—¿Cuál? —preguntó Margot.

—Encantado de llevarte a casa; pero tú tendrás que pagar el taxi, querida.

19

Paul la siguió con la mirada, y los pliegues de grasa que sobresalían por encima del cuello de su camisa tomaron el color de la remolacha. A pesar de su naturaleza dulce, no le hubiera importado propinar a Margot lo que ella deseaba le propinaran a él. Se preguntó quién podía ser el que la acompañaba y dónde andaría Albinus. Estaba seguro de que su cuñado rondaba por alguna parte, y la idea de que Irma pudiera verle de pronto, se le hizo intolerable.

Se sintió muy aliviado cuando sonó el silbato y pudo escapar con la niña.

Llegaron a casa. Irma tenía aspecto de cansancio y, en respuesta a las preguntas de su madre sobre el partido, se limitó a asentir con la cabeza, sonriendo con aquel gesto misterioso que era su peculiaridad más encantadora.

—Es sorprendente la forma en que se deslizan sobre el hielo —dijo Paul.

Elisabeth le miró pensativamente, volviéndose luego hacia su hija.

—Es hora de ir a la cama, cielo.

—¡Oh, no! —imploró Irma, soñolienta.

—Es casi medianoche; nunca has estado levantada hasta tan tarde.

—Paul —dijo Elisabeth cuando su hija estuvo ya en la cama—, tengo la impresión de que algo ha sucedido. ¡He estado tan inquieta mientras permanecisteis fuera! ¡Dímelo, Paul!

—Pero si no tengo nada que decirte —contestó él poniéndose muy colorado.

—¿No encontrasteis a nadie? —aventuró ella—. ¿De verdad que no?

—¿Qué es lo que te ha metido esa idea en la cabeza?

Paul estaba totalmente desconcertado ante la sensibilidad casi telepática que había adquirido Elisabeth desde que se separó de su esposo.

—Lo estoy temiendo siempre —musitó ella mientras seguía con la cabeza un movimiento pendular.

A la mañana siguiente, Elisabeth fue despertada por la nurse, que entró en la habitación con un termómetro en la mano.

—Irma está mala, señora —dijo vivamente—. Tiene treinta y siete y décimas.

—Treinta y siete y décimas...

«He ahí por qué estaba tan inquieta ayer» pensó súbitamente.

Saltó de la cama y corrió al cuarto de la niña. Irma, echada de espaldas, tenía los ojos relucientes y fijos en el cielo raso.

—Un pescador y una barca —dijo señalando hacia el techo, donde los rayos de la lamparita de noche proyectaban una especie de imagen.

Era muy temprano y nevaba.

—¿Te duele la garganta, cariño? —preguntó Elisabeth mientras se abrochaba la bata.

Se inclinó sobre la carita afilada de la niña.

—Dios mío, ¡cómo le arde la frente! —exclamó, apartando de la ceja de la niña un mechón de fino cabello rubio.

—Y uno, dos, tres, cuatro juncos —dijo Irma tenuemente, mirando aún hacia arriba.

—Mejor sería que llamásemos al doctor —dijo Elisabeth.

—¡Oh!, no hace falta, señora —intervino la nurse—. Le daré un poco de té con limón y una aspirina. Todo el mundo tiene gripe, ahora.

Elisabeth llamó a la puerta de Paul, que se estaba afeitando y salió aún con el jabón en la cara. Volvieron a la habitación de Irma. Paul se cortaba a menudo al afeitarse, incluso empleando su navaja de seguridad, y una amplia mancha roja se extendía sobre la espuma de su mentón.

—Fresas y nata —dijo Irma cuando se inclinó sobre ella.

El doctor llegó hacia el anochecer, sentóse al borde de la cama y, con los ojos fijos en un ángulo de la habitación, empezó a contar las pulsaciones de niña. Irma miraba los cabellos blancos que brotaban en la cavidad de la grande y complicada oreja del médico y la vena en forma de W de su sien rosada.

—Bien —dijo el doctor mirándola por encima de sus gafas.

Luego indicó a la niña que se incorporase, mientras Elisabeth le levantaba la ropa. Su cuerpo era muy blanco y delgado, y sus paletillas, prominentes. El doctor aplicó su estetoscopio a la espalda de la niña y, después de respirar profundamente, le dijo que hiciera lo mismo.

—Bien —repitió.

Le dio golpecitos en distintas partes del pecho y le palpó el estómago con dedos fríos como el hielo. Por último se puso en pie, palmeó cariñosamente la cabeza de la niña, lavóse las manos y se bajó los puños. Elisabeth le hizo entrar en el estudio, donde, acomodándose, desenroscó su pluma estilográfica para llenar una receta.

—Sí —dijo—; hay una verdadera epidemia de gripe. Ayer tuvieron que cancelar un recital porque la cantante y el pianista la habían contraído.

A la mañana siguiente la temperatura de Irma era casi normal. Paul, sin embargo, estaba muy resfriado; tosía y no dejaba de llevarse el pañuelo a la nariz, pero se negó rotundamente a meterse en cama, asistiendo incluso a la oficina, como de costumbre. También la nursese pasó todo el día sorbiendo y dando estornudos.

Aquella noche, cuando Elisabeth extrajo el tubo de cristal del sobaco de su hija, tuvo una gran alegría: el mercurio apenas había pasado la línea roja de la fiebre. Irma parpadeó; la luz la deslumbraba; volvióse cara a la pared En la habitación se hizo de nuevo la oscuridad Todo estaba tibio, ordenado. Irma se durmió pronto, pero hacia la medianoche despertó de un sueño vagamente desagradable. Tenía sed y buscó a tientas el pegajoso vaso de limonada que estaba sobre la mesilla, lo vació y lo repuso con cuidado, chasqueando tenuemente los labios.

La habitación le parecía más oscura que de costumbre. Al otro lado de la pared, la nurseroncaba violentamente, casi estáticamente. Irma la escuchó. Esperaba el amistoso chirrido del tren, que emergía de bajo tierra, muy cerca de la casa; pero no lo oyó. Quizá era demasiado tarde y los trenes habían dejado de circular. Descansaba con los ojos abiertos. De pronto sonó en la calle un silbido familiar de cuatro notas. Así era exactamente como silbaba su padre al regresar, para indicarles que dentro de un instante estaría con ellos y que podría servirse la cena. Pero aquél no era su silbido, sino el de un hombre que, desde dos semanas antes, visitaba a la señora del cuarto piso (se lo contó la hija del portero, que le sacó la lengua cuando ella dijo que era estúpido llegar tan tarde). También sabía que no debía hablar de su padre, que estaba viviendo con una amiguita: esto lo coligió de un diálogo entre dos señoras que, en cierta ocasión, bajaban la escalera delante de ella.

Se repitió el silbido bajo la ventana, y esto hizo pensar a Irma: «¿Quién sabe? A lo mejor es papá, en realidad. Y nadie le va a abrir, quizá me dijeron a propósito que era un extraño.»