—He salido corriendo como una loca. ¿Qué ha pasado después? He estado a punto de volver, pero luego he pensado que usted vendría y...

Raskolnikof le explicó que Amalia Ivanovna había despedido a su familia y que Catalina Ivanovna se había marchado en busca de justicia no sabía adónde.

-¡Dios mío! -exclamó Sonia-. ¡Vamos, vamos enseguida!

Y cogió apresuradamente el pañuelo de la cabeza.

—¡Siempre lo mismo! —exclamó Raskolnikof, indignado—. No piensa usted más que en ellos. Quédese un momento conmigo.

—Pero Catalina Ivanovna...

—Catalina Ivanovna no la olvidará: puede estar segura —dijo Raskolnikof, molesto—. Como ha salido, vendrá aquí, y si no la encuentra, se arrepentirá usted de haberse marchado.

Sonia se sentó, presa de una perplejidad llena de inquietud. Raskolnikof guardó silencio, con la mirada fija en el suelo. Parecía reflexionar.

—Tal vez Lujine no tenía hoy intención de hacerla detener, porque no le interesaba. Pero si la hubiese tenido y ni Lebeziatnikof ni yo hubiéramos estado allí, usted estaría ahora en la cárcel, ¿no es así?

—Sí —respondió Sonia con voz débil y sin poder prestar demasiada atención a lo que Raskolnikof le decía, tal era la ansiedad que la dominaba.

—Pues bien, habría sido muy fácil que yo no estuviera allí, y en cuanto a Lebeziatnikof, ha sido una casualidad que fuese.

Sonia no contestó.

—Y si la hubieran metido en la cárcel, ¿qué habría pasado? ¿Se acuerda de lo que le dije ayer?

Ella seguía guardando silencio. El esperó unos segundos. Después siguió diciendo, con una risa un tanto forzada:

—Creía que me iba usted a repetir que no le hablara de estas cosas... ¿Qué? —preguntó tras una breve pausa—. ¿Insiste usted en no abrir la boca? Sin embargo, necesitamos un tema de conversación. Por ejemplo, me gustaría saber cómo resolvería cierta cuestión..., como diría Lebeziatnikof —añadió, notando que empezaba a perder la sangre fría—. No, no hablo en broma. Supongamos, Sonia, que usted conoce por anticipado todos los proyectos de Lujine y sabe que estos proyectos sumirían definitivamente en el infortunio a Catalina Ivanovna, a sus hijos y, por añadidura, a usted..., y digo «por añadidura» porque a usted sólo se la puede considerar como cosa aparte. Y supongamos también que, a consecuencia de esto, Poletchka haya de verse obligada a llevar una vida como la que usted lleva. Pues bien, si en estas circunstancias estuviera en su mano hacer que Lujine pereciera, con lo que salvaría a Catalina Ivanovna y a su familia, o dejar que Lujine viviera y llevase a cabo sus infames propósitos, ¿qué partido tomaría usted? Ésta es la pregunta que quiero que me conteste.

Sonia le miró con inquietud. Aquellas palabras, pronunciadas en un tono vacilante, parecían ocultar una segunda intención.

—Ya sabía yo que iba a hacerme una pregunta extraña —dijo la joven dirigiéndole una mirada penetrante.

—Eso poco importa. Diga: ¿qué decisión tomaría usted?

—¿A qué viene hacer esas preguntas absurdas? —repuso Sonia con un gesto de desagrado.

—Dígame: ¿dejaría usted que Lujine viviera y pudiese cometer sus desafueros? ¿Es que ni siquiera tiene valor para tomar una decisión en teoría?

—Yo no conozco las intenciones de la Divina Providencia. ¿Por qué me interroga sobre hechos que no existen? ¿A qué vienen esas preguntas inútiles? ¿Acaso es posible que la existencia de un hombre dependa de mi voluntad? ¿Cómo puedo erigirme en árbitro de los destinos humanos, de la vida y de la muerte?

—Si hace usted intervenir a la Providencia divina, no hablemos más —dijo Raskolnikof en tono sombrío.

Sonia respondió con acento angustiado:

—Dígame francamente qué es lo que desea de mí... Sólo oigo de usted alusiones. ¿Es que ha venido usted con el propósito de torturarme?

Sin poder contenerse, se echó a llorar. Él la miró tristemente, con una expresión de angustia. Hubo un largo silencio.

Al fin, Raskolnikof dijo en voz baja:

—Tienes razón, Sonia.

Se había producido en él un cambio repentino. Su ficticio aplomo y el tono insolente que afectaba momentos antes habían desaparecido. Hasta su voz parecía haberse debilitado.

—Te dije ayer que no vendría hoy a pedirte perdón, y he aquí que he comenzado esta conversación poco menos que excusándome. Al hablarte de Lujine y de la Providencia pensaba en mí mismo, Sonia, y me excusaba.

Trató de sonreír, pero sólo pudo esbozar una mueca de impotencia. Luego bajó la cabeza y ocultó el rostro entre las manos.

De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia Sonia le traspasó el corazón. Asombrado, incluso aterrado de este descubrimiento inaudito, levantó la cabeza y observó atentamente a la joven. Vio que fijaba en él una mirada inquieta y llena de una solicitud dolorosa, y al advertir que aquellos ojos expresaban amor, su odio se desvaneció como un fantasma. Se había equivocado acerca de la naturaleza del sentimiento que experimentaba: lo que sentía era, simplemente, que el momento fatal había llegado.

Bajó de nuevo la cabeza y otra vez ocultó el rostro entre las manos. De pronto palideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronunciar palabra, fue maquinalmente a sentarse en el lecho. Su impresión en aquel momento era exactamente la misma que había experimentado el día en que, de pie a espaldas de la vieja, había sacado el hacha del nudo corredizo, mientras se decía que no había que perder ni un segundo.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Sonia, llena de turbación.

Raskolnikof no pudo pronunciar ni una palabra. Había pensado dar «la explicación» en circunstancias completamente distintas y no comprendía lo que estaba ocurriendo en su interior.

Sonia se acercó paso a paso, se sentó a su lado, en el lecho, y, sin apartar de él los ojos, esperó. Su corazón latía con violencia. La situación se hacía insoportable. Él volvió hacia la joven su rostro, cubierto de una palidez mortal. Sus contraídos labios eran incapaces de pronunciar una sola palabra. Entonces el pánico se apoderó de Sonia.

—¿Qué le pasa? —volvió a preguntarle, apartándose un poco de él.

—Nada, Sonia. No te asustes... Es una tontería... Sí, basta pensar en ello un instante para ver que es una tontería —murmuró como delirando—. No sé por qué he venido a atormentarte —añadió, mirándola—. En verdad, no lo sé. ¿Por qué? ¿Por qué? No ceso de hacerme esta pregunta, Sonia.

Tal vez se la había hecho un cuarto de hora antes, pero en aquel momento su debilidad era tan extrema que apenas se daba cuenta de que existía. Un continuo temblor agitaba todo su cuerpo.

—¡Cómo se atormenta usted! —se lamentó Sonia, mirándole.