Las veladas que su marido pasaba fuera de que, explicaba él, transcurrían entre algunos artistas interesados en aquella idea cinematográfica suya, no le merecieron nunca la más leve sospecha. Su irritabilidad y su inquietud las atribuía al tiempo, de lo más insólito teniendo en cuenta que estaban en mayo. A ratos hacía calor, a ratos caían torrentes de lluvia gélida, mezclada con granizo, que se estrellaban contra los alféizares como si fueran diminutas pelotas de tenis.

—¿Quieres que hagamos un viaje a algún sitio? —propuso ella, casualmente, un día-¿El Tirol? ¿Roma?

—Ve tú si lo deseas —contestó Albinus—. Tengo un trabajo horroroso, querida.

—¡Oh, no!, no era más que una idea —dijo ella.

Y salió para ir al Zoo con Irma, a fin de ver a un elefantito, que resultó tener apenas tronco y espalda festoneada a todo lo largo por una franja de pelos erizados.

Con Paul la cosa fue distinta. El episodio de la puerta cerrada le produjo un extraño malestar. Albinus, además de no naber querido notificarlo a las autoridades, se mostraba realmente molesto cuando se volvía al tema. De forma que Paul no lograba dejar de reflexionar sobre lo ocurrido. Trató de recordar si había visto algún tipo sospechoso al entrar en la casa y dirigirse al ascensor. Era muy observador. Por ejemplo, advirtió un gato que saltó al pasar él escapando, con pasos vacilantes, por entre los barrotes del barandal del jardín; una colegiala vestida de rojo, a quien abrió la puerta para que pasara, y una carcajada radiofónica procedente del receptor del portero, que, como de costumbre, lo tenía conectado en su cabina. Sí, el ladrón tuvo que escaparse escaleras abajo al subir él en el ascensor. Pero, ¿qué le hacía concebir aquel sentimiento de desasosiego?

La felicidad del matrimonio de su hermana era, para él, una cosa sagrada. Cuando, unos días más tarde, le pusieron al teléfono con Albinus, mientras éste se hallaba aún hablando, y cogió al vuelo ciertas palabras (el método clásico del destino: la indiscreción), estuvo a punto de tragarse un palillo con que se estaba hurgando los dientes.

—No me preguntes; no tienes más que comprar lo que quieras.

—Pero no ves, Albert... —dijo una voz femenina vulgar, caprichosa.

Con una sacudida de repugnancia, Paul colgó el auricular como si, inadvertidamente, hubiera cogido una culebra.

Aquella noche, de sobremesa con su hermana y su cuñado, no sabía de qué hablar. Se limitó a quedarse sentado, consciente de sí mismo, inquieto, frotándose el mentón, cruzando una y otra vez sus piernas gordezuelas, consultando su reloj y devolviéndolo al bolsillo de su chaleco. Era uno de esos seres sensibles que se avergüenzan, por un sentido de culpabilidad cuando otra persona comete un despropósito.

¿Podía aquel hombre, a quien amaba y reverenciaba, estar engañando a Elisabeth? «No, no, es un error, un tonto equívoco», se repetía al mirar a Albinus, que estaba leyendo un libro con semblante impávido, aclarándose la garganta de vez en cuando y cortando cuidadosamente las hojas con un cortapapeles de marfil. «¡Imposible! Esa puerta cerrada del dormitorio, se me ha quedado fija en la imaginación. Las palabras que oí admiten, sin duda, alguna explicación que revele su inocencia. ¿Cómo podría nadie engañar a Elisabeth?»

Ella estaba apoltronada en un ángulo del sofá, relatando, lenta y minuciosamente, el tema de una obra teatral que había visto. Sus ojos, pálidos, con los tenues barros debajo, eran tan cándidos como lo habían sido los de su madre, y su nariz, sin polvos, brillaba patéticamente. Paul sacudió la cabeza y sonrió. Por lo que a él respectaba, era como si Elisabeth estuviera hablando en ruso. Entonces, súbitamente y sólo por un segundo, captó la mirada de los ojos de Albinus, que le escrutaban por encima del libro que tenía en la mano.

8

Entretanto, Margot había alquilado el piso y procedió a comprar varios artículos domésticos, empezando por un refrigerador. Aunque Albinus le daba el dinero con esplendidez, con una emoción placentera, se lo entregaba por pura confianza, pues no sólo no había visto el piso, sino que ni siquiera conocía la dirección. Ella le dijo que sería divertido que no viera el piso en tanto no estuviese dispuesto totalmente.

Pasó una semana. Imaginaba que Margot le telefonearía el sábado. Estuvo todo el día esperando junto al teléfono, pero el aparato permaneció mudo. El lunes estaba ya convencido de que Margot le había tomado el pelo y se había esfumado para siempre. Por la tarde vino Paul. Éstas visitas eran un infierno para ambos, a aquellas alturas. Y para que nada faltase, Elisabeth no estaba en casa. Paul tomó asiento en el estudio, frente a Albinus. Fumó, y miró la punta de su cigarro. Había adelgazado últimamente. «Lo sabe todo —pensó Albinus—. Pero, ¿qué importa? Es un hombre; tiene que comprender.»

Irma entró saltando y el semblante de Paul esbozó una sonrisa. La sentó en su regazo y emitió un gracioso gruñidito cuando ella le dio un golpe casi imperceptible, con su pequeño puño, mientras se acomodaba.

Más tarde regresó Elisabeth de su partida de bridge. Al pensar en la cena y en la larga velada que la sucedería, Albinus pensó, súbitamente, que era más de lo que podía soportar. Dijo a su esposa que no iba a cenar en casa; ella le preguntó, bondadosamente, por qué na lo había dicho antes.

Tenía un único deseo: encontrar a Margot inmediatamente, sin que importara el precio. No tenía derecho a estafarle el destino que tanto le prometiera. Estaba tan desesperado que decidió dar un paso muy atrevido. Sabía la dirección del piso en que Margot vivía con su parienta. Allí se dirigió. Al atravesar el patio trasero vio a una sirvienta que hacía una cama, junto a una ventana abierta en la planta baja, y le preguntó.

—¿ FräuleinPeters? —repitió la criada, sos teniendo la almohada que había estado ahuecando—. ¡Oh!, creo que se ha trasladado. Pero mejor haría en averiguarlo usted mismo. Quinto piso, la puerta de la izquierda.

Una mujer desaliñada, con ojos inyectados en sangre, entreabrió la puerta sin quitar la cadena, y le preguntó qué deseaba.

—Quiero saber la nueva dirección de FräuleinPeters. Vivió aquí con su tía.

—¿Ah, sí? — dijo la mujer no sin curiosidad y con súbito interés, desenganchando la cadena.

Le hizo pasar a una pequeña salita donde todos los objetos se movían y trepidaban al menor movimiento. Sobre un pedazo de paño americano, con pardas manchas circulares, aparecía un plato de patatas aplastadas, una bolsa rota, con sal, y tres botellas vacías de cerveza. Con una sonrisa misteriosa, la mujer le invitó a sentarse.

—Si yo fuera su tía —dijo con un guiño—, probablemente no conocería su dirección. No ,-añadió con una cierta vehemencia—, no tiene ninguna tía.

«Está borracha», se dijo Albinus, hastiado. Y dirigiéndose a la mujer dijo en voz alta: