—Por favor, no la apuñale —dijo Rex con arrobo.

—Fuera las manos —dijo Albinus.

Pero Margot gritó:

—No te atreverás a cortar la puntilla, ¿verdad? Corta el botón.

—¡Alto! El botón es mío —vociferó Rex.

Por un momento, pareció como si ambos hombres fueran a echarse encima de ella. Rex dio un tirón final, algo crujió y él quedó libre.

—Venga a mi estudio —dijo Albinus sombríamente.

«Ahora, firmes», pensó Rex; y recordaba una evasiva que en otra ocasión le ayudó a embaucar a un rival.

—Tenga la bondad de sentarse —dijo Albinus, frunciendo el ceño—. Lo que quiero decirle es bastante importante. Se refiere a esa exposición de White Raven. Antes me preguntaba si querría usted ayudarme. Como puede ver, estoy finalizando un artículo bastante involucrado y también bastante sutil; en él dispenso un rudo tratamiento a diversos expositores.

«¡Jo, jo! —pensó Rex—. De modo que por eso tenías esa expresión tan lúgubre. ¿Tinieblas en el erudito cerebro? ¿Las angustias de la inspiración? Delirante.»

—Ahora bien, lo que quisiera de usted —continuó Albinus— es que ilustrase mi artículo, sazonándolo con pequeñas caricaturas que den énfasis a las cosas que critico y satirizo: color y formas; es decir, lo que hizo usted una vez con Barcelo.

—Soy su hombre —dijo Rex—. Pero también yo tengo una pequeña petición. Estoy a la espera de diversos honorarios y he quedado escaso de dinero... ¿Podría usted hacerme un anticipo? Una tontería, digamos quinientos marcos, ¿le parece?

—Por supuesto. Y más si lo desea. De todos modos, fijará usted mismo el precio de sus dibujos.

—¿Es esto un catálogo? —preguntó Rex—. ¿Puedo echarle una ojeada? Chicas, chicas, chicas —continuó diciendo, con marcado disgusto, mientras consideraba las reproducciones. Chicas cuadradas, chicas oblicuas, chicas con elefantiasis...

—Pero, ¿cómo, por favor —preguntó Albinus pícaramente—, es que las chicas le hastían?

Rex le habló con toda franqueza.

—Bueno, supongo que eso es tan sólo una cuestión de gustos —dijo Albinus, que se enorgullecía de su amplitud de criterio—. Por supuesto, no le condeno a usted. En un tendero me repugnaría, pero en un pintor es del todo distinto, muy deleitable, en realidad, muy romántico; recordemos que la costumbre nos llega desde Roma. Sin embargo, puedo asegurarle que no sabe usted lo que se pierde.

—¡Oh, no, gracias! Para mí, una mujer es tan sólo un mamífero inofensivo, o una compañera agradable, a veces.

Albinus se rió.

—Bueno, en vista de que se muestra usted tan abierto sobre el asunto, déjeme que, a mi vez, le confiese algo. Aquella actriz, la Karenina, me dijo tan pronto como le vio que estaba segura de que el sexo débil le era a usted de todo punto indiferente.

«¡Magnífico!», pensó Rex.

20

Transcurrieron unos días. Margot tosía aún, Se quedó en casa y, sin otra cosa que hacer (la lectura no era su fuerte), se divirtió en la forma que Rex le había sugerido: descansando tranquilamente en un esplendoroso caos de cojines, consultaba la guía telefónica y llamaba a individuos desconocidos, a tiendas y a empresas comerciales. Encargó cochecitos de niños, violetas, y aparatos de radio, que debían ser enviados a direcciones escogidas al azar; tomó el pelo a probos ciudadanos y aconsejó a sus esposas que fueran menos crédulas; llamó al mismo número diez veces consecutivas, desesperando a los señores Traun, Baum & Käsebier. Le hicieron maravillosas declaraciones de amor y recibió denuestos aún más maravillosos. Albinus entró y se quedó mirándola afectuosamente, mientras ella encargaba un ataúd para cierta Frau Kirchof. Llevaba el kimono abierto, y movía sus pequeños pies con una alegría maliciosa y sus ojos oscilaban de un lado a otro, mientras escuchaba. Albinus, henchido de una ternura apasionada, se quedó inmóvil, un poco apartado, temeroso de acerase, temeroso de estropear el placer de su pequeña.

En aquel momento estaba relatando al profesor Grim la historia de su vida, implorándole que accediese a encontrarse con ella a media noche, mientras que, al otro extremo del hilo, el profesor debatía dolorosa y ponderativamente consigo mismo, tratando de dilucidar si aquella invitación era una burla o el resultado de su fama de ictiólogo.

Debido a los retozos telefónicos de Margot, Paul había tratado en vano, durante media hora, de ponerse en contacto con Albinus. Siguió llamando, y cada vez se encontraba con el mismo zumbido monótono.

Por último, se levantó, pero sintió un embate de vértigo y sentóse pesadamente de nuevo. Llevaba dos noches sin dormir; estaba enfermo y devorado por una tormenta de dolor; a pesar de ello, tenía que hacerlo, y lo haría. El persistente zumbido parecía dar a entender que el destino estaba resuelto a frustrar su intención, pero Paul era obstinado: si no podía de aquella forma ponerse en contacto con Albinus, probaría otra.

De puntillas, se acercó al cuarto de la niña, que estaba oscuro y, a pesar de la presencia de varias personas, silencioso. Vio la nuca de su hermana, su peineta y el chal de lana echado sobre sus hombros; y, súbitamente, se volvió con resolución, fue al recibidor, echó mano del abrigo (gimiendo y tragándose sus lamentos) y se marchó a buscar a Albinus.

—Espere —dijo al taxista al apearse delante del familiar edificio.

Empujaba ya la puerta de entrada cuando Rex llegó corriendo detrás. Ambos entraron a un tiempo. Se miraron el uno al otro y... (hubo un gran estallido de vítores cuando la pelota entró en la portería sueca).

—¿Va usted a ver a Herr Albinus? —preguntó Paul, descompuesto.

Rex sonrió y asintió con un gesto.

—Entonces permítame decirle que no recibirá visitas hoy. Soy el hermano de su esposa y tengo para él muy malas noticias.

—¿Quiere usted confiarme su mensaje? —requirió Rex afablemente.

Paul sufría deficiencia respiratoria. Se detuvo en el primer rellano. Con la cabeza gacha, como un toro, miró a Rex, que le miró a su vez, escrutando curiosa y ávidamente su empolvada cara, manchada de lágrimas.

—Le aconsejo que posponga su visita —dijo Paul, respirando con dificultad—. La niñita de mi hermano político se muere.

Continuó su ascensión y Rex le siguió. Oyendo aquellos impertinentes pasos a sus espaldas, Paul sintió que la sangre le subía a la cabeza, pero temiendo que su asma le jugase una mala pasada, se contuvo. Cuando alcanzaron la puerta del piso se volvió otra vez a Rex y anunció:

—No sé quién ni qué es usted, pero no logro entender su persistencia.