«¡Mal síntoma!», pensó Albinus.

Margot insistió, para que él no estuviera presente durante el rodaje, porque la pondría nerviosa. Además, si lo veía todo de antemano, la película no le causaría ninguna sorpresa luego (y a Margot le gustaba dar sorpresas a la gente). Sin embargo, a Albinus le producía gran placer verla a escondidas, cuando ella asumía poses dramáticas, ante aquel espejo de cuerpo entero que giraba entre dos postes. Observándola, un día, una tabla del entarimado crujió bajo sus pies, y Margot le lanzó un cojín rojo y le hizo jurar que no había visto nada.

Albinus solía llevarla al estudio en un coche y la iba a buscar a la salida. En una ocasión le dijeron que el ensayo se prolongaría aún unas dos horas; se fue a dar un paseo y se metió en el barrio en que vivía Paul. Súbitamente sintió el deseo acuciante de ver a su pálida y delgada Irma: era, aproximadamente, la hora en que solía salir de la escuela. Al dar la vuelta a una esquina, medio imaginó verla a distancia, con la nurse; pero se sintió asustado y se alejó a paso rápido.

Aquel mismo día, Margot salió a su encuentro excitada y, alegre: había estado estupenda, y el rodaje concluiría pronto.

—Te diré lo que voy a hacer —dijo Albinus—. Invitaré a Dorianna a cenar. Daremos una gran cena, con algunos invitados interesantes. Ayer me telefoneó un artista que hace dibujos animados. Acaba de regresar de Nueva York y, a su modo, es lo que se dice un genio. Le haré venir también.

—Lo único que exijo es sentarme a tu lado —indicó Margot.

—Está bien; pero recuerda, cariño, que quiero que todos se enteren de que vives conmigo.

—¡Oh, tonto, si todos los saben! —dijo Margot mientras se oscurecía su rostro.

—Pero eso te pone a ti, no a mí, en una posición falsa. Tienes que darte cuenta de eso. A mí no me importa, por descontado; pero, por ti misma, hazme el favor de no portarte como la última vez.

—¡Es tan estúpido...! Y, además, existe una forma en que podríamos poner fin a estas cosas desagradables.

—¿Cómo?

—Si no comprendes... —dijo ella, dejando la frase en el aire. «¿Cuándo empezará a hablar del divorcio?», pensó.

—Sé razonable —dijo Albinus zalameramente—. Hago todo lo que me pides. Sabes mi bien, cielo..., gatito...

Gradualmente, había reunido un zoológico de apelativos cariñosos.

16

Todo estaba en su punto. En la bandeja del vestíbulo se habían agrupado las tarjetas con los nombres de los invitados, de tal forma que todo el mundo pudiera saber en seguida quién sería su compañero en la mesa: el doctor Lampert y Sonia Hirsh; Axel Rex y Margot Peters; Boris von Ivanoff y Olga Waldheim, y así sucesivamente. Un criado impresionante, contratado poco antes, que tenía cara de Lord inglés (o, cuando menos, tal pensaba Margot, poniendo en él sus ojos con frecuencia y no sin amabilidad), hacía entrar a las visitas con gran dignidad. El timbre sonaba a cada cinco minutos. En el salón había ya seis personas, además de Margot. Entró Ivanoff, Von Ivanoff, según él había juzgado conveniente hacerse llamar; era delgado, huraño, con mala dentadura, y lucía un monóculo. Luego, Baum, el autor, un individuo rubicundo, corpulento, bullicioso, de fuertes inclinaciones comunistas y cómoda renta, acompañado de su esposa, mujer de figura aún gloriosa que, en los agitados días de su juventud, había nadado en una piscina de cristal entre focas acróbatas. La conversación fluía ya muy animada. Olga Waldheim, una cantante de albos brazos, prominentes senos y cabello ondulado color mermelada de naranja, relataba, como de costumbre, crudas historias acerca de sus seis gatos persas. En pie y riendo, Albinus miraba a Margot a través del blanco cepillo que formaban los cabellos del doctor Lampert (excelente especialista de la garganta y mediocre violinista). Mirándola, Albinus pensó en lo bien que le sentaba a su cariño aquel vestido de tul negro con una dalia prendida en el pecho. En sus brillantes labios paseaba una sonrisa débilmente inofensiva, como si no estuviera del todo segura de si la estaban embromando, y sus ojos tenían aquella especial expresión de cervatillo, signo indudable de que estaba escuchando cosas para ella incomprensibles: en aquel caso, las opiniones de Lampert sobre la música de Hindemith.

De pronto advirtió que Margot se había sonrojado violentamente, poniéndose en pie. «¡Qué tontería! ¿Por qué se levanta?», pensó al ver entrar a nuevos invitados: Dorianna Karenina, Axel Rex y dos poetas mediocres.

Dorianna abrazó y besó a Margot, cuyos ojos brillaban tan vivamente como si hubieran estado llorando hasta poco antes. «¡Qué tontería! —pensó Albinus de nuevo—. Rendir pleitesía a esa actriz de segunda clase...» Dorianna era famosa por sus hombros exquisitos, por su sonreír de Mona Lisa y su profunda voz de granadero.

Albinus salió al encuentro de Rex, que no sabía del todo quién era su anfitrión y estaba frotándose las manos como si se las enjabonara.

—Encantado de verle, al fin —dijo Albinus—. ¿Sabe?, me había formado una impresión de usted totalmente contraria a la realidad. Le creí bajo, grueso, con gafas de concha; a pesar de que, por otra parte, su nombre me ha sugerido siempre un hacha. Señoras y señores, tienen ustedes delante al hombre que hace reír a dos continentes. —Luego le molestó pensar en su posible retruécano de la frase—. Deseémosle buena suerte en Alemania.

Rex, de cuyos ojos escapaban destellos, hizo breves reverencias, sin dejar de frotarse las manos un momento. Llevaba un sorprendente traje de etiqueta, en aquel mundo de mal cortadas chaquetas de ceremonia alemanas.

—Tome usted asiento, por favor —dijo Albinus.

—Creo que su hermana y yo nos hemos tratado alguna vez —dijo Dorianna con su profunda y maravillosa voz de bajo.

—Mi hermana está en el cielo —contestó Rex con gravedad.

—¡Oh!, lo siento.

—No nació nunca —añadió Rex sentándose en una silla junto a Margot.

Riendo, Albinus dejó vagar sus ojos hasta que dieron con ella. Estaba inclinada hacia su vecina, Sonia Hirsh, la maternal cubista de ordinarios rasgos, y, con una extraña actitud infantil, los ojos húmedos y parpadeantes, los hombros un poco encogidos, hablaba con rapidez. Albinus miró su orejita enrojecida, la vena en su cuello, la delicada sombra proyectada en sus pechos. Precipitadamente, febrilmente, con la mano apoyada en su mejilla llameante, se había embarcado en una verborrea absolutamente necia.

—Los criados roban mucho menos —farfullaba—, aunque, por supuesto, ninguno se atrevería a robar un verdadero cuadro. A mí me encantó uno, una vez, con hombres a caballo, pero cuando una ve tantos cuadros...

— FräuleinPeters —dijo Albinus en tono mas sosegado—, éste es el hombre que hace reír...