«Voy a gritar dentro de un momento», pensó Margot.

Afortunadamente, habían introducido un cambio de plano, apareciendo ante los espectadores un pequeño velador del café, una botella en un cubo de hielo y el héroe, ofreciendo un cigarrillo a Dorianna y encendiéndoselo (gesto éste que, en la mentalidad de todos los productores, es un símbolo de recién nacida intimidad). Dorianna echaba atrás la cabeza, exhalaba el humo y sonreía por una comisura de la boca.

Alguien en la sala empezó a aplaudir y otros le imitaron. En ese momento apareció Margot, y los aplausos cesaron bruscamente. En la pantalla, Margot abrió la boca como nunca lo había hecho en la vida real, y luego, con la cabeza hundida entre los hombros y los brazos colgantes, pareciendo no tener huesos, salía a la calle otra vez.

Dorianna, la Dorianna auténtica de la fila anterior, se volvió y sus ojos brillaron alegremente en la semioscuridad.

—¡Bravo, pequeña! —dijo con su voz ronca.

Margot hubiera querido arañarle la cara.

A tal punto temía ahora su reaparición en la pantalla, que se sintió sin fuerzas, incapaz ya de rechazar y pellizcar la tenaz mano de Rex, quien sintió su cálido aliento en el oído cuando ella le dijo, con voz desmayada:

—Haz el favor de estarte quieto, o me cambiaré de asiento.

Él le dio unas palmaditas en las rodillas y retiró la mano.

La novia abandonada salió otra vez bajo el ojo impío de la cámara y, con cada uno de sus movimientos, Margot sentíase agonizar. Creyó encontrarse en el infierno, donde unos demonios alucinantes reproducían ante sus ojos la entraña insospechada de sus transgresiones terrenas. Aquellos gestos rígidos, desmañados, angulares... En su rostro abotagado le pareció reconocer la expresión de su madre cuando trataba de mostrarse gentil con algún inquilino importante.

—Una escena sumamente feliz —susurró Albinus inclinándose sobre ella de nuevo.

Rex se estaba aburriendo de estar sentado en la oscuridad, viendo una película mala y con un hombre voluminoso que se echaba a cada momento sobre él. Cerró los ojos y vio las pequeñas caricaturas en color que había estado haciendo para Albinus últimamente y meditó sobre el problema de cómo sacarle un poco más de metálico.

El drama estaba tocando a su fin. El héroe, abandonado por la vamp, se dirigía a una farmacia, bajo un aguacero muy cinematográfico, y compraba veneno, pero, recordando a su anciana madre, regresaba a su granja natal. Allí, entre cerdos y gallinas, su primitiva novia Margot, estaba jugando con su hijo natural, que no seguiría siéndolo por mucho tiempo, a juzgar por la forma en que el padre los miraba, escondido tras el seto. Era la mejor escena de Margot. Pero, al ver que la criatura se acercaba, ella, de repente y sin querer, agitaba la mano detrás de la espalda, sugiriendo una función inconfesable, y el niño se la quedaba mirando con recelo. Las risas retumbaron por toda la sala. Margot, incapaz de soportar aquello por más tiempo, empezó a llorar silenciosamente.

Tan pronto como encendieron las luces, Margot abandonó su asiento y cruzó apresurada hacia la salida. Con una mirada de afligida aprensión, Albinus salió tras ella.

Rex se levantó, desperezándose. Dorianna le tocó el brazo. Junto a ella estaba el hombre del orzuelo, bostezando.

—Un fracaso —dijo Dorianna, parpadeante—. La pobre idiota.

—¿Está usted satisfecha de su actuación? —preguntó Rex con curiosidad.

Dorianna se rió:

—Le confiaré un secreto: una verdadera actriz no puede estar satisfecha.

—Ni el público, algunas veces —dijo Rex con calma. De hecho, dígame, querida amiga, cómo dio usted con su nombre de guerra? Es algo que me inquieta.

—¡Oh!, ésa es una larga historia —contestó ella vehementemente—. Si viene usted un día a tomar el té conmigo, acaso le cuente algo acerca de él. El muchacho que me sugirió ese nombre se suicidó.

—¡Ah...! Es lógico. Pero lo que yo quería saber... Dígame, ¿ha leído usted a Tolstoy?

—¿«Alto estoy»? —preguntó Dorianna Karenina con los ojos muy abiertos—. No, me temo que no he leído ese libro. ¿Por qué me lo pregunta?

24

En casa de Albinus hubo escenas borrascosas, sollozos, lamentos, histeria. Margot se echó sobre el sofá, sobre la cama, sobre el suelo. Sus ojos despedían destellos de ira; una de sus medias se desprendió de la liga. El mundo estaba sumergido en lágrimas. Al tratar de consolaral, Albinus usó inconscientemente las mismas palabras con que en una ocasión había consolado a Irma, en que se magulló una rodilla, palabras que, después de la muerte de la niña, sonaban vacías.

Al principio, Margot vertió toda su ira sobre él; luego insultó a Dorianna con un lenguaje terrible, después de lo cual tomó al productor de su mano. De paso evocó la genealogía de Grossman, el hombre del orzuelo, aunque él nada tuviera que ver con todo lo ocurrido.

—Está bien —dijo Albinus por último—. Haré cuando esté en mi mano por ti. Pero, francamente, yo no creo que fuera un fracaso. Por el contrario, en varias escenas actuaste muy bien, por ejemplo, en la primera, ¿sabes?, en aquella en la que tú...

—¡Calla la boca! —gritó Margot, lanzándole una naranja.

—Pero escúchame, cielo. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que mi niña se sienta feliz. Ahora, cojamos un pañuelo limpio y sequemos esas lágrimas de una vez. Te voy a decir lo que haré. La película me pertenece; he pagado esa porquería, es decir, la porquería que Schwarz ha hecho de ella. Me negaré a permitir que se proyecte en parte alguna, y me la guardaré para mí, como recuerdo:

—No, quémala —sollozó Margot.

—Muy bien, la quemaré. Eso no le hará demasiada gracia a Dorianna, te lo aseguro. Y ahora, ¿estás satisfecha?

Ella siguió sollozando, pero más quedamente.

—Vamos, vamos, no llores más, querida. Mañana vas a ir a comprarte algo. ¿Te digo qué? Un gran auto de cuatro ruedas. ¿Habías olvidado eso? Vamos a ver, ¿no será divertido? Luego me lo enseñarás, y quizá —sonrió, izando las cejas, mientras arrastraba la palabra «quizá»— lo compre. Haremos kilómetros y más kilómetros. Verás la primavera en el Midi... ¿Eh, Margot?

—No se trata de eso.

—Se trata de que seas feliz. Y lo serás. ¿Dónde está ese pañuelo? Regresaremos en otoño; tú tomarás unas cuantas lecciones más sobre cine, y yo te buscaré un productor bueno de veras: Grossman, por ejemplo.

—No, él no —balbuceó Margot con un estremecimiento.

—Bueno, pues otro, entonces. Y ahora enjuga esas lágrimas, como una niña buena, e iremos a cenar. Por favor, pequeñina.