—Muy bonito, sin duda alguna —dijo ella ásperamente, mientras inspeccionaba la habitación del hotel en que se habían instalado —pero espero que comprenderás, Albert, que no podemos continuar de esta forma.

Albinus, que se estaba vistiendo para la cena, se apresuró a asegurarle que ya estaba dando pasos para alquilar un nuevo piso.

«¿Es que de verdad me toma por una tonta?», pensó Margot con fiero rencor.

—Albert, veo que no comprendes —suspiró hondo mientras se cubría el rostro con las manos—. Te avergüenzas de mí. —Le miraba por entre los dedos.

Alegremente, él trató de abrazarla.

—No me toques —exclamó ella, propinándole un buen codazo—. Tienes miedo de que te vean conmigo en la calle. Si estás avergonzado de mí, puedes dejarme e irte con tu Elisabeth. Eres muy dueño.

—Por favor, querida —suplicó él, desesperado.

Margot se echó en un sofá y logró romper en sollozos.

Albinus desplazó las rodillas de sus pantaIones, se puso de hinojos, y cuidadosamente trató de asir su hombro, que daba una sacudida cada vez que sus dedos se le aproximaban.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó suavemente—. ¿Qué es lo que quieres, Margot?

—Quiero vivir contigo a la luz del día —gimió ella—. En tu propia casa. Y alternar...

—Muy bien —dijo él poniéndose en pie y sacudiendo sus rodillas con la mano.

«Y dentro de un año te casarás conmigo —pensó Margot mientras seguía sollozando encantadoramente—; te casarás conmigo, a menos que, para entonces, yo esté ya en Hollywood, en cuyo caso puedes irte al diablo.»

—Si no dejas de llorar —dijo Albinus—, también yo voy a empezar a hacerlo.

Margot se incorporó, sonriendo lastimosamente. Las lágrimas no hacían sino aumentar su belleza. Su cara ardía, el iris de su ojo era deslumbrante y un gran lagrimón se estremecía al lado de su nariz: Albinus no había visto jamás lágrimas de aquel tamaño y brillantez.

15

De la misma forma que se había acostumbrado a no hablarle nunca de arte, de lo cual ella no conocía nada ni le importaba, él debía ahora aprender a esconderle las agonías que estaba sufriendo durante los primeros días de estar juntos en el viejo piso, donde había pasado diez años con su esposa. Por todas partes, los distintos objetos le recordaban a Elisabeth; los regalos de ella, los que él le había hecho. En los ojos de Frieda leyó una hosca censura; antes de que hubiera transcurrido una semana, la doncella se marchó, después de haber escuchado despectivamente a Margot, en su segundo o tercer estallido de cólera.

El dormitorio y el cuarto de la niña parecían contemplar a Albinus con un reproche conmovedor e inocente (en especial la alcoba, pues Margot había sacado prontamente todo lo que estaba en el cuarto de la niña, convirtiéndolo en sala de ping-pong). Pero la alcoba... La primera noche, Albinus creyó detectar el tenue aroma del agua de colonia de su esposa, y esto le deprimió, le confundió de tal forma que Margot se rió entre dientes de su inesperado recato.

La primera llamada telefónica fue una tortura. Un viejo amigo llamó para preguntar si lo había pasado bien en Italia, cómo se encontraba Elisabeth y si querría asistir con su esposa, las dos a solas, a un concierto que daban el domingo por la mañana.

—En realidad, vivimos separados, por el momento —dijo Albinus con un esfuerzo.

«¡Por el momento!», pensó Margot burlonamente, mientras se encogía ante el espejo para examinar su espalda, que, de morena, había pasado a ser dorada.

La noticia de su cambio de vida corrió muy pronto, aunque él deseaba de todo corazón que nadie supiera que su amante vivía bajo su techo; tomó la precaución, cuando empezaron a dar fiestas, de hacer que Margot se marchase con los demás invitados, para regresar diez minutos más tarde. Sintió un interés entristecido al notar la forma en que la gente olvidaba gradualmente preguntarle por su esposa; cómo algunos dejaron de visitarle; cómo unos pocos, las sanguijuelas inconmovibles, se mostraban sorprendentemente amistosos y cordiales; cómo la élite bohemia trataba de mostrarse igual que si nada hubiera pasado; finalmente, había algunos (condiscípulos, principalmente) que estaban dispuestos a seguir visitándole como antes, pero siempre sin sus esposas, entre las cuales parecía haberse extendido una notable epidemia de jaquecas.

Albinus llegó a acostumbrarse a la presencia de Margot en aquellas habitaciones, otrora tan llenas de recuerdos. No tenía ella más que cambiar de lugar algún fútil objeto para que éste perdiera su alma y se extinguiese el recuerdo; todo era cuestión de cuánto tardaría en trasladarlo todo, y, como sus dedos eran rápidos, su vida de antaño en aquellas doce habitaciones murió pronto. Si bien el piso era hermoso, ya no tenía nada en común con aquel en que había vivido con su esposa.

Una noche, mientras enjabonaba la espalda de Margot, después de un baile, y ella se divertía poniéndose en pie, en mitad del baño, sobre su enorme esponja (de la cual partían burbujas como del fondo de una copa de champaña), ella le preguntó, de pronto, si le parecía posible que pudiera llegar a ser artista de cine. El se rió y dijo, irreflexivamente (su cerebro estaba ocupado en otras cosas agradables):

—Desde luego; ¿por qué no?

Unos días más tarde, ella atacó de nuevo el tema, eligiendo esta vez un momento en que la mente de Albinus estaba más clara. Él se mostró encantado por su interés por el cine y empezó a desarrollar una cierta teoría favorita suya, sobre la opinión que le merecían los méritos comparativos del cine mudo y del sonoro.

—El sonido —dijo— matará al cine muy pronto.

—¿Cómo se hace una película? —interrumpió ella.

Él propuso llevarla a un estudio donde pudiera enseñárselo todo y explicarle el procedimiento. Después, las cosas se movieron muy rápidamente.

«Detente. ¿Qué estás haciendo? —se preguntó Albinus una mañana, al recordar que la noche anterior había prometido financiar una película que pensaba realizar un productor mediocre, a condición de que Margot recibiera el segundo papel femenino, el de una novia abandonada—. ¡Idiota de mí! El sitio estará infestado de actores jóvenes rebosando atractivo, y yo haré el ridículo si la acompaño a todas partes. Ahora bien —se consoló a sí mismo—, ella necesita alguna clase de ocupación que la distraiga, y si tiene que levantarse temprano, dejaremos de pasar todas las dichosas noches en el baile.»

El contrato fue firmado y empezaron los ensayos. Durante los dos primeros días, Margot llegó a casa enojada y resentida en extremo. Se quejaba de que la obligaban a repetir los mismos movimientos centenares de veces; que el director le gritaba; que le cegaban las luces. Tenía un solo consuelo: la actriz (bastante conocida) que interpretaba el papel de la protagonista, Dorianna Karenina, se mostraba encantadora con ella, alababa su trabajo y profetizaba que haría maravillas.