Margot entró rápidamente en el baño. Estaba lleno de vapor y de agua caliente. Cerró los grifos con ágiles movimientos.

—Me dormí —voceó quejumbrosamente a través de la puerta.

—Estás loca —dijo Albinus—. ¡Qué susto me has dado!

Los arroyuelos que lamían la alfombra gris se hicieron más tenues y se detuvieron. Albinus regresó ante el espejo y se enjabonó el cuello una vez más.

Al cabo de unos minutos, Margot salió del baño, fresca y radiante, y empezó a rociarse de polvo talco. Albinus, a su vez, fue a tomar un baño. La habitación rezumaba humedad. Llamó a la puerta de Rex.

—No le haré esperar —voceó—. Le dejo el baño libre dentro de un minuto.

—¡Oh, no se apresure, no se apresure! clamó Rex con una dicha nada sorprendente.

Durante la cena, Margot estuvo de excelente humor. Se sentaron en la terraza. Una mariposa blanca revoloteaba en torno a la lámpara y cayó sobre el mantel.

—Vamos a quedarnos aquí mucho, mucho tiempo —dijo Margot—. Este lugar me gusta horrores.

27

Pasó una semana, y otra. Los días eran rápidos. Había montones de flores y de extranjeros, y, a una hora de coche, una hermosa playa arenosa que se extendía entre rocas color rojo oscuro y el profundo azul del mar. Su hotel estaba rodeado de montículos cubiertos de pinos y era un buen edificio, de un estilo morisco que a Albinus le hubiera hecho rechinar los dientes de no haber sido tan feliz. Margot y Rex eran muy fefices también.

La admiraban muchos: la admiraba un fabricante de sedas, de Lyon, un inglés apacible que coleccionaba escarabajos, los jóvenes que jugaban al tenis con ella. Pero, indiferente a quien la mirara o bailase con ella, Albinus no sentía ninguna clase de celos. No dejaba de sorprenderle el recordar las angustias que había sufrido en Solfi: ¿por qué todo le había causado malestar entonces y por qué se sentía tan seguro de ella en la actualidad? No advirtió una cosa: que Margot ya no tenía deseo de agradar a los demás; sólo necesitaba un hombre: Rex. Y Rex era la sombra de Albinus.

Un día, los tres hicieron una larga excursión por las montañas, se perdieron y por último lograron bajar por un agreste camino de peñas que acabó de extraviarlos. Margot, que no estaba acostumbrada a caminar, se hirió en un pie, y los dos hombres la llevaron por turnos, tambaleándose bajo el peso de su carga, pues ninguno de los dos era demasiado atlético. A eso de las dos de la tarde alcanzaron un pueblo bañado en sol, y en él un autobús listo para partir hacia Rouginard; estaba aparcado en una plaza asfaltada, donde algunos hombres jugaban a los bolos. Margot y Rex se instalaron en el interior del coche; Albinus estaba a punto de hacer lo propio, pero, al advertir que el conductor no ocupaba aún su plaza y estaría atareado durante un rato ayudando a un granjero a subir dos enormes canastos en el vehículo, llamó a la ventana entreabierta junto a la que se sentaba Margot y le dijo que iba a beber algo. Entró en un pequeño bar, en la esquina de la plaza. Al acercarse al mostrador tropezó con un hombrecillo delicado, que vestía pantalones blancos de franela; estaba pagando apresuradamente. Se miraron.

—¿Usted aquí, Udo? —exclamó Albinus. Éste es un placer inesperado.

—Muy inesperado —dijo Udo Conrad. Está usted un poco más calvo, querido. ¿Se encuentra usted aquí con su familia?

—Pues, no... ¿Sabe?, paro en Rouginard y..

—¡Magnífico! También yo vivo en Rouginard —dijo Conrad—. ¡Cielos, el autobús está arrancando! Corra usted.

—Voy en seguida —dijo Albinus, apurando su cerveza.

Conrad salió escapado hacia el autobús y montó. Sonó la bocina. Albinus empezó a pagar con monedas francesas.

—No hay prisa —dijo el dueño del bar, un hombre melancólico de bigote ralo—. Primero dará la vuelta al pueblo y luego volverá a pararse en esta esquina, antes de salir hacia Rouginard.

—¡Ah, bien! —dijo Albinus—. Entonces tomaré otro trago.

Desde el dintel resplandeciente vio alejarse al autobús, chato y amarillo, a través de un laberinto de sombras de árboles, que parecieron mezclarse con el vehículo y disolverlo.

«¡Qué gracioso encontrar a Udo! —pensó Albinus—. Se ha dejado crecer una barbita rubia, como para compensar el cabello que yo he perdido. ¿Cuándo nos vimos por última vez? Hace seis años. ¿Me ha emocionado verle? En absoluto. Creí que vivía en San Remo. Un hombre extraño, endeble, atemorizado y no muy feliz. Celibato, fiebre de heno, detesta los gatos y el tictac de los relojes. Buen escritor. Un escritor delicioso. Es divertido que no tenga ni la más vaga idea de que mi vida ha cambiado. Es divertido que yo esté aquí, en pie, en este lugar caluroso y amodorrado donde no había estado en mi vida y adonde, probablemente, no volveré jamás. ¿Qué estará haciendo ahora Elisabeth? Vestido negro, manos ociosas. Mejor no pensar en eso.»

—¿ Cuánto tarda el autobús en dar la vuelta al pueblo? —preguntó en su francés lento, inseguro.

—Un par de minutos —dijo tristemente el dueño del bar.

«No está demasiado claro lo que hacen con esas bolas de madera —siguió pensando—. ¿De madera? ¿O es alguna clase de metal? Primero se las acoplan a la mano, luego las lanzan..., ruedan, se detienen. ¡Sería horrible que Udo entrase en conversación con la pequeña durante el camino, y ella se lo dijese todo antes que yo le explique...! ¿Lo hará? No sabría decir. Sin embargo, no es probable que hablen. Se sentía desdichada, la pobrecita, y permanecerá en su asiento, muy quieta.»

—Parece ser un pueblo muy grande, a juzgar por el tiempo que tarda el coche en dar la vuelta —comentó en voz alta.

—No le da la vuelta —dijo un viejo que fumaba en una pipa de arcilla, sentado en una mesa, detrás de él.

—Sí, la da —afirmó, contristado, el dueño del bar.

—Eso fue hasta el último sábado. Ahora sale directo.

—Bueno —dijo el dueño del bar—, yo no tengo ninguna culpa, ¿no es cierto?

—Pero, ¿qué hago yo ahora? —exclamó Albinus, desalentado.

—Tome el próximo —dijo el viejo juiciosamente.

Cuando llegó al hotel encontró a Margot tendida sobre una hamaca en la terraza, comiendo cerezas, y a Rex, sentado en traje de baño en el parapeto blanco, su larga espalda pilosa vuelta al sol. Un cuadro de feliz apacibilidad.

—Perdí el dichoso autobús —dijo Albinus con una forzada sonrisa.

—Sabía que te iba a ocurrir —dijo Margot.

—Dime, ¿viste a un hombre bajito, con una pequeña barbita rubia?

—Yo sí le vi —dijo Rex—. Se sentó detrás de nosotros. ¿Qué ocurre?