Ella se había desprendido y desapareció en la primera esquina. Rex se lanzó detrás.

—¿Qué diablos te pasa? —Estaba perplejo.

Margot apretó el paso. Él la alcanzó de nuevo.

—¡Vente conmigo, tonta! —dijo Rex—. Mira, aquí tengo una cosa... —Sacó su cartera.

Inesperadamente, Margot le dio una bofetada.

—Eso que llevas en el dedo pincha. —Le hablaba con tranquilidad.

Margot corrió a la entrada de la casa y abrió. Rex trató de echarle algo a la cabeza, pero, de pronto, alzó los ojos.

—¡Ah!, conque ése es el jueguecito, ¿eh? —dijo reconociendo el portal al que acababan de regresar.

Margot abrió la puerta de par en par, sin volverse.

—Ten, tómalo —dijo él brutalmente.

Y como ella no lo hizo, se lo metió en el cuello de pieles.

La puerta hubiera dado un golpe terrible de no haber sido de aire comprimido. Él quedó allí, plantado, oprimiéndose el labio inferior, sin saber qué decisión tomar, y por último se marchó.

Margot atravesó la oscuridad a la carrera, subiendo hasta el primer rellano. Sentía un desmayo. Se sentó en un peldaño y lloró como no había llorado jamás, ni siquiera en aquella ocasión, cuando él la dejó. Notó algo punzante junto a su cuello. Era un pedazo de papel arrugado. Oprimió el conmutador de la luz y vio que tenía en la mano un dibujo al lápiz de una muchacha sentada de espaldas, con los hombros y las piernas desnudas, en una cama, cara a la pared. Debajo se leía una fecha, escrita en lápiz, primero, y vuelta a escribir luego, en tinta, el día, mes y año en que la había abandonado. Aquélla era la razón por la que le había dicho que no se volviera. ¿De verdad, no habían pasado más que dos años desde aquel día?

La luz se apagó con un chasquido, y Margot se apoyó en la valla del ascensor. Lloraba de nuevo. Lloraba porque él la había abandonado aquella vez, porque durante todo el tiempo que mediaba hubiera podido ser feliz, de haberse él quedado, y porque, en tal caso, hubiese escapado de los dos japoneses, del viejo y de Albinus. Y lloró, también, porque, durante la cena, Rex le había manoseado la rodilla derecha y Albinus la izquierda, los dos a un tiempo, como si ei paraíso hubiera estado a su derecha y el infierno a su izquierda.

Se enjugó la nariz en la manga y, avanzando en la oscuridad, pulsó de nuevo el conmutador. La luz la calmó un poco. Examinó el sketchuna vez más, reflexionando que, por mucho que significara para ella, sería peligroso conservarlo; lo rompió en pedazos, que echó por el hueco del ascensor. Esto le hizo pensar en su más remota niñez. Sacó su espejito de bolsillo, se empolvó la cara con un suave movimiento circular y, cerrando el bolso con un «clic» resuelto, echó a correr escalera arriba.

—¿Por qué has llegado tan tarde? —preguntó Albinus.

Estaba ya en pijama.

Ella le explicó, jadeante, que le fue difícil quitarse a Ivanoff de encima, pues insistía en querer llevarla a casa en su coche.

—¡Cómo centellean los ojos de mi bella! —murmuró Albinus—. ¡Y qué acalorada y rendida está! Mi bella ha bebido.

—No, déjame sola esta noche —replicó Margot quedamente.

—Cielo, por favor —imploró Albinus—. ¡Lo he esperado tanto!

—Espera un poco más aún. Primero quiero saber una cosa: ¿has hecho algo acerca del divorcio ya?

—¿El divorcio? —repitió él, anonadado.

—Algunas veces no logro entenderte, Albert. Al fin y al cabo, hemos de poner las cosas en su sitio, ¿no es cierto? ¿O es que quizá te propones dejarme dentro de algún tiempo para volver con tu Elisabeth?

—¿Dejarte?

—No repitas mis palabras, idiota. No te acercarás hasta que me hayas dado una respuesta concreta.

—Muy bien —dijo él—. El lunes voy a hablar con mi abogado.

—¿Es eso cierto? ¿Lo prometes?

18

A Axel Rex le alegraba hallarse de nuevo en su tierra natal. Las cosas le habían ido mal últimamente. Era como si los goznes de la suerte no funcionasen, y él la dejó abandonada en el barro, igual que a un coche estropeado. Recordaba, por ejemplo, aquella pelea con el editor que no supo apreciar su último chiste, que, por otra parte, él no propuso para su publicación. En general, todo habían sido peleas. Peleas en las que salió a relucir una rica solterona, una dudosa («aunque muy divertida», pensó Axel, apenado) transacción monetaria, una conversación con ciertas autoridades, sobre el tema de los extranjeros indeseables. La gente fue descortés con él, pero los perdonaría sin ningún rencor. Era divertida la forma en que los demás admiraban su trabajo y, casi sin transición, pasaban a darle de bofetadas.

Lo peor de todo, sin embargo, era el asunto de su situación económica. La fama (no exactamente en aquella escala mundial en que se la atribuyó el idiota de la fiesta del día anterior, pero fama, al fin y al cabo) le había reportado una buena cantidad de dinero durante algún tiempo, y, en aquel momento, en que se encontraba un poco extraviado y confuso respecto a su carrera de caricaturista, en Berlín, donde el humor popular estaba, como siempre, al nivel de los chistes de suegras, tendría aquel dinero o, cuanto menos, parte de él, de no haber sido un jugador.

Sintió un gusto desmedido por el bluffdesde su más tierna infancia, por lo que no podía sorprender que su juego de cartas favorito fuera el póquer. Lo jugaba donde quiera que encontrase compañeros, y lo jugaba incluso en sueños, con personajes históricos, con algún primo lejano en quien, en la vida real, nunca pensaba, o con personas que, también en la vida real, se hubiesen negado rotundamente a permanecer en la misma habitación que él. Aquella noche tomó en sueños sus naipes, hizo con los cinco un montoncito y, uno a uno, los extendió ante sus ojos, amagadamente, viendo con placer un comodín con su capuchón de cascabeles, y luego otro, y otro, y así hasta que, según separaba los naipes con un leve movimiento de pulgar e índice, descubrió que estaba en posesión de cinco comodines. «¡Magnifico:», dijo para si, sin albergar ninguna sorpresa ante tal pluralidad, haciendo con calma su primera apuesta, que Enrique VIII (de Holbein), con sólo cuatro reinas, dobló. Al despertar, tenía la misma expresión que si hubiese jugado la partida realmente.

La mañana helada era tan oscura que tuvo que encender la lamparilla de su mesita de noche. Los cristales de la ventana estaban sucios. Pensó que podían haberle dado una habitación mejor por su dinero (dinero que, por otra parte, quizá no vieran nunca); y de repente, con una conmoción dulce, pensó también en el curioso encuentro de la víspera.

Por lo regular, Rex evocaba sus aventuras amorosas sin demasiado sentimentalismo. Margot era una excepción. En el curso de aquellos dos últimos años la había recordado a menudo, contemplando con algo muy parecido a la melancolía aquel rápido croquis al lápiz; extraño sentimiento éste, porque Axel era, por decir de él lo mejor, un cínico.