me extrañaría que dejara en ti huellas imborrables. Esto es lo que me inquieta. No te puedo reprochar que nos hayas abandonado, y ni siquiera juzgaré tu conducta. Perdóname si lo hice. Estoy segura de que también yo, si hubiera tenido una desgracia como la tuya, me habría alejado de todo el mundo. No contaré nada de todo esto a nuestra madre, pero le hablaré continuamente de ti y le diré que tú me has prometido ir muy pronto a verla. No te inquietes por ella: yo la tranquilizaré. Pero tú ten piedad de ella: no olvides que es tu madre. Sólo he venido a decirte —y Dunia se levantó— que si me necesitases para algo, aunque tu necesidad supusiera el sacrificio de mi vida, no dejes de llamarme. Vendría inmediatamente. Adiós.