Observaba con interés los sufrimientos de Albinus, que, en su opinión, era una acémila con pasiones simples y un conocimiento sólido en exceso, de la pintura; un idiota que creía, ¡pobrecillo!, haber alcanzado el pináculo de la desesperación humana, mientras que él reflexionaba, con agradable presentimiento, que, lejos de ser el límite, los padecimientos de Albinus eran sólo el primer acto del programa de una comedia delirante en la que a él, Rex, le había sido reservado un lugar en el palco privado del director de escena. El director de escena de esta representación no sería ni Dios ni el diablo. El primero era demasiado gris, venerable y anticuado, y su oponente estaba harto de pecados ajenos, se aburría a sí mismo, aburría a los demás y resultaba más átono que la lluvia..., eso, que la lluvia del alba en el patio de una prisión donde un pobre imbécil, agitado por la muerte, era puesto en manos del verdugo por haber asesinado a su abuela. El director de escena que Rex tenía previsto era un Proteo fantasmagórico, evasivo, doble, triple, mágico, la sombra de muchas bolas de cristal de color volando en elipse, el espectro de un juglar ante un telón rutilante... Esto, en cualquier caso, era lo que Rex barruntaba en sus muy raros momentos de meditación filosófica.

Tomaba la vida con ligereza, y el único sentimiento humano que nunca experimentara era su intensa pasión por Margot, que trataba de explicarse a sí mismo atribuyéndola a las formas de aquella diablesa, a algo contenido en el aroma de su piel, al epitelio de sus labios, la temperatura de su cuerpo. Pero esta explicación sólo era fragmentariamente cierta, el atractivo que se ejercían mutuamente estaba basado en una profunda afinidad de almas, por mucho que Margot fuera una pequeña y vulgar muchacha berlinesa y él, ¡bueno!, ¡un artista cosmopolita!

Cuando Rex les visitó aquel día, logró informar a Margot, mientras le ayudaba a ponerse la chaqueta, de que había alquilado una habitación, donde poder encontrarse sin que nadie les molestara. Ella le lanzó una mirada enfurecida, pues Albinus estaba palpándose los bolsillos apenas a diez pasos. Rex gorjeó añadiendo, sin apenas bajar la voz, que la esperaría allí todos los días, a una hora determinada.

—Estoy invitando a Margot a un rendez-vous, pero no quiere venir —dijo festivamente a Albinus mientras bajaban la escalera.

—Sus motivos tendrá —dijo Albinus pellizcando afectuosamente el carrillo de Margot—. Y ahora, vamos a ver qué clase de actriz eres —añadió poniéndose los guantes.

—Mañana a las cinco, ¿eh, Margot? —dijo Rex.

—Mañana la niña irá a elegir un coche —intervino Albinus—, razón por la cual no podrá ir a verle.

—Le sobrará tiempo durante la mañana. ¿Te va bien a las cinco, Margot? ¿O es que a determinadas señoritas no les rinde el negocio a esa hora?

De pronto, Margot se salió de madre.

—¡Vaya chiste idiota! —dijo entre dientes. Los dos hombres se rieron e intercambiaban miradas divertidas.

El portero, que estaba hablando con el cartero en la calle, los miró curiosamente al pasar.

—Y, parece increíble —dijo el portero cuando estuvo seguro de que ya no le oían—: la hija de ese caballero murió hace un par de semanas.

—¿Y quién es el otro? —preguntó su contertulio.

—No me lo pregunte a mí. Un querido de recambio, supongo. A decir verdad, me avergüenza que los otros vecinos puedan ver todo esto. Y, sin embargo, es un caballero rico y generoso. Lo que yo digo siempre: si quiere tener una fulana, bien pudo haber elegido una más alta y más gorda.

—El amor es ciego —declaró el cartero, pensativamente.

23

En la salita en que iba a ser proyectada la película ante una veintena de actores e invitados Margot sintió un estremecimiento gozoso a lo largo de la espalda. No lejos, advirtió al director cinematográfico en cuyo despacho hiciera una vez tan ridículo papel. El hombre, que, tenía un gran orzuelo en su párpado derecho, se acercó a Albinus, quien le presentó a Margot.

—Tuvimos una charla hace dos años —dijo con malicia.

—Cierto. La recuerdo a usted perfectamente —mintió, con una sonrisa cortés.

Tan pronto como hubieron apagado las luces, Rex, que estaba sentado entre Margot y Albinus, buscó a tientas la mano de ella y la apretó contra la suya. Dorianna Karenina, arrebujada en su suntuoso chaquetón de pieles, a pesar del calor que hacía en la sala, estaba sentada delante, entre el productor y el hombre del orzuelo, a quien trataba de hacerse simpática.

El título, y luego los nombres, se deslizaron con un retemblor tímido. La máquina ronroneaba suave y monótonamente, más bien como un aspirador distante. No había música.

Margot aparecía en la pantalla casi en el acto. Estaba leyendo un libro; lo dejaba caer y se abalanzaba hacia la ventana; su novio pasaba de largo, a caballo.

Margot quedó tan horrorizada que, de un tirón, liberó su mano de la de Rex. ¿Quién diablos era aquella criatura espantosa? Estaba torpe y fea. Con una boca hundida, extrañamente descompuesta, color negro sanguijuela, las cejas fuera de sitio y el vestido lleno de arrugas imprevistas, la chica de la pantalla miraba al frente como una salvaje, y luego se partía en dos, con el estómago apoyado en el alféizar y las nalgas vueltas al público. Margot rechazó la mano tanteante de Rex. Quería morder a alguien, o echarse al suelo y patear.

Aquel monstruo de la pantalla no tenía nada en común con ella, era horrible, horrible. En realidad, tenía el mismo aspecto que su madre, la portera, en su fotografía de boda.

«Quizá saldré mejor más adelante», pensó, con el ánimo oprimido.

Albinus se volvió hacia ella, abrazando casi a Rex al hacerlo, y musitó con ternura:

—Dulce, maravillosa; no tenía idea...

Estaba encantado de verdad: en cierta forma, aquello le recordó el pequeño cine «Argus», en que se vieron por primera vez, y le sorprendía que Margot actuase tan atrozmente, y, sin embargo, con aquel entusiasmo pueril, como una niña recitando un poema de onomástica.

También Rex estaba encantado. Nunca dudó que Margot sería un fracaso en la pantalla, y le constaba que se vengaría de Albinus por aquel fracaso. Al día siguiente, a guisa de reacción, asistiría a la cita. A las cinco en punto. Todo aquello era muy agradable. Su mano tanteó de nuevo, y, de pronto, sintió un pellizco violento.

Después de una corta ausencia, Margot reaparecía: iba deslizándose furtivamente por las calles, tanteando las paredes y mirando por encima del hombro (aunque, harto extrañamente sin causar la menor sorpresa a los transeúntes); entraba con sigilo en un café donde, según le habían dicho, podría encontrar a su amor en compañía de una vamp, Dorianna Karenina. Se introdujo en el local enseñando una espalda gorda y contrahecha.