—Te voy a matar. ¡Que me cuelguen si no lo hago! —gritó Paul, todavía más fuertemente.

—Piensa en Frieda. Lo va a oír todo.

—¿Vas a darme una contestación?

Paul trató de asir la solapa de su americana, pero Albinus, con una sonrisa enfermiza, le golpeó la mano.

—Me niego a ser interrogado. Todo esto es doloroso en extremo. ¿No puedes admitir un terrible equívoco? Suponte...

¡Estás mintiendo! —rugió Paul golpeando el suelo con una silla—. ¡Sinvergüenza! Acabo de verla. Una pequeña ramera, que tendría que estar en un reformatorio. Sabía que mentirías, sinvergüenza. ¿Cómo pudiste hacer semejante cosa? Esto no es mero vicio, esto es...

—¡Basta ya! —interrumpió Albinus con voz casi inaudible.

Un camión cruzó la calle; los cristales trepidaron ligeramente.

—¡Oh, Albert! —dijo Paul de pronto, en un tono sosegado y melancólico—. ¡Quién lo hubiera dicho...!

Se marchó. Frieda sollozaba recatadamente. Alguien se llevó el equipaje. Luego, todo fue silencio.

10

Aquella tarde, Albinus hizo su maleta y se trasladó al apartamento de Margot. No le había sido fácil persuadir a Frieda para que se quedara en el piso vacío. Por último, se mostró de acuerdo cuando le propuso que su joven esposo, un probo sargento de la Policía, ocupara la habitación que fue de la nurse. Si alguien telefoneaba, tenía que decir que Albinus había partido inesperadamente para Italia, con su familia.

Margot le recibió fríamente. Aquella mañana había sido despertada por un gordo y airado caballero que buscaba a su hermano político; la insultó. La cocinera, una mujer notablemente fornida, le había echado.

—Este piso es sólo para una persona —dijo Margot mirando la maleta de Albinus.

—¡Oh, por favor! —murmuró él, miserablemente.

—De todas formas, tenemos que hablar de muchas cosas. Y no tengo ninguna intención de escuchar los insultos de tus estúpidos parientes.

Recorría la habitación en todas direcciones, enfundada en su bata de seda roja, con la mano derecha metida en su sobaco izquierdo y fumando vigorosamente un cigarrillo. El cabello, que le caía sobre la frente, le daba el aspecto de una gitana.

Después del té, Margot salió en coche a comprar un gramófono. ¿Por qué un gramófono? Y precisamente aquel día... Exhausto y con una fuerte jaqueca, Albinus descansaba en el sofá de la repugnante salita. Pensó: «Algo horrible ha ocurrido, pero, a pesar de todo, estoy tranquilo. El desmayo de Elisabeth duró veinte minutos, y, luego, estuvo gritando; probablemente, fue terrible oírla; pero estoy tranquilo. Ella sigue siendo mi esposa, y yo la amo, y, desde luego, me mataré si muere por culpa mía. Me pregunto cómo explicarían a Irma el traslado al piso de Paul y todas las prisas y la agitación. Fue desagradable la forma en que lo describió Frieda: "Y Madame gritó, y Madame gritó..." Sorprendente, porque Elisabeth no ha levantado la voz en su vida.»

Al día siguiente, mientras Margot estaba fuera, comprando discos, escribió una larga carta. En ella aseguraba a su esposa, con toda sinceridad, aunque tal vez en un estilo en exceso floriturado, que la adoraba como antes, a pesar de su pequeña fuga «que ha rasgado nuestra felicidad como el cuchillo de un loco rasga un cuadro». Albinus lloró. Estuvo escuchando, para asegurarse de que Margot no regresaba, y siguió escribiendo, sollozando y murmurando para sí mismo. Suplicaba a su esposa que le perdonara, pero en su carta no había ninguna indicación de si estaba dispuesto a abandonar a su amante.

No recibió respuesta alguna.

Entonces comprendió que, si no deseaba seguir atormentándose, tenía que borrar de su memoria la imagen de su familia y abandonarse totalmente a la fiera y casi mórbida pasión que el alegre encanto de Margot había excitado en él. Ella, por su parte, estaba siempre dispuesta a responder a sus requerimientos amorosos; era algo que, simplemente, la refrescaba; era juguetona y despreocupada; dos años antes, un doctor le había dicho que nunca podría tener hijos, y ella lo consideró una gran suerte.

Albinus la enseñó a bañarse diariamente, en lugar de lavarse las manos y el cuello, como había hecho hasta entonces. Sus uñas aparecían siempre limpias, y un rojo brillante cubría tanto las de sus manos como las de los pies.

Él no dejaba de descubrir nuevos encantos en Margot; pequeñas cosas conmovedoras que en otra muchacha le hubieran parecido toscas y vulgares. Las líneas infantiles de su cuerpo, su desvergüenza y el atenuamiento gradual de sus ojos (como si se estuvieran extinguiendo lentamente, al igual que las luces de un teatro), le llevaban a un tal frenesí que perdió el último vestigio de aquella cortedad que su compuesta y delicada esposa había exigido de sus abrazos.

No salía apenas de casa, por miedo a encontrar conocidos. Era con renuencia, y sólo por la mañana, que dejaba a Margot partir a la aventura, a la busca y captura de medias y ropas interiores de seda. La falta de curiosidad de su amiga le llenaba de estupor: nunca le preguntaba acerca de su vida de antaño. Algunas veces, Albinus trató de interesarla en su pasado, relatándole su niñez, hablándole de su madre, a quien recordaba vagamente, y de su padre, un pletórico caballero rural que había depositado su cariño en sus perros y en sus caballos, en su cebada y en sus cereales, y que murió súbitamente, de un acceso de risa viril, en el salón de billar donde un invitado estaba contando una historieta obscena.

—¿Qué historia era? Cuéntamela —pidió Margot. Pero él la había olvidado.

Le habló de su temprana pasión por la pintura, de sus obras, de sus descubrimientos; le explicó cómo pudo restaurarse un viejo cuadro, con la ayuda del ajo y la resina machacada, que convirtieron en polvo el viejo barniz, y cómo, bajo una gamuza humedecida en trementina, el ahumado de la grosera pintura sobrepuesta desapareció, dando a la luz la belleza original.

Margot se interesó, especialmente, en el valor comercial del cuadro.

Le habló de la guerra, y del frío cieno de las trincheras, preguntándole ella por qué, siendo rico, no se había colocado en algún sitio, en retaguardia.

—¡Qué gracioso es mi tesoro! —exclamó él, apretujándola.

Margot empezó a aburrirse por las noches. Echaba de menos el cine, los restaurantes de tono, la música negroide.

—Tendrás todo, absolutamente todo —dijo él— deja que me recupere, primero. Tengo toda clase de planes. Pronto iremos a la costa.

Echó una ojeada en torno a la salita de Margot, y se maravilló de cómo él, que se enorgullecía de no poder soportar nada de mal gusto, pudiese tolerar aquella cámara de los horrores. Todo, meditó, quedaba embellecido por su pasión.