—Pronto —dijo Albinus con un guiño —veremos a alguien en la pantalla.

Margot se enfurruñó, golpeándole levemente la mano.

—¿Es usted actriz? —preguntóle Rex—. ¡Oh!, ¿de verdad? ¿Y me permite que le pregunte en qué película aparecerá usted?

Ella contestó sin mirarle, sintiéndose orgullosa en extremo. Rex artista famoso, ella estrella de cine: estaban a igual nivel.

Rex se marchó inmediatamente después de la comida, y, sin saber qué hacer, entró en un garito. Una serie de jugadas afortunadas (cosa que desde tiempo inmemorial no ocurría) mejoró un algo su economía. AI día siguiente telefoneó a Albinus, y asistieron a una exposición de cuadros marcadamente modernos; y, al día sigiente cenó en su piso. Luego le hizo una visita inesperadamente, pero Margot no estaba allí y tuvo que sostener una larga y petulante conversación con Albinus, quien empezaba a gustar de aquella nueva compañía. Rex sintióse atrozmente fastidiado, hasta que el destino tuvo piedad de él, eligiendo, para su buena obra, la circunstancia de un partido de hockeysobre hielo que se celebraba en el Palacio de los Deportes.

Cuando los tres se dirigían a su palco, AIbinus advirtió los hombros de Paul y la rubia trenza de Irma. Tenía que ocurrir un día u otro, pero, aunque lo había esperado siempre, le cogió tan completamente por sorpresa que torpe, giró en redondo, echándose, al hacerlo, encima de Margot.

—¿Por qué no miras lo que haces? —dijo ella con acritud.

—Poneos cómodos y pedid café —balbuceó Albinus—. Yo tengo que... que... telefonear. Lo había olvidado por completo.

—Por favor, no te vayas —dijo Margot poniéndose de nuevo en pie.

—Es bastante urgente —insistió él, encogiendo los hombros, tratando de hacerse lo más pequeño posible (¿le había visto Irma?). Si me entretengo, no os preocupéis. Excúseme, Rex.

—Quédate aquí, por favor —repitió Margot muy tranquilamente.

Pero él no notó su extraña mirada, ni cómo habían enrojecido sus mejillas, ni cómo terminó todo y salió apresurado hacia la salida.

Hubo un momento de silencio, y luego Rex profirió un gran suspiro.

—Por fin solos —dijo en un tono horrible.

Se sentaron, el uno junto al otro, en el costoso palco, próximos a una mesita cubierta con un mantel blanquísimo. Abajo se extendía la vasta zona helada. La vacía sábana de hielo reflejaba un aceitoso brillo azul. La atmósfera era caliente y fría a un tiempo.

—¿Comprendes ahora? —inquirió Margot de pronto, sin siquiera saber muy bien lo que estaba preguntando.

Rex estaba a punto de contestar, pero en aquel momento un estallido de aplausos hizo eco por toda la inmensa nave. Él oprimió los fríos dedos de Margot bajo la mesa. Ella sintió el gusto de las lágrimas en su boca, pero no retiró la mano.

Una muchacha con maillot blanco y una brevísima falda plateada, orlada con flecos, había salido a la pista, atravesándola sobre la punta de sus patines, y, después de tomar impulso, describió una preciosa espiral, saltó en el aire y, tomando tierra de nuevo, siguió deslizándose. Sus patines centelleantes refulgían como el rayo mientras daba vueltas y bailaba y remprendía sus carreras.

—Me dejaste plantada —empezó a decir Margot.

—Sí, pero he vuelto a encontrarte, ¿no es cierto? No llores, cariño. ¿Llevas mucho tiempo con él?

Margot trató de hablar, pero de nuevo un gran estruendo llenó el ámbito helado. La pista apareció vacía otra vez. Margot apoyó los codos sobre la mesa y se oprimió las manos contra las sienes.

Entre silbidos, aplausos y clamoreos, los jugadores habían empezado a deslizarse libremente de un lado a otro de la pista, primero los suecos, luego los alemanes. El portero del equipo visitante, con su suéter de vivos colores y grandes parches de cuero desde el talón hasta la cadera, se acercó lentamente a su diminuta portería.

—Va a obtener el divorcio. ¿Comprendes qué momento más inoportuno has elegido para venir?

—Tonterías. ¿Es que de verdad te crees que se va a casar contigo?

—Si tú no estropeas las cosas, lo hará.

—No, Margot, no se casará contigo.

—Y yo te digo que lo hará.

Sus labios continuaron moviéndose, pero el clamor que les rodeaba ahogó su disputa. La muchedumbre rugía de entusiasmo, mientras los frágiles bastones perseguían la pelota sobre el hielo, y la atrapaban, y la pasaban a un póximo jugador, y la perdían, reincidiendo en rápidas colisiones..

—... es terrible que hayas vuelto. Eres un mendigo comparado con él. ¡Cielo santo!, vas a estropearlo todo.

—¡Qué tontería, qué tontería! Tendremos mucho cuidado.

—Me estoy volviendo loca —dijo Margot—. Sácame de está mazmorra. Vámonos. Estoy segura de que no va a volver ya, y, si lo hace, será una buena lección.

—Vente a mi hotel. Tienes que hacerlo. No estarás en casa.

—¡Cállate! No quiero correr ningún riesgo. He estado trabajando meses y meses para decidirle a eso, y ahora está maduro. ¿Crees de veras que lo voy a tirar todo por la ventana?

—No se casará contigo —dijo Rex en tono de convicción.

—¿Vas a llevarme a casa o no? —preguntó ella, casi gritando, al tiempo que una idea atravesaba su cerebro: «En el taxi le dejaré que me bese.»

—Espera un poco. Dime, ¿cómo sabes que estoy sin un céntimo?

—Puedo verlo en tus ojos —replicó ella.

Cubrióse los oídos; en aquel momento el ruido alcanzaba su climax: se había marcado un gol y el portero sueco yacía en el hielo, mientras un bastón, arrancado de sus manos, daba vueltas y más vueltas, alejándose sobre el hielo, como un remo perdido.

—Bueno, lo que yo quiero decirte es que no vale la pena diferir las cosas. Tiene que ocurrir más tarde o más temprano. Vamos. Hay un bello panorama en mi habitación cuando se baja la persiana.

—Una palabra más y me iré sola a casa.

Mientras se alejaban por el pasillo trasero de los palcos, Margot dio un gritito y frunció el ceño. Un caballero grueso con gafas de concha la estaba mirando fijamente, con disgusto. Junto a él había una niña sentada, siguiendo el juego con unos grandes prismáticos.

—Vuélvete —cuchicheó Margot a su compañero—. ¿Ves a ese tipo gordo con la niña? Son su cuñado y su hija. Ahora comprendo por qué se esfumó mi cuco. Es una pena que no lo haya visto antes. Una vez estuvo muy grosero conmigo, de forma que no me hubiera importado que alguien le diese una buena paliza.

—Y aún hablas de campanas nupciales —fue el comentario de Rex mientras bajaba junto a ella por los suaves y amplios escalones—. No se casará nunca contigo. Ahora escucha, querida; tengo una nueva proposición que hacerte; la última, espero.