Llegó a casa. Margot descansaba en decúbito supino, fumando sin control. Albinus estaba vagamente consciente de haber disputado con ella de una forma horrible; pero no importaba. Ella siguió sus movimientos con la mirada, mientras él recorría la habitación arriba y abajo, secándose el rostro, mojado por la nieve. Todo lo que Margot sentía en aquellos instantes era un delicioso contento. Rex se había marchado unos momentos antes, contento también.

21

Acaso por primera vez en el curso del año que había pasado junto a Margot, Albinus fue consciente de la torpeza descendida sobre su vida. En aquel momento, con deslumbradora claridad, el destino parecía estar instándole a volver en sí; Albinus percibía sus atronadora recriminaciones y se daba cuenta de la preciosa oportunidad que le era ofrecida para erigir su existencia sobre las viejas bases; y sabía, con la lucidez del pesar, que, si regresaba junto a su esposa en aquellas circunstancias, la reconciliación, que en otro momento hubiera sido imposible, vendría casi por sí misma.

Determinadas rememoraciones de aquella noche le robaban la paz: recordaba la forma en que Paul se le acercó, con la mirada implorante, y luego, alejándose, le apretó levemente el brazo; recordaba cómo, a través del espejo, había captado un fugaz vislumbre en los ojos de su esposa, donde brillaba una expresión desgarradora, lastimosa, de criatura acosada, que sin embargo, guardaba similitud con una sonrisa.

Lo evocaba todo con profunda emoción. Sí, había de asistir al funeral de su niñita, se quedaría con su mujer para siempre.

Telefoneó a Paul, y la criada le dijo la hora el lugar en que se celebraría el entierro. A la mañana siguiente se levantó mientras Margot estaba aún durmiendo y ordenó al criado que le preparase su traje negro y su sombrero de copa. Después de beber apresuradamente un poco de café, entró en el cuarto que había pertenecido a Irma, ocupado ahora por una larga mesa de ping-pong. Con descuido tomó una pelotita de celuloide y la dejó botar, pero no se imaginó a su hija, sino a una muchacha graciosa, vivaz, descocada, que reía, sobre la mesa, con una mano en alto, esgrimiendo una pala de juego.

Era la hora de partir. Dentro de unos minutos estaría sosteniendo a Elisabeth por debajo del codo, ante una tumba abierta. Lanzó la pelotita sobre la mesa y se dirigió rápidamente al dormitorio para ver por última vez a Margot, durmiendo. Y, mientras permanecía junto al lecho, fijos sus ojos en aquella cara pueril de labios rosados y coloreadas mejillas, Albinus rememoró la primera noche que pasaron juntos y pensó, con horror, en el futuro al lado de su esposa, pálida y desvaída. Ese futuro se le antojaba como uno de esos largos y polvorientos corredores a cuyo fin encontramos una caja claveteada o un cochecito de niño, desvencijado.

Con un estuerzo, apartó los ojos de la durmiente, se mordió nervioso la uña del pulgar, se acercó a la ventana. Automóviles relucientes se abrían paso a través de los charcos; en la esquina, una mujerzuela desastrada vendía violetas; un perro aventurero de aguas seguía a un minúsculo pequinés, que se debatía y ladraba, sujeto por una correa; un brillante trozo de rápido cielo azul se reflejó en una vidriera que una doncellita de brazos desnudos limpiaba vigorosamente.

—¿Qué haces levantado, tan pronto? ¿Adónde vas? —preguntó Margot con voz perezosa truncada por un bostezo.

—A ningún sitio —dijo él, sin volverse.

22

—No estés tan deprimido, gatito —le dijo ella quince días más tarde—. Ya sé que todo eso es muy triste, pero ya han llegado a ser casi extraños para ti; tú mismo te das cuenta, ¿no es cierto? Y, desde luego, pusieron a la niñita en contra tuya. Créeme, comparto enteramente tu pesar, aunque, si yo pudiera tener hijos, preferiría un niño.

—En ti tengo ya una niña —dijo Albinus, dándole una palmada en el cabello.

Hoy, más que ningún día, tenemos que estar contentos —continuó Margot—. ¡Hoy, más que ningún día! Es el comienzo de mi carrera. Seré famosa.

—Cierto; lo había olvidado. ¿Cuándo es? ¿De verdad, hoy?

Rex apareció por el piso. Desde hacía tiempo les visitaba a diario, y Albinus le había abierto su corazón en varias ocasiones, refiriéndole cosas que no podía decir a Margot. Rex escuchaba con tanta amibilidad, hacía comentarios tan inteligentes y era tan simpático, que lo breve de sus relaciones le parecía a Albinus un mero accidente, en forma alguna relacionado con el tiempo interno, espiritual, durante el que su amistad había crecido, madurándose.

—No podemos construir nuestra vida sobre las arenas movedizas del infortunio —le había dicho Rex—. Ése es un pecado contra la existencia misma. Una vez, tuve un amigo que era escultor y cuya infalible apreciación de la belleza resultaba casi estremecedora. De la forma más súbita, impulsado por la conmiseración, se casó un día con una jorobada fea y vieja. No sé exactamente qué ocurrió, pero una mañana, poco después de su matrimonio, hicieron dos pequeñas maletas, una para cada uno, y se fueron a pie al manicomio más próximo. En mi opinión, un artista debe dejarse guiar exclusivamente por su sentido de la belleza: éste nunca le defraudará.

—La muerte —le dijo en otra ocasión— es tan sólo una mala costumbre que la NaturaIeza, en el presente, es incapaz de superar. Una vez, tuve un amigo muy querido; un bello muchacho lleno de vida, con la cara de un ángel y la musculatura de una pantera. Se cortó al abrir una lata de melocotón en conserva; ya sabe usted, de esos grandes, suaves y resbaladizos que se tragan como si nada. Murió, pocos días después, de un envenenamiento de sangre. Ridículo, ¿verdad? Y sin embargo..., sí, es extraño pero cierto: considerada como obra de aret, la forma de su vida no hubiera resultado tan perfecta de haberle sido dado envejecer. La muerte es, a menudo, la caída de este chiste que es la vida.

En tales ocasiones, Rex era apto para hablar sin cesar, infatigablemente, inventando historias acerca de amigos no existentes y proponiendo a la mente de su interlocutor reflexiones no demasiado profundas, disfrazadas por un estilo de oropel. Su cultura era dudosa, pero su mente, astuta y penetrante, y aquella pasión por embromar a sus semejantes equivalía casi al genio. Quizá lo único de real que había en él radicaba en su convicción innata de que todo cuanto había sido creado en el terreno del arte, de la ciencia o del sentimiento era tan sólo un truco más o menos inteligente. Por muy importante que fuera el tema de una conversación, siempre sabía encontrar algo ingenioso o chusco que decir sobre él, brindando, con exactitud, lo que la mentalidad o el genio de su interlocutor demandaban, aunque, al mismo tiempo sabía ser inconcebiblemente grosero y exasperante cuando su oyente le molestaba. Incluso al hablar con la mayor seriedad sobre un libro o una pintura, Rex experimentaba la agradable sensación de ser cómplice de una conjura, de algún charlatán aventajado; por ejemplo, el autor del libro o el pintor del cuadro.