—¿Ah, sí? —Otto se insolentó—. Muy bien.

Guardó silencio; luego estrujó su gorra en la mano y miró al suelo. Entonces probó una última estratagema.

—Puede usted tener que pagar muy caro eso antes de salirse con la suya, Herr Schiffermiller. Mi hermana no es exactamente lo que usted cree. La llamé inocente, pero eso fue compasión fraternal. Se deja usted guiar demasiado fácilmente por su nariz, Herr Schiffermiller. Es divertidísimo oír que la llama usted suprometida. Me hace reír. Vamos, yo podría decirle una o dos cositas...

—No es necesario —replicó Albinus, ruborizándose—. Ella misma me ha contado todo lo que había que contar. Una criatura desgraciada a quien su familia no supo proteger. Por favor, váyase en el acto. Le abrió la puerta.

—Se arrepentirá usted de esto.

—Salga, o le echaré yo a patadas.

Albinus ponía el último y dulce toque a la victoria, por así decirlo.

Otto se retiró muy lentamente. Dotado de ese somero sentimentalismo peculiar del estrato burgués, Albinus, consternado, imaginó, de pronto, lo muy triste y fea que tenía que ser la vida de aquel muchacho. Antes de cerrar la puerta, sacó velozmente un billete de diez marcos y se lo puso a Otto en la mano.

Solo en el rellano, Otto examinó el billete; se quedó un momento sin saber qué hacer. Luego, pulsó el timbre.

—Pero, ¿otra vez aquí? —exclamó Albinus.

Otto extendió su mano y, en ella, el billete.

—No quiero sus propinas —gruñó, colérico—. Déselas, mejor, a los obreros en panne. Hay montones por ahí.

—Pero tómelo, por favor.

Albinus se sentía terriblemente incómodo. Otto se encogió de hombros.

—Un hombre pobre tiene su orgullo. Yo...

—Bueno, yo solo quería... —empezó a decir Albinus.

Otto restregó los pies, se metió el dinero en el bolsillo adustamente, y se fue escaleras abajo. Su honor social estaba satisfecho; podía ya permitirse satisfacer necesidades más humanas.

«No es mucho —se dijo—, pero es mejor que nada, de todos modos. Y me tiene miedo, ese ojos de pulpo, ese tartamudo.»

12

Desde el momento en que Elisabeth leyó la breve esquela de Margot, su vida se convirtió en uno de esos largos y grotescos acertijos que uno intenta solucionar en el aula de sueños del torpe delirio. Y, al principio, tuvo la sensación de que su esposo estaba muerto y la gente trataba de engañarla obligándola a pensar que tan sólo la había abandonado.

Recordaba como, aquella noche que se le antojaba tan remota, le besó en la frente antes de que se fuera, y cómo le dijo él, al agacharse: «De todas formas, es mejor que veas a Lampert. No puede seguir arañándose de esa forma.»

Aquéllas habían sido sus últimas palabras antes de morir; sencillas palabras hogareñas, referentes a una pequeña erupción brotada en el cuello de Irma. Y luego se fue para siempre.

La pomada de cinc curó el sarpullido en unos pocos días, pero ninguna pomada en eI mundo podía mitigar y desvanecer el recuerdo de su amplia frente blanca y la forma en que se había palpado los bolsillos al abandonar la habitación.

Durante los primeros días lloró tanto que se quedó sorprendida de la capacidad de sus glándulas lacrimales. ¿Saben los científicos cuánta agua salada puede fluir de los ojos de una persona? Y aquello le recordó que, un verano, en la costa italiana, bañaron a la niña en una tina de agua de mar (¡oh!, se podría llenar una tina mucho más grande con sus lágrimas, y bañar en ella a un gigante).

Con todo, su abandono de Irma le pareció mucho más monstruoso. Tal vez intentara recuperar a su hija. ¿Había sido prudente mandarla al campo sin otra compañía que la institutriz? Paul dijo que sí, y la instaba a que ella se reuniese con la niña. Pero no quiso ni oír hablar de ello. Aunque creía que nunca podría perdonar a su marido —no porque la hubiera humillado a ella (era demasiado orgullosa para dolerse de esto), sino porque se había rebajado a sí mismo—, Elisabeth seguía esperando, confiando, día a día, en que la puerta se abriera, como la noche bajo el trueno, y diera paso a su marido, pálido Lázaro, húmedos y hundidos sus azules ojos, sus ropas hechas jirones, sus brazos abiertos.

La mayor parte de las horas las pasaba sentada en sus habitaciones y, algunas veces, incluso en el vestíbulo —en cualquier lugar donde las muchas nieblas de sus pensamientos dieran en apoderarse de ella—, y evocaba este o aquel detalle de su vida matrimonial. Le pareció que Albinus había sido siempre infiel. Y entonces recordó y comprendió (como el que aprende un idioma nuevo puede recordar haber visto una vez un libro escrito en aquella lengua cuando no la conocía) las manchas rojas —rojos besos viscosos— que había advertido en una ocasión en el pañuelo de su esposo.

Paul hacía cuanto estaba en su mano para alejar los temores de su hermana. Nunca mencionaba a Albinus. Alteró algunas de sus costumbres favoritas (por ejemplo, la de pasar la mañana del domingo en los baños turcos); le llevaba revistas y novelas, y hablaban sobre su niñez, sobre sus padres, muertos hacía mucho tiempo, y sobre aquel rubio hermano suyo que les mataron en el Somme: un músico, un soñador.

Un cálido día de verano en que paseaban por el parque observaron a un monito que se le había escapado a su dueño, subiéndose a un alto olmo. Su pequeña cara negra, rodeada por una corona de pelusa gris, asomaba entre las hojas verdes; luego desapareció, e hizo crujir y moverse una rama, metros más arriba. En vano trató su dueño de hacerlo bajar por medio de un suave silbato, de una gran banana amarilla, de un espejito de bolsillo, del que logró reverberaciones, una y otra vez.

—No volverá; es inútil; no volverá jamás —murmuró Elisabeth.

Y rompió a llorar.

13

Bajo un cielo profundamente azul, Margot yacía extendida sobre la arena, sus miembros bronceados en un tono color miel; un cinturón de goma alegraba la negrura de su traje de baño: era un perfecto anuncio de playa. Tendido junto a ella, Albinus alzó su mejilla para contemplar, con infinita delicia, el brillo grasiento de sus párpados entornados y su carnosa boca maquillada. El negro cabello mojado estaba echado hacia atrás, partiendo de la frente redonda, y en sus orejillas relucían pequeños granos de arena. Si se miraba muy de cerca, podía advertirse un brillo iridiscente cerca de sus axilas, bajo sus pulidos hombros tostados. La ajustada prenda que se había puesto, que pretendía evocar a una foca, era inverosímilmente breve.