—Estás bromeando —dijo Paul, impresionado.

—No, no en absoluto. Estaba en mi estudio, oí algo raro en la puerta, y...

—Puede haberse llevado algo; miremos, y habrá que informar a la Policía por si acaso —dijo Paul.

—¡Oh!, no tuvo tiempo de nada —dijo Albinus—; todo ocurrió en un segundo; el susto que le di le hizo salir corriendo.

—¿Cómo era?

—Un hombre sencillo, con una gorra. Un larguirucho. Parecía muy recio.

—¡Pudo haberte herido! ¡Qué asunto más desagradable! Vamos; tenemos que dar un vistazo..

Recorrieron las habitaciones. Examinaron los cerrojos. Todo estaba en orden. Al pasar por la biblioteca, una súbita sacudida de horror conmovió a Albinus; allí, en un rincón, entre los estantes, justamente detrás de un marco de anaqueles giratorios, asomaba el extremo rojo chillón del vestido de Margot. Por fortuna, Paul no lo vio, a pesar de que estaba metiendo las narices a conciencia. En la estancia contigua había una colección de miniaturas y se puso a escudriñar inclinado tras el cristal.

—Ya basta, Paul —dijo Albinus con voz ronca—. No tiene sentido seguir buscando. Está claro que no se llevó nada.

—¡Qué aspecto tan agitado tienes! —exclamó Paul mientras volvían al estudio—. ¡Pobre chico! Mira, tienes que hacer cambiar la cerradura, o echar siempre el pestillo. ¿Qué hacemos con la Policía? ¿Quieres que yo me encargue...?

—Chitón.

Oyeron voces cerca, y entró Elisabeth, seguida de Irma, la institutriz y una de las amiguitas de la niña, una criatura obesa que, a pesar de su cara de boba, sabía ser escandalosa en extremo. Albinus tuvo la sensación de que todo aquello era una pesadilla. La presencia de Margot en la casa era algo monstruoso, intolerable... La criada volvió con los libros; no había encontrado la dirección. La pesadilla se hizo más alucinante. Sugirió que podían ir al teatro aquella noche, pero Elisabeth dijo que estaba cansada. Durante la cena estuvo tan ocupado manteniendo sus oídos en alerta de cualquier sonido sospechoso que ni siquiera advirtió lo que comía (que, a propósito, era ternera fría con pepinillos). Paul seguía mirando en torno suyo, emitiendo tosecitas, profiriendo susurros —si al menos aquel tonto entrometido se estuviera en su sitio, pensó Albinus, sin dar vueltas por todas partes—. Pero existía otra espantosa posibilidad: que las niñas rompieran a correr por todas las habitaciones; y no se atrevía a ir a cerrar la puerta de la biblioteca; eso podría redundar en complicaciones inimaginables. Gracias a Dios, la amiguita de Irma se marchó pronto, y acostaron a la niña. Pero la tensión se mantenía. Tenía la impresión de que todos, Elisabeth, Paul, la criada y él mismo, estaban trotando por toda la casa en lugar de mantenerse agrupados, que es lo que tenían que hacer para que Margot tuviera una oportunidad de escaparse; naturalmente, si era ésa su intención.

Por último, a eso de las once, Paul se marchó. Como de costumbre, Frieda pasó la cadena y echó el cerrojo. ¡Margot no podría salir ya!

—Tengo un sueño horrible —dijo Albinus a su esposa, bostezando nerviosamente.

Se fueron a la cama. En la casa, todo estaba tranquilo; Elisabeth, a punto de apagar la luz.

—Duerme —dijo Albinus—. Yo leeré un rato.

Ella sonrió amodorrada, ajena a la inquietud de su esposo.

—No me despiertes cuando vengas —murmuró.

Todo estaba demasiado quieto para ser natural. Parecía como si el silencio estuviera creciendo, creciendo, y que de pronto fuera a sobrepasar su propio margen y estallar en una carcajada. Había saltado de la cama y caminaba silenciosamente en pijama, con sus zapatillas de fieltro, corredor abajo. La pesadilla se había disuelto, convirtiéndose en una aguda y dulce sensación de absoluta libertad, propia de los sueños pecaminosos.

Albinus deshizo el cuello de su pijama mientras avanzaba. Temblaba de arriba a abajo. «Dentro de un momento, dentro de un momento será mía», pensó. Abrió cautelosamente la puerta de la biblioteca y encendió con ansiedad la tenue luz.

—Margot, pequeña loca —susurró, febril.

Pero no era más que un cojín de seda escarlata que él mismo había llevado allí, unos días antes, para reclinarse mientras consultaba la Historia del Artede Nonnenmacher (diez volúmenes, tamaño folio).

7

Margot informó a su patrona de que pronto se marcharía. En su visita al piso de Albinus comprendió la solidez de los bienes de su admirador. Además, a juzgar por la fotografía de su mesita de noche, la esposa no era en absoluto lo que ella había imaginado: una mujer grande y augusta con expresión entristecida y un puño de hierro. Por el contrario, aparentaba ser una especie de criatura desvaída y apacible a quien podría sacarse de en medio sin demasiado trabajo. Todo iba espléndidamente.

Y Albinus le gustaba de verdad: era un caballero apuesto, que olía a polvo de talco y a tabaco. Desde luego, no debía esperar que se repitiese el arrobo de su primera aventura amorosa. Y no se permitiría a sí misma pensar en Miller, en sus hundidas mejillas, blancas como la tiza, en su negro cabello desgreñado, en sus manos hábiles.

Albinus podría consolarla y mitigar su fiebre, como aquellas frescas hojas de llantén que eran tan agradables de aplicar a una región inflamada. Y había algo más: no sólo era un hombre de buena posición, sino que pertenecía a un mundo con fácil acceso a escenarios y palcos. A menudo, cuando estaba sola, ensayaba toda clase de maravillosas expresiones ante el espejo de su cómoda, y retrocedía ante el tambor de un revólver imaginario. Estaba convencida de poder reír afectadamente y esbozar pretenciosas sonrisas igual a cualquier actriz de la pantalla.

Después de una escrupulosa y agotadora búsqueda, encontró un apartamento muy lindo y no menos agradablemente emplazado. Albinus se mostró tan confuso, después de su visita, que ella se afligió por él y puso nuevos inconvenientes a tomar el grueso fajo de billetes que él embutió en su bolso durante su paseo vespertino. Además, le dejó que la besara al amparo de un porche. El fuego de este beso fulgía aún a su alrededor, al igual que una aureola de colores, cuando regresó a casa... No pudo dejarlo aparte en el recibidor, como hizo con su sombrero de fieltro negro, y al entrar en el dormitorio pensaba que su esposa habría de advertir aquel halo.

Pero a la plácida Elisabeth, a la Elisabeth de treinta y cinco años, nunca se le ocurrió que su marido pudiera engañarla. Le constaba que tuvo pocas aventuras antes de su matrimonio, y recordaba que ella misma, cuando era una muchachita, estuvo enamorada en secreto de un viejo actor que solía visitar a su padre y animar la cena con bellas imitaciones de sonidos de corral. Había leído y oído que los maridos y las esposas se engañaban constantemente unos a otros; de hecho, el adulterio era tema de los chismes, de la poesía romántica, de las historias jocosas y de las óperas de nombre. Pero ella estaba convencida, de forma más simple e inconmovible, de que su matrimonio era un vínculo muy especial, precioso y puro, que nunca podría ser roto.