Apartó el embozo y fue de puntillas hasta la ventana. Al hacerlo, tropezó con la silla, y algo suave (su elefante) cayó al suelo con un golpe sordo; la nurseseguía roncando despreocupadamente. Abrió y en la habitación se introdujo una ráfaga deliciosa de viento helado. En la calle, entre la oscuridad, había un hombre mirando hacia arriba. Irma le observó, descubriendo con gran desencanto que no era su padre. El hombre se mantuvo allí mucho rato. Luego volvióse de espaldas, alejándose lentamente. Irma sintió congoja por él. Estaba tan aterida que apenas supo cerrar la ventana y, de nuevo en el lecho, no pudo entrar en calor. Por último se quedó dormida y soñó que estaba jugando al hockeycon su padre. Él se reía, resbalaba y caía en el suelo, sobre el trasero, perdiendo su sombrero de copa; ella también se cayó. El hielo era insoportable, pero no podía levantarse, y su bastón de hockeyse alejaba de ella, como una oruga ensortijada.

A la mañana siguiente la fiebre había subido hasta cuarenta, tenía la cara lívida y se quejaba de dolor en un costado. Llamaron al doctor inmediatamente.

El pulso de la paciente estaba a ciento veinte; al auscultarlo, el pecho sonaba sordo en el sitio que le dolía a Irma, y el estetoscopio reveló una crepitación suave. El médico recetó cataplasmas, fenacetina y un calmante. Elisabeth sintió de pronto que iba a volverse loca y que, después de todo lo ocurrido, el destino tenía derecho a torturarla de aquel modo. Con un gran esfuerzo, superó su zozobra al despedir al médico. Antes de marcharse, éste echó una ojeada a la nurse, pero en el caso de aquella mujer vigorosa no había motivo de alarma.

Paul le acompañó hasta el recibidor y preguntóle, con voz ronca —pues trataba de hablar bajo para disimular su resfriado—, si había algún peligro.

—Hoy volveré por aquí —le contestó el doctor lentamente.

«Siempre lo mismo —se dijo el viejo Lampert mientras bajaba las escaleras—. Siempre las mismas preguntas, las mismas miradas implorantes.» Consultó su agenda y se deslizó tras el volante de su coche. Cinco minutos más tarde entraba en otra casa.

Albinus le recibió con la abrigada chaqueta festoneada en seda que se ponía cuando trabajaba en su estudio.

—La pobre, no se siente muy bien desde ayer —dijo con aflicción—. Se queja de que le duele todo.

—¿Qué temperatura tiene? Lampert se preguntaba si debía decir a aquel cuitado amante que su hija había contraído una pulmonía.

—No, si es eso precisamente: no parece que tenga fiebre —dijo Albinus, alarmado—. Y me han dicho que la gripe sin síntomas de fiebre es especialmente peligrosa.

«¿Para qué decírselo? —pensó Lampert—. Ha abandonado a su familia sin ningún miramiento. Ya se lo dirán ellos si desean hacerlo. ¿Por qué voy a tener que mezclarme yo?»

—Bien —dijo Lampert con un suspiro—, démos una ojeada a nuestra encantadora inválida.

Margot estaba echada en un sofá, descompuesta y cejijunta, envuelta en un mantón de seda repleto de puntillas. Junto a ella estaba sentado Rex, con las piernas cruzadas, dibujando su linda cabeza en un envoltorio de cigarrillos.

«Una criatura adorable, sin duda alguna —se dijo Lampert—, pero hay algo de serpiente en ella.»

Rex se retiró a la habitación contigua, silbando. Albinus se paseaba muy cerca. Lampert examinó a su paciente. Un leve resfriado, eso era todo.

—Sería mejor que se quedase en casa dos o tres días —dijo Lampert—. A propósito: ¿cómo va la película? ¿Acabaron?

—Sí, por fortuna —contestó Margot, distribuyendo lánguidamente el chal en torno a ella—. Y el mes que viene harán una proyección en privado. Tengo que estar bien para entonces, ocurra lo que ocurra.

«Y lo que es más —reflexionaba Lampert, ajeno a las palabras de Margot—, esta puerca va a arruinarle.»

Cuando el doctor se hubo marchado, Rex regresó al lado de Margot y siguió dibujando ociosamente, sin dejar de silbar a través de sus dientes. Por unos momentos, Albinus permaneció en pie junto a él con la cabeza inclinada, siguiendo los rítmicos movimientos de aquella mano huesuda y blanca. Después se fue al estudio para concluir un artículo acerca de una exposición que estaba dando mucho que hablar.

—Es bastante divertido esto de ser el amigo de la casa —dijo Rex riendo secamente por un instante.

Margot le miró y dijo con enfado:

—Sí, te quiero, feo; pero no hay nada que hacer, tú lo sabes.

Rex retorció el envoltorio y lo tiró sobre la mesa.

—Escúchame, querida, tú tienes que venir a mis manos un día u otro; está claro. Desde luego, mis visitas a esta casa son cordialísimas, agradabilísimas y todo lo que quieras, pero el juego me está poniendo enfermo.

—En primer lugar, hazme el favor de no levantar la voz. No estarás contento hasta que hayamos hecho alguna idiotez. A la más mínima sospecha, me matará o me echará de la casa, y ni tú ni yo tendremos un céntimo.

—¿Matarte? —cloqueó Rex—. ¡Ésta sí que es buena!

—Haz el favor de callarte. ¿Es que no comprendes? Una vez se haya casado conmigo, estaré menos nerviosa y más libre de actuar como me convenga. De una esposa no puede desprenderse tan fácilmente. Además, está la película. Tengo una serie de planes.

—¡La película! —Rex rió de nuevo.

—Sí, ya lo verás. Estoy segura de que va a ser un gran éxito. Tenemos que esperar. Yo estoy tan impaciente como tú, amor mío.

Él se sentó al borde del sofá y le rodeó el hombro con el brazo.

—No, no —dijo ella, temblando y cerrando ya los ojos.

—Solamente un besito pequeño.

—Muy pequeño.

La voz de Margot era ahogada.

Se inclinó sobre ella, pero de pronto se abrió una puerta en la distancia, y oyeron acercarse a Albinus: alfombra, suelo, alfombra otra vez.

Rex intentaba alzarse cuando advirtió que el botón de su chaqueta había quedado prendido en la puntilla del hombro de Margot, que trató de desenredarlo con dedos ágiles. Él dio un tirón, pero la puntilla se negaba a ceder. Margot gruñó de rabia mientras tiraba del nudo con sus agudas uñas brillantes. En aquel mismo momento, Albinus entró en la habitación.

—No, no estoy abrazando a FräuleinPeters —dijo Rex con frialdad—. Simplemente, la estaba acomodando, cuando mi botón se quedó prendido, ¿ve usted?

Margot estaba aún luchando con la puntilla, sin levantar la mirada. La situación era en extremo grotesca, y Rex se sentía enormemente divertido.

Albinus sacó en silencio un grueso cortaplumas con una docena de hojas, una de las cuales era una pequeña lima. Probó, a su vez, pero se le rompió una uña. La farsa se desarrollaba estupendamente.