—Nada; es sólo un hombre que traté... hace muchos años.
28
A la mañana siguiente, Albinus hizo concienzudas pesquisas en la Oficina de Turismo y en una pensión alemana, pero nadie supo indicarle el paradero de Udo Conrad. «Al fin y al cabo, no tenemos mucho que decirnos —pensó—. Probablemente tropezaré con él otra vez, si nos quedamos aquí más tiempo. Y si no, tampoco importa mucho.»
Unos cuantos días después se despertó más temprano que de costumbre, y, abriendo los postigos de par en par, sonrió al tierno cielo azul y a las suaves laderas verdes, luminosas a pesar de la bruma, como si fuese un brillante frontispicio bajo papel de seda; sintió un fuerte deseo de escalar y caminar aspirando aquel aire que olía a tomillo.
Margot despertó.
—Aún es temprano... —dijo, adormecida.
Eran las ocho, aproximadamente. Albinus le propuso que se vistiese de prisa y se fueran a pasar el día fuera los dos, solos...
—Ve tú —murmuró ella, volviéndose del otro lado.
—¡Oh, haragana! —dijo Albinus, entristecido.
Bajó y alejóse a buen paso, dejando atrás las estrechas callejas, cortadas longitudinalmente en dos por el sol y la sombra mañaneros, y empezó el ascenso.
AI pasar ante una diminuta villa pintada en rosa pálido oyó el ruido de una podadera y vio a Udo Conrad, que estaba trabajando en un pequeño jardín rocoso. Siempre le habían gustado las plantas, Albinus lo recordaba.
—Por fin logro verle —dijo Albinus alegremente.
Udo se volvió, sin corresponder a su sonrisa.
—¡Oh! —dijo con sequedad—, no esperaba verle de nuevo.
La soledad le había hecho susceptible como una solterona y derivaba un placer morboso en sentirse ofendido.
—No sea usted tonto, Udo. —Albinus se acercó a él, apartando con cuidado el abundante follaje de una mimosa que se dobló a su paso—. Sabe usted perfectamente que no perdí el coche a propósito. Creía que daba la vuelta al pueblo antes de salir de él.
Conrad se suavizó un poco.
—No importa —dijo—; suele ocurrir así, uno encuentra a un amigo después de un largo intervalo y, de pronto, siente un deseo irrefrenable de quitárselo de encima. Supuse que no le agradaba la perspectiva de tener que charlar sobre los viejos tiempos en la prisión móvil de un autobús; y lo evitó usted limpiamente.
Albinus se rió.
—Lo cierto es que le he estado buscando como un loco estos últimos días. Al parecer, nadie conoce su paradero.
—Sí, hace muy poco que alquilé esta casita. ¿Y dónde se aloja usted?
—En el «Britannia». De verdad, Udo, estoy enormemente contento de verle. Tiene usted que hablarme de su vida.
—¿Quiere que demos un paseo? —propuso Conrad dubitativamente—. ¡Magnífico! Me pondré otros zapatos.
Regresó al cabo de un minuto, y ambos empezaron a remontar una carretera fresca y umbría que serpenteaba entre muros cubiertos de hiedra. El sol de la mañana no había rozado aún su asfalto añil.
—¿Y cómo está su familia? —preguntó Conrad.
Albinus titubeó un momento y dijo:
—Mejor que no me pregunte, Udo. Me han ocurrido algunas cosas terribles últimamente. Elisabeth y yo nos separamos el año pasado; luego, mi pequeña Irma murió de pulmonía. Preferiría no hablar de estas cosas, si no le importa.
—Lamento lo ocurrido —musitó Conrad.
Los dos hombres quedaron en silencio; Albinus acariciaba la idea de si no sería encantador y excitante hablar de su apasionada aventura a aquel viejo amigo suyo, que siempre le había tenido por un hombre tímido y comedido: pero lo dejó para más tarde. Conrad, por su parte, estaba pensando que había sido un error ofrecer aquel paseo: le gustaba más que la gente llevase la iniciativa y fuera feliz cuando compartían su compañía.
—No sabía que estuviese usted en Francia —dijo Albinus—. Pensé que habitualmente vivía usted en el país de Mussolini.
—¿Quién es Mussolini? —preguntó Conrad con cara de desconcertado mal humor.
—¡Ah!, siempre el mismo —dijo Albinus, riéndose—. No se aterre, no le voy a hablar de política. ¿Cómo va su trabajo? Su última novela era soberbia.
—Me temo que nuestra patria no está del todo capacitada para apreciar mis escritos. De buena gana escribiría en francés, pero me cuesta infinito separarme de la experiencia y riqueza amasadas desde que comencé a manejar nuestra lengua.
—Vamos, vamos. Hay montones de gente que adoran sus libros.
—No como los adoro yo. Pasará mucho tiempo, un siglo acaso, hasta que se aprecie mi obra. Es decir, si el arte de componer y leer no ha sido olvidado para entonces; y me temo que lo ha sido, y bastante concienzudamente, durante este último siglo, en Alemania.
—¿Cómo es eso? —preguntó Albinus.
—Verá, cuando una literatura se nutre casi exclusivamente de la vida y las vidas, esta muriendo. Y yo no creo en las novelas freudianas o en las novelas en torno a la apacible campiña. Puede usted argüir que no es la literatura en masa lo que cuenta, sino los dos o tres auténticos escritores que permanecen apartados, en el anonimato, inadvertidos por sus graves y pomposos contemporáneos. De todas formas, a veces esto es bastante descorazonador. Me enfurece ver la clase de libros que la gente toma en serio.
—No —dijo Albinus—, yo no coincido en absoluto con usted. Si nuestra época se interesa por los problemas sociales, no existe razón para que los escritores de talento no traten de ayudar. La guerra, la inquietud de la posguerra...
—Cállese usted —gimió Conrad dulcemente.
De nuevo quedaron en silencio. La carretera serpenteante les había llevado a un calvero entre pinos donde la algarabía de las cigarras era como un infinito enrollar y desenrollarse de algún juguete de cuerda. Un arroyo corría sobre piedras planas que parecían estremecerse bajo los nudos del agua. Se sentaron en el césped seco y oloroso.
—Pero, ¿no se siente usted un poco apátrida viviendo siempre en el extranjero? —preguntó Albinus mirando las copas de los árboles, que parecían algas flotando en agua azul—. ¿No añora usted el sonido de las voces alemanas?
—¡Oh!, verá usted, encuentro compatriotas de vez en cuando y algunas veces es divertido. He notado, por ejemplo, que los turistas alemanes se inclinan a pensar que no hay nadie que pueda entender su idioma.
—Yo no podría vivir siempre en el extranjero —siguió Albinus, descansando sobre su espalda y siguiendo soñadoramente con los ojos los perfiles de los golfos y lagunas y grietas que se formaban entre las ramas verdes.