—¿No tienes novia? —le preguntó ella, sonriendo.

—No, de momento no. La vida es muy dura algunas veces, Margot. Trabajo en una pastelería. Me gustaría tener una pastelería propia alguna vez.

—Sí, la vida suele ser dura —dijo Margot pensativamente, y, tras una breve pausa, llamó un taxi.

—Quizá algún día podramos... —empezó a decir Kaspar; pero no, nunca volverían a bañarse juntos en el lago.

«¡Que lastima de chica! —pensó, mientras miraba a Margot instalarse en el interior del auto. Debiera buscar un hombre sencillo y bueno. Aunque yo no me casaría con ella. Nunca sabría uno el terreno que pisaba...»

Se montó en la bicicleta y pedaleó vigorosamente tras el taxi hasta llegar al cruce. Margot dijo adiós con la mano, mientras él, con un giro gracioso, se internaba en una calle lateral.

26

Los neumáticos del coche devoraban una carretera orlada de manzanos primero y ciruelos más tarde. El tiempo era bueno, y hacia el anochecer la rejilla de acero del radiador aparecía llena de abejas muertas, libélulas y cigalas. Rex conducía maravillosamente, reclinado perezosamente en su asiento bajísimo, manipulando el volante oscilador con movimientos tiernos, casi soñadores. En la ventana trasera colgaba un mono de peluche señalando el Norte, del cual se alejaban velozmente los tres viajeros.

Más tarde, en Francia, vieron álamos a lo largo de los caminos; las mozas de los hoteles no comprendían a Margot, y esto la enfurecía. Habían decidido pasar la primavera en la Riviera italiana y remontar luego los lagos. Poco antes de alcanzar el litoral se detuvieron en Rouginard.

Llegaron allí con el crepúsculo. Una nube de albores anaranjados se retorcía en jirones navegando a través del cielo, sobre las montañas oscuras; en los cafés, diminutos, brillaban luces, y los plátanos del bulevar estaban envueltos en sombra.

Margot estaba fatigada e irascible, como le ocurría siempre al llegar la noche. Desde su partida, es decir, desde tres semanas antes, pues viajaban sin prisas, deteniéndose en una serie de lugares pintorescos con la misma vieja iglesia y la misma vieja plaza, no había estado sola con Rex un solo minuto. Cuando entraron en Rouginard, y mientras Albinus se extasiaba ante los perfiles de las colinas purpúreas, Margot murmuró entre dientes:

—Acelera, acelera de una vez.

Estaba al borde de las lágrimas. El coche se detuvo ante un gran hotel, y Albinus entró a preguntar si había habitaciones.

—Si esto sigue así mucho tiempo, me volveré loca —dijo Margot, sin mirar a Rex.

—Dale un somnífero —sugirió él—. Te lo conseguiré en la farmacia.

—Ya lo he intentado, pero no surte ningún efecto.

Albinus volvió un poco contrariado.

—Nada. Esto es agotador. Lo siento, querida.

Fueron a tres hoteles sucesivos, y todos estaban abarrotados. Margot se negó rotundamente a seguir hasta el próximo pueblo, pues, según dijo, las curvas de la carretera la ponían enferma. Estaba de tal humor que Albinus tenía miedo de mirarla. Por último, en el quinto hotel, les rogaron que montasen en el ascensor y subiesen a ver las únicas dos habitaciones disponibles. El ascensorista que les subió, un muchacho de piel aceitunada, se quedó plantado con su bello perfil vuelto hacia los cientes.

—Mire qué pestañas —dijo Rex dando a Albinus unos suaves golpecitos con el codo.

—¡Basta de idioteces! —exclamó Margot, de pronto.

La habitación que tenía cama de matrimonio no estaba del todo mal, pero Margot no dejó de dar golpecitos en el suelo con el tacón ni de repetir, en un tono bajo y huraño:

—Yo no me quedo aquí, yo no me quedo aquí.

—Pero si está la mar de bien, para una noche —dijo Albinus, suplicante.

La criada abrió una puerta interior que comunicaba con el baño, cruzó éste y, abriendo una segunda puerta, les mostró otro dormitorio.

Rex y Margot intercambiaron las miradas súbitamente.

—No sé si le importará compartir el baño con nosotros, Rex —dijo Albinus—. Cuando Margot lo toma por asalto, tarda lo suyo en salir, y lo deja todo inundado.

—Bueno —rió Rex—, ya nos arreglaremos de alguna forma.

—¿Está usted bien segura de que no hay ninguna otra habitación individual? —preguntó Albinus volviéndose a la criada.

Margot intervino apresuradamente.

—¡Qué tontería! —dijo—. Esto está bien. Yo me niego a seguir trotando más por ahí.

Y, mientras traían el equipaje, se dirigió a la ventana. En el cielo color ciruela brillaba una estrella grande, las negras copas de los árboles estaban en perfecta inmovilidad, los grillos cantaban..., pero ella no vio ni oyó nada.

Albinus empezó a desempaquetar su necesser, con los artículos de aseo.

—Antes que nada, voy a darme un baño —dijo Margot desnudándose a toda prisa.

—Adelante, pues —dijo Albinus jovialmente—. Me voy a afeitar. Pero no tardes; tenemos que cenar algo.

A través del espejo vio la blusa de Margot, su falda, un par de ligeras prendas interiores, una media y luego la otra, todo ello atravesando el aire velozmente.

—Desordenada —dijo, mientras se enjabonaba la barbilla.

Oyó cerrarse la puerta, el chirrido del pestillo y luego el agua, cayendo estrepitosamente.

—No hace falta que te encierres. No voy a sacarte —gritó él, en tono festivo, mientras se tersaba la mejilla con un dedo.

El agua fluía uniformemente tras la puerta cerrada. Albinus se raspó cuidadosamente la mejilla con una Gillettemuy cromada. Se preguntó si en aquel lugar tendrían langostas à la Américaine.

El agua siguió corriendo y su ruido crecía más y más. Albinus había dado la vuelta a la esquina, por así decirlo, y se disponía a regresar a su manzana de Adán, donde siempre queban algunos pelos rebeldes, cuando, de pronto advirtió que por debajo de la puerta se desliaba un reguero de agua que partía del cuarto de baño. El estrépito de los grifos había alcanzado ya su nota culminante. Se asustó.

—No puede haberse ahogado —murmuró, corriendo a la puerta y llamando con los nudillos.

Con ansiedad pregunto:

—Querida, ¿te encuentras bien? ¡Estás inundando la habitación!

No obtuvo respuesta.

—¡Margot, Margot! —gritó haciendo crujir el pomo e ignorante por completo de la extraña intervención que las puertas habían tenido en su vida y en la de ella.