Se volvió y se dirigió a la puerta resueltamente.

.—¡Dunia! —la llamó su hermano, levantándose también y yendo hacia ella—. Ya habrás visto que Rasumikhine es un hombre excelente.

Un leve tabor apareció en las mejillas de Dunia.

—¿Por qué lo dices? —preguntó, tras unos momentos de espera.

—Es un hombre activo, trabajador, honrado y capaz de sentir un amor verdadero... Adiós, Dunia.

La joven había enrojecido vivamente. Después su semblante cobró una expresión de inquietud.

—¿Es que nos dejas para siempre, Rodia? Me has hablado como quien hace testamento.

—Adiós, Dunia.

Se apartó de ella y se fue a la ventana. Dunia esperó un momento, lo miró con un gesto de intranquilidad y se marchó llena de turbación.

Sin embargo, Rodia no sentía la indiferencia que parecía demostrar a su hermana. Durante un momento, al final de la conversación, incluso había deseado ardientemente estrecharla en sus brazos, decirle así adiós y contárselo todo. No obstante, ni siquiera se había atrevido a darle la mano.

«Más adelante, al recordar mis besos, podría estremecerse y decir que se los había robado.»

Y se preguntó un momento después:

«Además, ¿tendría la entereza de ánimo necesaria para soportar semejante confesión? No, no la soportaría; las mujeres como ella no son capaces de afrontar estas cosas.»

Sonia acudió a su pensamiento. Un airecillo fresco entraba por la ventana. Declinaba el día. Cogió su gorra y se marchó.

No se sentía con fuerzas para preocuparse por su salud, ni experimentaba el menor deseo de pensar en ella. Pero aquella angustia continua, aquellos terrores, forzosamente tenían que producir algún efecto en él, y si la fiebre no le había abatido ya era precisamente porque aquella tensión de ánimo, aquella inquietud continua, le sostenían y le infundían una falsa animación.

Erraba sin rumbo fijo. El sol se ponía. Desde hacía algún tiempo, Raskolnikof experimentaba una angustia completamente nueva, no aguda ni demasiado penosa, pero continua e invariable. Presentía largos y mortales años colmados de esta fría y espantosa ansiedad. Generalmente era al atardecer cuando tales sensaciones cobraban una intensidad obsesionante.

:Con estos estúpidos trastornos provocados por una puesta de sol —se dijo malhumorado— es imposible no cometer alguna tontería. Uno se siente capaz de ir a confesárselo todo no sólo a Sonia, sino a Dunia.»

Oyó que le llamaban y se volvió. Era Lebeziatnikof, que corría hacia él.

—Vengo de su casa. He ido a buscarle. Esa mujer ha hecho lo que se proponía: se ha marchado de casa con los niños. A Sonia Simonovna y a mí nos ha costado gran trabajo encontrarla. Golpea con la mano una sartén y obliga a los niños a cantar. Los niños lloran. Catalina Ivanovna se va parando en las esquinas y ante las tiendas. Los sigue un grupo de imbéciles. Venga usted.

—¿Y Sonia? —preguntó, inquieto, Raskolnikof, mientras echaba a andar al lado de Lebeziatnikof a toda prisa.

—Está completamente loca... Bueno, me refiero a Catalina Ivanovna, no a Sonia Simonovna. Ésta está trastornada, desde luego; pero Catalina Ivanovna está verdaderamente loca, ha perdido el juicio por completo. Terminarán por detenerla, y ya puede usted figurarse el efecto que esto le va a producir. Ahora está en el malecón del canal, cerca del puente de N., no lejos de casa de Sonia Simonovna, que está cerca de aquí.

En el malecón, cerca del puente y a dos pasos de casa de Sonia Simonovna, había una verdadera multitud, formada principalmente por chiquillos y rapazuelos. La voz ronca y desgarrada de Catalina Ivanovna llegaba hasta el puente. En verdad, el espectáculo era lo bastante extraño para atraer la atención de los transeúntes. Catalina Ivanovna, con su vieja bata y su chal de paño, cubierta la cabeza con un mísero sombrero de paja ladeado sobre una oreja, parecía presa de su verdadero acceso de locura. Estaba rendida y jadeante. Su pobre cara de tísica nunca había tenido un aspecto tan lamentable (por otra parte, los enfermos del pecho tienen siempre peor cara en la calle, en pleno día, que en su casa). Pero, a pesar de su debilidad, Catalina Ivanovna parecía dominada por una excitación que iba en continuo aumento. Se arrojaba sobre los niños, los reñía, les enseñaba delante de todo el mundo a bailar y cantar, y luego, furiosa al ver que las pobres criaturas no sabían hacer lo que ella les decía, empezaba a azotarlos.

A veces interrumpía sus ejercicios para dirigirse al público. Y cuando veía entre la multitud de curiosos alguna persona medianamente vestida, le decía que mirase a qué extremo habían llegado los hijos de una familia noble y casi aristocrática. Si oía risas o palabras burlonas, se encaraba en el acto con los insolentes y los ponía de vuelta y media. Algunos se reían, otros sacudían la cabeza, compasivos, y todos miraban con curiosidad a aquella loca rodeada de niños aterrados.

Lebeziatnikof debía de haberse equivocado en lo referente a la sartén. Por lo menos, Raskolnikof no vio ninguna. Catalina Ivanovna se limitaba a llevar el compás batiendo palmas con sus descarnadas manos cuando obligaba a Poletchka a cantar y a Lena y Kolia a bailar. A veces se ponía a cantar ella misma; pero pronto le cortaba el canto una tos violenta que la desesperaba. Entonces empezaba a maldecir de su enfermedad y a llorar. Pero lo que más la enfurecía eran las lágrimas y el terror de Lena y de Kolia.

Había intentado vestir a sus hijos como cantantes callejeros. Le había puesto al niño una especie de turbante rojo y blanco, con lo que parecía un turco. Como no tenía tela para hacer a Lena un vestido, se había limitado a ponerle en la cabeza el gorro de lana, en forma de casco, del difunto Simón Zaharevitch, al que añadió como adorno una pluma de avestruz blanca que había pertenecido a su abuela y que hasta entonces había tenido guardada en su baúl como una reliquia de familia. Poletchka llevaba su vestido de siempre. Miraba a su madre con una expresión de inquietud y timidez y no se apartaba de ella. Procuraba ocultarle sus lágrimas; sospechaba que su madre no estaba en su juicio, y se sentía aterrada al verse en la calle, en medio de aquella multitud. En cuanto a Sonia, se había acercado a su madrastra y le suplicaba llorando que volviera a casa. Pero Catalina Ivanovna se mostraba inflexible.

—¡Basta, Sonia! —exclamó, jadeando y sin poder continuar a causa de la tos— No sabes lo que me pides. Pareces una niña. Ya lo he dicho que no volveré a casa de esa alemana borracha. Que todo el mundo, que todo Petersburgo vea mendigar a los hijos de un padre noble que ha servido leal y fielmente toda su vida y que ha muerto, por decirlo así, en su puesto de trabajo.

Aquel trastornado cerebro había urdido esta fantasía, y Catalina Ivanovna creía en ella ciegamente.

—Que ese bribón de general vea esto. Además, tú no te das cuenta de una cosa, Sonia. ¿De dónde vamos a sacar ahora la comida? Ya te hemos explotado bastante y no quiero que esto continúe...