—¿Derecho a matar? —exclamó la joven, atónita.

—¡Calla, Sonia! —exclamó Rodia, irritado. A sus labios acudió una objeción, pero se limitó a decir—: No me interrumpas. Yo sólo quería decirte que el diablo me impulsó a hacer aquello y luego me hizo comprender que no tenía derecho a hacerlo, puesto que era un gusano como los demás. El diablo se burló de mí. Si estoy en tu casa es porque soy un gusano; de lo contrario, no te habría hecho esta visita... Has de saber que cuando fui a casa de la vieja, yo solamente deseaba hacer un experimento.

—Usted mató.

—Pero ¿cómo? No se asesina como yo lo hice. El que comete un crimen procede de modo muy distinto... Algún día lo contaré todo detalladamente... ¿Fue a la vieja a quien maté? No, me asesiné a mí mismo, no a ella, y me perdí para siempre... Fue el diablo el que mató a la vieja y no yo.

Y de pronto exclamó con voz desgarradora:

—¡Basta, Sonia, basta! ¡Déjame, déjame!

Raskolnikof apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos, rígidas como tenazas.

—¡Qué modo de sufrir! —gimió Sonia.

—Bueno, ¿qué debo hacer? Habla —dijo el joven, levantando la cabeza y mostrando su rostro horriblemente descompuesto.

—¿Qué debes hacer? —exclamó la muchacha.

Se arrojó sobre él. Sus ojos, hasta aquel momento bañados en lágrimas, centellaron de pronto.

—¡Levántate!

Le había puesto la mano en el hombro. Él se levantó y la miró, estupefacto.

—Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has mancillado. Después inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que pase, y di en voz alta: «¡He matado!» Entonces Dios te devolverá la vida.

Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con ojos de loca.

—¿Irás, irás? —le preguntó.

Raskolnikof estaba tan abatido, que tanta exaltación le sorprendió.

—¿Quieres que vaya a presidio, Sonia? —preguntó con acento sombrío—. ¿Pretendes que vaya a presentarme a la justicia?

—Debes aceptar el sufrimiento, la expiación, que es el único medio de borrar tu crimen.

—No, no iré a presentarme a la justicia, Sonia.

—¿Y tu vida qué? —exclamó la joven—. ¿Cómo vivirás? ¿Podrás vivir desde ahora? ¿Te atreverás a dirigir la palabra a tu madre...? ¿Qué será de ellas...? Pero ¿qué digo? Ya has abandonado a tu madre y a tu hermana. Bien sabes que las has abandonado... ¡Señor...! Él ya ha comprendido lo que esto significa... ¿Se puede vivir lejos de todos los seres humanos? ¿Qué va a ser de ti?

—No seas niña, Sonia —respondió dulcemente Raskolnikof—. ¿Quién es esa gente para juzgar mi crimen? ¿Qué podría decirles? Su autoridad es pura ilusión. Dan muerte a miles de hombres y ven en ello un mérito. Son unos bribones y unos cobardes, Sonia... No iré. ¿Qué quieres que les diga? ¿Que he escondido el dinero debajo de una piedra por no atreverme a quedármelo? —Y añadió, sonriendo amargamente—: Se burlarían de mí. Dirían que soy un imbécil al no haber sabido aprovecharme. Un imbécil y un cobarde. No comprenderían nada, Sonia, absolutamente nada. Son incapaces de comprender. ¿Para qué ir? No, no iré. No seas niña, Sonia.

—Tu vida será un martirio —dijo la joven, tendiendo hada él los brazos en una súplica desesperada.

—Tal vez me haya calumniado a mí mismo —dijo, absorto y con acento sombrío—. Acaso soy un hombre todavía, no un gusano, y me he precipitado al condenarme. Voy a intentar seguir luchando.

Y sonrió con arrogancia.

—¡Pero llevar esa carga de sufrimiento toda la vida, toda la vida...!

—Ya me acostumbraré —dijo Raskolnikof, todavía triste y pensativo.

Pero un momento después exclamó:

—¡Bueno, basta de lamentaciones! Hay que hablar de cosas más importantes. He venido a decirte que me siguen la pista de cerca.

—¡Oh! —exclamó Sonia, aterrada.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas? Quieres que vaya a presidio, y ahora te asustas. ¿De qué? Pero escucha: no me dejaré atrapar fácilmente. Les daré trabajo. No tienen pruebas. Ayer estuve verdaderamente en peligro y me creí perdido, pero hoy el asunto parece haberse arreglado. Todas las pruebas que tienen son armas de dos filos, de modo que los cargos que me hagan no puedo presentarlos de forma que me favorezcan, ¿comprendes? Ahora ya tengo experiencia. Sin embargo, no podré evitar que me detengan. De no ser por una circunstancia imprevista, ya estaría encerrado. Pero aunque me encarcelen, habrán de dejarme en libertad, pues ni tienen pruebas ni las tendrán, te doy mi palabra, y por simples sospechas no se puede condenar a un hombre... Anda, siéntate... Sólo te he dicho esto para que estés prevenida... En cuanto a mi madre y a mi hermana, ya arreglaré las cosas de modo que no se inquieten ni sospechen la verdad... Por otra parte, creo que mi hermana está ahora al abrigo de la necesidad y, por lo tanto, también mi madre... Esto es todo. Cuento con tu prudencia. ¿Vendrás a verme cuando esté detenido?

—¡Sí, sí!

Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el temporal a una costa desolada. Raskolnikof miraba a Sonia y comprendía lo mucho que lo amaba. Pero —cosa extraña— esta gran ternura produjo de pronto al joven una impresión penosa y amarga. Una sensación extraña y horrible. Había ido a aquella casa diciéndose que Sonia era su único refugio y su única esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una parte de su terrible carga, y ahora que Sonia le había entregado su corazón se sentía infinitamente más desgraciado que antes.

—Sonia —le dijo—, será mejor que no vengas a verme cuando esté encarcelado.

Ella no contestó. Lloraba. Transcurrieron varios minutos.

De pronto, como obedeciendo a una idea repentina, Sonia preguntó:

—¿Llevas alguna cruz?

Él la miró sin comprender la pregunta.

—No, no tienes ninguna, ¿verdad? Toma, quédate ésta, que es de madera de ciprés. Yo tengo otra de cobre que fue de Lisbeth. Hicimos un cambio: ella me dio esta cruz y yo le regalé una imagen. Yo llevaré ahora la de Lisbeth y tú la mía. Tómala —suplicó—. Es una cruz, mi cruz... Desde ahora sufriremos juntos, y juntos llevaremos nuestra cruz.

—Bien, dame —dijo Raskolnikof.

Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró la mano que había tendido.

—Más adelante, Sonia. Será mejor.

—Sí, será mejor —dijo ella, exaltada—. Te la pondrás cuando empiece tu expiación. Entonces vendrás a mí y la colgaré en tu cuello. Rezaremos juntos y después nos pondremos en marcha.