—No es nada, no es nada... He aquí lo que te quería decir...

Una sombra de sonrisa jugueteó unos segundos en sus labios.

—¿Te acuerdas de lo que quería decirte ayer?

Sonia esperó, visiblemente inquieta.

—Cuando me fui, te dije que tal vez te decía adiós para siempre, pero que si volvía hoy te diría quién mató a Lisbeth.

De pronto, todo el cuerpo de Sonia empezó a temblar.

—Pues bien, he venido a decírtelo.

—Así, ¿hablaba usted en serio? —balbuceó Sonia haciendo un gran esfuerzo—. Pero ¿cómo lo sabe usted? —preguntó vivamente, como si acabara de volver en sí.

Apenas podía respirar. La palidez de su rostro aumentaba por momentos.

—El caso es que lo sé.

Sonia permaneció callada un momento.

—¿Lo han encontrado? —preguntó al fin, tímidamente.

—No, no lo han encontrado.

—Entonces, ¿cómo sabe usted quién es? —preguntó la joven tras un nuevo silencio y con voz casi imperceptible.

Él se volvió hacia ella y la miró fijamente, con una expresión singular.

—¿Lo adivinas?

Una nueva sonrisa de impotencia flotaba en sus labios. Sonia sintió que todo su cuerpo se estremecía.

—Pero usted me... —balbuceó ella con una sonrisa infantil—. ¿Por qué quiere asustarme?

—Para saber lo que sé —dijo Raskolnikof, cuya mirada seguía fija en la de ella, como si no tuviera fuerzas para apartarla—, es necesario que esté «ligado» a «él»... Él no tenía intención de matar a Lisbeth... La asesinó sin premeditación... Sólo quería matar a la vieja... y encontrarla sola... Fue a la casa... De pronto llegó Lisbeth..., y la mató a ella también.

Un lúgubre silencio siguió a estas palabras. Los dos jóvenes se miraban fijamente.

—Así, ¿no lo adivinas? —preguntó de pronto.

Tenía la impresión de que se arrojaba desde lo alto de una torre.

—No —murmuró Sonia con voz apenas audible.

—Piensa.

En el momento de pronunciar esta palabra, una sensación ya conocida por él le heló el corazón. Miraba a Sonia y creía estar viendo a Lisbeth. Conservaba un recuerdo imborrable de la expresión que había aparecido en el rostro de la pobre mujer cuando él iba hacia ella con el hacha en alto y ella retrocedía hacia la pared, como un niño cuando se asusta y, a punto de echarse a llorar, fija con terror la mirada en el objeto que provoca su espanto. Así estaba Sonia en aquel momento. Su mirada expresaba el mismo terror impotente. De súbito extendió el brazo izquierdo, apoyó la mano en el pecho de Raskolnikof, lo rechazó ligeramente, se puso en pie con un movimiento repentino y empezó a apartarse de él poco a poco, sin dejar de mirarle. Su espanto se comunicó al joven, que miraba a Sonia con el mismo gesto despavorido, mientras en sus labios se esbozaba la misma triste sonrisa infantil.

—¿Has comprendido ya? —murmuró.

—¡Dios mío! —gimió, horrorizada.

Luego, exhausta, se dejó caer en su lecho y hundió el rostro en la almohada.

Pero un momento después se levantó vivamente, se acercó a Raskolnikof, le cogió las manos, las atenazó con sus menudos y delgados dedos y fijó en él una larga y penetrante mirada.

Con esta mirada, Sonia esperaba captar alguna expresión que le demostrase que se había equivocado. Pero no, no cabía la menor duda: la simple suposición se convirtió en certeza.

Más adelante, cuando recordaba este momento, todo le parecía extraño, irreal. ¿De dónde le había venido aquella certeza repentina de no equivocarse? Porque en modo alguno podía decir que había presentido aquella confesión. Sin embargo, apenas le hizo él la confesión, a ella le pareció haberla adivinado.

—Basta, Sonia, basta. No me atormentes.

Había hecho esta súplica amargamente. No era así como él había previsto confesar su crimen: la realidad era muy distinta de lo que se había imaginado.

Sonia estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la habitación, se retorcía las manos. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo se sentó al lado de Raskolnikof, tan cerca que sus cuerpos se rozaban. De pronto se estremeció como si la hubiera asaltado un pensamiento espantoso, lanzó un grito y, sin que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas delante de Raskolnikof.

—¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? —exclamó, desesperada.

De pronto se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el cuello del joven.

Raskolnikof se desprendió del abrazo y la contempló con una triste sonrisa.

—No lo comprendo, Sonia. Me abrazas y me besas después de lo que te acabo de confesar. No sabes lo que haces.

Ella no le escuchó. Gritó, enloquecida:

—¡No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!

Y prorrumpió en sollozos.

Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikof. No se pudo contener. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de sus pestañas.

—¿No me abandonarás, Sonia? —preguntó, desesperado.

—No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor, Señor! ¡Qué desgraciada soy...! ¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no has venido antes? ¡Dios mío!

—Pero he venido.

—¡Ahora...! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos! —exclamó Sonia volviendo a abrazarle—. ¡Te seguiré al presidio!

Raskolnikof no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvieron a sonreír como tantas veces habían sonreído, con una expresión de odio y altivez.

—No tengo ningún deseo de ir a presidio, Sonia.

Tras los primeros momentos de piedad dolorosa y apasionada hacia el desgraciado, la espantosa idea del asesinato reapareció en la mente de la joven. El tono en que Raskolnikof había pronunciado sus últimas palabras le recordaron de pronto que estaba ante un asesino. Se quedó mirándole sobrecogida. No sabía aún cómo ni por qué aquel joven se había convertido en un criminal. Estas preguntas surgieron de pronto en su imaginación, y las dudas le asaltaron de nuevo. ¿Él un asesino? ¡Imposible!

—Pero ¿qué me pasa? ¿Dónde estoy? —exclamó profundamente sorprendida y como si le costara gran trabajo volver a la realidad—. Pero ¿cómo es posible que un hombre como usted cometiera...? Además, ¿por qué?

—Para robar, Sonia —respondió Raskolnikof con cierto malestar.