El dejó que un puñado de arena se deslizase como en el interior de un primitivo reloj, cayendo sobre su estómago. Margot abrió los oíos, parpadeó bajo el flamígero azul plata, sonrió y los cerró de nuevo.

Al cabo de un rato se incorporó y, con los brazos en torno a las rodillas, permaneció sentada, inerte. Albinus veía su espalda, desnuda hasta las caderas, y el destello de los granos de arena a lo largo de su columna vertebral. Se los sacudió suavemente. Su piel estaba sedosa y caliente.

—¡Qué azul está hoy el mar! —dijo Margot.

Y lo estaba realmente: azul púrpura, en la lejanía; azul pavo real, más hacia la playa; azul diamante, donde las olas captaban la luz. La espuma se remontaba, corría, descendía despacio; luego se retiraba, dejando un suave espejeo en la arena mojada que la próxima ola inundaba de nuevo. Un hombre velludo, con pantalones rojo naranja, estaba plantado en la orilla, limpiando sus gafas. Un muchachito gritaba alegremente cada vez que la espuma se introducía en la ciudad amurallada que había construido. Los alegres parasoles y las tiendas franjeadas parecían querer ser, en términos de color, lo que los gritos de los bañistas eran al oído. Una enorme pelota reluciente salió disparada de algún sitio y botó en la arena con un «tras, tras» metálico. Margot la apresó, se puso en pie y la mandó de regreso.

Esto permitió a Albinus ver su figura enmarcada en el alegre panorama playero; un panorama que apenas veía él, tan concentrada en Margot estaba su observación. Esbelta, quemada por el sol, con su negra melena y el brazo que mantenía aún extendido después de haber lanzado la pelota, se le antojó una viñeta de exquisitos colores que encabezaba el próximo capítulo de su nueva vida.

Ella se acercó mientras Albinus yacía cuán largo era (con una toalla sobre sus hombros de color salmón), observando los movimientos de su diminuto pie. Inclinándose sobre él, con un cloqueo berlinés, Margot le propinó un buen azote sobre sus repletos pantalones de baño.

—¡El agua está mojada! —exclamó.

Y, corriendo, internóse en los rompientes. Avanzaba contoneándose y balanceando sus brazos abiertos en cruz, al luchar contra el agua, a una profundidad de medio metro, para caer, más tarde, de cuatro pies, tratar de nadar, tragar agua, levantarse de nuevo y seguir adelante, rodeada de espuma, hasta cubrir la cintura. Él entró, salpicando, tras de ella. Margot se volvió hacia Albinus, riendo, escupiendo, apartando el mojado cabello de sus ojos. Trató de sumergirla, y la asió por el tobillo, mientras Margot pateaba y gritaba.

Una inglesa que, recostada en una tumbona, bajo una sombrilla malva, leía el Punch, se volvió a su marido, un hombre rubicundo con sombrero blanco que estaba sentado en la arena y le dijo:

—Mira al alemán retozando con su hija. Vamos, no seas tan cómodo. William. Lleve a los niños a que tomen un baño.

14

Más tarde, con sus chillones albornoces, remontaron una senda medio estrangulada por retamas y acebos. Allá lejos, una pequeña villa, cuyo alquiler era enorme, brillaba, blanca como el azúcar, entre negros cipreses. Enormes grillos se arrastraban sobre el sábulo. Margot trató de cogerlos. Se acuclillaba y extendía cuidadosamente el índice y el pulgar para apresarlos, pero los quebrados miembros del grillo daban una súbita sacudida, las azules alas en forma de abanico se agitaban y el insecto volaba tres metros más allá, para desaparecer tan pronto tocaba el suelo.

En la fresca estancia de rojas baldosas, en que la luz, penetrando por las grietas de los postigos, bailaba en los ojos y se proyectaba en brillantes franjas ante los pies, Margot, como una serpiente, se desprendió de su piel negra y, sin nada encima, a excepción de unas chinelas de altos tacones, paseaba por la habitación, arriba y abajo, comiendo un albérchigo sibilante, y franjas de sol cruzaban una y otra vez su cuerpo.

Por las noches había baile en el casino, el mar parecía más pálido que un cielo de bochorno, y, a lo lejos, las luces de un vapor centelleaban festivamente. Una mariposa torpe aleteaba en torno a una lámpara de pantalla rosa; Albinus bailó con Margot. Su cabeza, lisamente cepillada, apenas alcanzaba el hombro de él.

Muy poco después de su llegada ya tuvieron varios conocidos. Albinus sintió celos voraces, degradantes, al ver cuánto se estrechaba Margot a su pareja al bailar, especialmente sabiendo que no llevaba nada bajo su liviano vestido; sus piernas habían tomado un tinte tan bonito que no llevaba medias. Algunas veces, Albinus la perdía de vista. Entonces se levantaba y se ponía a pasear de un lado a otro, infatigable, golpeando un cigarrillo contra su pitillera. Errante, llegaba a una habitación donde jugaban a las cartas, salía a la terraza y regresaba otra vez con la convicción de que ella le estaba engañando —convicción que le excitaba extraordinariamente—. De pronto, ella aparecía sin poderse decir de dónde, y se sentaba a su lado, con su hermoso vestido resplandeciente, tomando un largo trago de vino. Él no dejaba entrever sus sentimientos, sino que golpeaba con nerviosismo, bajo la mesa, las rodillas de Margot, que entrechocaban, mientras ella le echaba hacia atrás riendo («un poco histéricamente», pensó él) alguna cosa, no demasiado divertida, que su última pareja de baile le había relatado.

La muchacha hizo lo imposible para seguirle siendo absolutamente fiel. Pero, a despecho de todo lo tierno y reflexivo que Albinus era haciendo el amor, Margot sabía, y lo había sabido en todo momento, que para ella sería siempre el amor menos «algo», mientras que el más leve contacto de su primer amante lo había sido «todo». Desgraciadamente, un joven austríaco que era el mejor bailarín de todo Solfi, y una estupenda pareja para jugar al ping-pong, tenía un cierto parecido con Miller; algo, en los fuertes nudillos de sus manos, en sus agudos y sardónicos ojos, evocaba cosas que era mejor olvidar.

Una cálida noche, entre dos bailes, se vio paseando con él por un oscuro rincón del jardín del casino. El torpe aroma dulzón de una higuera flotaba en el aire y había esa banal mezcla de luz de luna y música lejana que es apta para afectar a las almas simples.

—No, no... —murmuró Margot al sentir los labios del austríaco en su cuello, en su mejilla, mientras que sus sabias manos le acariciaban las piernas, subiendo—. No debieras...

Pero, echando atrás la cabeza, le devolvió ávidamente el beso. Él le hizo tan concienzudas caricias que Margot perdió las pocas fuerzas que le quedaban todavía; aunque consiguió liberarse a tiempo del abrazo y correr hacia la terraza, brillantemente iluminada.

Esta escena no se repitió. Margot se había enamorado tanto de la vida que Albinus podía ofrecerle (una vida plena del glamourde una película de primera categoría, con palmeras cimbreantes y rosas estremecidas, pues en cinelandia siempre hace viento) y tanto temía ver todo aquello desmoronarse, que no quiso correr ningún riesgo. De hecho, durante algún tiempo perdió, incluso, su principal característica, la confianza en sí misma. Sin embargo, la recobró al regresar a Berlín, en el otoño.