—Oh, mi nombre es Axel Rex, y aquí estoy como en mi casa —replicó Rex mientras extendía un dedo largo y blanco oprimiendo el botón del timbre.

«¿Le pego? —pensó Paul; y más tarde—: ¿Qué importa ahora...? Lo principal es acabar pronto.»

Un criado bajo, de cabellos grises (el Lord inglés había sido despedido), les hizo pasar.

—Dile a tu señor —empezó Rex con un suspiro— que a este señor le gustaría...

—¡Cállese usted! —dijo Paul, y, plantándose en mitad del recibidor, gritó tan fuerte como pudo—: ¡Albert! —Y luego otra vez—: ¡Albert!

Cuando Albinus vio la cara desencajada de su hermano político se acercó torpemente hacia él.

—Irma está gravemente enferma —dijo Paul, golpeando el suelo con su bastón—. Debes ir en seguida.

Sucedió un breve silencio. Rex los inspeccionó a los dos, ávidamente. La voz aguda de Margot sonó en la salita:

—Albert, tengo que hablarte.

—Voy en seguida —dijo Albinus con voz martilleante, yendo hacia la salita.

Margot estaba allí, esperándole en pie, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Mi hijita está gravemente enferma —dijo Albinus—. Salgo inmediatamente para verla.

—Te mienten —exclamó Margot, enfadada—. Es una trampa para atraerte otra vez a su lado.

—Margot..., ¡por el amor de Dios!

Ella le apresó la mano:

—¿Qué te parece si te acompaño?

—¡Margot, basta! Tienes que comprenderlo.. ¿Dónde está mi encendedor? ¿Dónde está mi encendedor?¿ ¿Dónde está mi encendedor? Paul me está esperando.

—Te engañan. No te dejaré ir.

—Me están esperando —dijo Albinus, con los ojos abiertos como platos.

—Si te atreves...

Paul estaba en pie en el recibidor, en la misma postura, con su bastón en la mano, golpeando el suelo con él, nerviosamente. Desde la salita le llegó el sonido de las voces excitadas. Rex le ofreció pastillas para la tos. Paul las apartó con el codo, sin mirarle, vertiéndolas. Rex reía. Luego, de nuevo, aquel estallido de voces.

«Espantoso...», se dijo.

Y se marchó. Al bajar las escaleras, las mejillas le temblequeaban.

—¿Y bien? —le preguntó la nurseen un susurro, cuando hubo regresado.

—No, no va a venir —contestó desolado Paul.

Se cubrió los ojos con las manos durante un momento, se aclaró la garganta y, como antes, entró de puntillas en el cuarto de la enferma.

Nada había cambiado allí. Suavemente, rítmicamente, Irma agitaba su cabeza aquí y allá, sobre la almohada. Sus ojos, entreabiertos, estaban empañados; de vez en cuando la sacudía un hipido. Elisabeth le alisaba las ropas de la cama: un gesto mecánico carente de sentido. De la mesilla de noche cayó una cuchara y su delicado tintineo permaneció durante mucho tiempo en los oídos de los que ocupaban la habitación. La nursedel hospital contaba las pulsaciones de la niña, parpadeaba y, cuidadosamente, como temerosa de herirla, volvía la manita bajo el cobertor.

—¿Tiene sed, acaso? —bisbiseó Elisabeth.

La nursenegó con la cabeza. Alguien, en la habitación, tosió con suavidad. Irma agitaba la cabeza; levantó una rodilla delgadísima bajo las ropas del lecho y volvió a extenderla otra vez con mucha lentitud.

Crujió una puerta, dando paso a la asistenta que fue a decir algo en el oído de Paul. Paul asintió, desapareciendo la recién llegada. Más tarde la puerta crujió de nuevo; pero Elisabeth no movió la cabeza...

El hombre que había entrado se detuvo a medio metro de la cama. Sólo pudo distinguir, muy vagamente, el cabello rubio de su esposa y su chal, pero el rostro de Irma lo vio con lacerante claridad, y sus diminutas y negras aletas nasales, y el brillo amarillento de su frente redonda. Estuvo en pie mucho tiempo; luego abrió la boca y alguien (un primo lejano) le tomó por debajo de los brazos, desde atrás.

Se encontró sentado en el estudio de Paul. En el diván del rincón había dos damas sentadas, cuyos nombres no lograba recordar, hablando en voz baja. Tuvo la extraña sensación de que si lograba recordarlo todo, se sentiría bien de nuevo. Arrebujada en un sillón, la nursede Irma lloraba. Un viejo y digno caballero de gran calva, en pie junto a la ventana, fumaba y de vez en cuando balanceábase sobre las puntas de los pies, como si quisiera alcanzar algo, Para desistir en seguida y recobrar su posición normal. Sobre la mesa brillaba un cuenco de cristal, con naranjas.

—¿Por qué no me han avisado antes? —murmuró Albinus, levantando las cejas, sin dirigirse a nadie en particular.

Frunció el ceño, meneó la cabeza e hizo crujir las coyunturas de sus dedos. Silencio. El reloj tictaqueaba sobre el mantel. Lampert llegó desde la habitación de la niña.

—¿Qué? —preguntó Albinus, ronco.

Lampert se volvió hacia el viejo y digno caballero, que, agitando suavemente los hombros, siguióle al cuarto de la enferma.

Transcurrió largo tiempo. Las ventanas estaban muy oscuras; nadie se había preocupado de descorrer las cortinas. Albinus cogió una naranja y empezó a pelarla lentamente. Fuera caía la nieve, y de la calle no llegaban sino ruidos apagados. De vez en cuando se percibía un tintineo en el radiador de la calefacción. Abajo, en la acera, alguien silbó cuatro notas del tema de Sigfrido; todo volvió al silencio. Albinus comía la naranja lentamente. Estaba muy ácida. De pronto entró Paul y, sin mirar a nadie, articuló una sola palabra, una palabra breve.

En el cuarto de la niña, Albinus vio a su esposa cuando ésta se inclinaba, inmóvil absorta, sobre el lecho, sosteniendo aún en la mano lo que parecía un espejo espectral. La enfermera le rodeó los hombros con el brazo y desapareció con ella en lo oscuro. Albinus se aproximó a la cama. Por un momento percibió la imagen vaga de una carita muerta, y un corto labio pálido, y unos dientes de leche desnudos, entre los que faltaba uno. Luego todo se tornó nebuloso ante su mirada. Se volvió redondo y, con mucho cuidado, tratando de no tropezar con nada ni con nadie, dejó la estancia. La puerta de la calle estaba cerrada, pero, tan pronto como llegó a ella, acercóse una dama muy pintada, que llevaba una mantilla española, y la abrió, dejando entrar a un hombre cubierto de nieve. Albinus consultó su reloj. Era más de medianoche. ¿Había pasado allí, realmente, cinco horas?

Estuvo caminando a lo largo del pavimento blanco, suave y crujiente. Dudaba aún de lo ocurrido. Creía ver a una Irma de sorprendente viveza, columpiándose en las piernas de Paul, o tirando una pelota a la pared, con las manos; pero los taxis hacían sonar sus bocinas como si nada hubiera pasado; la nieve relucía bajo las luces, como en Navidad; el firmamento estaba renegrido, y tan sólo en la distancia, más allá de la oscura masa de tejados, en dirección al Gedächtniskirche, donde estaban enclavados los grandes palacios de pinturas, se fundía el negro de la noche con unos tonos parduscos, sofocantes. Súbitamente recordó los nombres de las dos damas del diván: Blanche y Rosa von Nacht.