—¿Oyes lo que te estamos diciendo, Krug? —preguntó bruscamente Rufel, y, como Krug siguiera mirándoles con benévola y un tanto flaccida sonrisa, comprendieron, con terror, que estaban hablando con un loco.

— Khoroshen'koe polozhen'itze(bonito asunto) —dijo Rufel al pasmado Schimpffer.

Una fotografía en colores, tomada un momento después, mostró lo siguiente: a la derecha (mirando a la salida), cerca de la pared gris, Paduk estaba sentado con las piernas abiertas en una silla que acababan de traerle de la casa. Vestía el uniforme moteado de verde y castaño de uno de sus regimientos predilectos. Su cara era una burbuja rosada y muerta debajo de un gorro impermeable (que antaño había inventado su padre). Llevaba polainas castañas en forma de botella. Schamm, magnífico personaje con peto de bronce y sombrero de terciopelo negro, ala ancha y adornado con plumas blancas, estaba inclinado sobre él, diciendo algo al enfurruñado pequeño dictador. Otros tres Ancianos estaban cerca de ellos, envueltos en capas negras, como cipreses o conspiradores. Varios apuestos jóvenes, en uniforme de opereta y armados con pistolas automáticas moteadas de verde y castaño, formaban un semicírculo protector alrededor del grupo. En la pared, detrás de Paduk y precisamente encima de su cabeza, subsistía una palabra obscena, garrapateada por algún colegial; este burdo descuido estropeaba completamente la parte derecha de la fotografía. A la izquierda, en medio del patio, sin sombrero, ondeando al viento sus ásperos, oscuros y grisáceos mechones de cabello, envuelto en un ancho pijama blanco con cenefa de seda, y descalzo como un Santo de la antigüedad, se erguía Krug. Unos guardias apuntaban sus rifles contra Rufel y Schimpffer, que pretendían discutir con ellos. La hermana de Olga, contraído el rostro, tratando de dar a sus ojos una expresión despreocupada, le estaba diciendo a su inútil marido que avanzase unos pasos y ocupase una posición más favorable a fin de que ambos pudiesen llegar hasta Krug. En el fondo, una enfermera estaba dando una inyección a Maximov: el viejo había sufrido un colapso, y su mujer, arrodillada en el suelo, le envolvía los pies con su negro chal (ambos habían sido cruelmente maltratados en la cárcel). Hedron, o mejor dicho, un habilísimo imitador suyo (pues Hedron se había suicidado unos días antes), fumaba una pipa «Dunhill». Ember, temblando (su perfil aparecía borroso) a pesar de la chaqueta de astracán que llevaba, había aprovechado el altercado entre la primera pareja y los guardias y estaba casi junto al codo de Krug. Podéis moveros de nuevo.

Rufel gesticuló. Ember agarró a Krug del brazo, y Krug se volvió rápidamente hacia su amigo.

—Espera un momento —dijo Krug—. No empieces a lamentarte hasta que haya arreglado esta equivocación. Porque, ¿sabes?, esta confrontación es un completo error. Anoche tuve un sueño, sí, un sueño... ¡Oh! Lo mismo da, llámalo sueño o llámalo luminosa alucinación...; uno de esos rayos oblicuos que cruzan la celda de un ermitaño...; mira mis pies descalzos..., fríos como el mármol, pero... ¿Por dónde iba? Mira, tú no eres tan estúpido como los demás, ¿verdad? Sabes tan bien como yo que no hay nada que temer, ¿eh?

—Mi querido Adam —dijo Ember—, no entremos en detalles como el miedo. Estoy dispuesto a morir... Pero hay una cosa que me niego a soportar más tiempo, c'est la tragedie des cabinets; me está matando. Como sabes, tengo el estómago muy delicado, y ellos me llevan a una letrina inmunda, un infierno de porquería, una vez al día y por un minuto. C'est atroce. Prefiero que me fusilen de una vez.

Como Rufel y Schimpffer seguían debatiéndose y diciendo a los guardias que no habían terminado de hablar con Krug, uno de los soldados acudió a los Ancianos, y Schamm avanzó y habló suavemente.

—Así no se va a ninguna parte —dijo, con cuidado acento (por simple fuerza de voluntad se había curado de una explosiva tartamudez en su juventud)—. El programa debe realizarse sin tanta palabrería y tanta confusión. Acabemos de una vez. Diles —prosiguió, volviéndose a Krug— que has sido nombrado Ministro de Educación y de Justicia y que, como tal, les devuelves la vida.

—Tu peto es fantásticamente bello —murmuró Krug, y con rápido movimiento, tamborileó con los diez dedos sobre el convexo metal.

—Los días en que jugábamos en este mismo patio quedaron atrás —dijo severamente Schamm.

Krug estiró una mano, agarró el sombrero de Schamm y lo trasladó mañosamente a su propia cabeza.

Era un afeminado gorro de piel de foca. El muchacho, en un furioso arranque, trató de recuperarlo. Adam Krug lo lanzó a Pinkie Schimpffer, el cual, a su vez, lo arojó a un montón de leña de abedul con ribetes de nieve, donde quedó colgado. Schamm corrió hacia el edificio del colegio, para quejarse. El Sapo, que se marchaba a casa, echó a andar vivamente junto a la baja pared, en dirección a la salida. Adam Krug se echó la mochila de los libros al hombro y dijo a Schimpffer que esto era muy curioso... ¿No tenía a veces Schimpffer la impresión de una «secuencia repetida», como si todo hubiese ocurrido antes de ahora: el gorro de piel, te lo lancé, tú lo tiraste, leños, nieve sobre los leños, el gorro se quedó enganchado, el Sapo salió... Como tenía una mentalidad práctica, Schimpffer sugirió que le diesen un buen susto a el Sapo. Los dos chicos le esperaron ocultos detrás de los leños. El Sapo se detuvo junto a la pared, sin duda para esperar a Mamsch. Con un tremendo hurra, Krug se lanzó al ataque.

—Por el amor de Dios, detenedle —gritó Rufel—. Se ha vuelto loco. Nosotros no somos responsables de sus actos. ¡Detenedle!

En un arranque de fuerte velocidad, Krug corrió hacia la pared, donde Paduk, con sus facciones disolviéndose en el agua del miedo, había resbalado de« la silla y trataba de esfumarse. El patio hirvió de salvaje agitación. Krug esquivó el brazo de un guardia. Entonces, el lado izquierdo de su cabeza pareció estallar en llamas (la primera bala se llevó parte de su oreja), pero él continuó avanzando, tambaleándose alegremente.

—Vamos, Schrimp, vamos —rugió, sin mirar atrás—. Le ajustaremos las cuentas, le arrancaremos las tripas, ¡vamos!

Vio a el Sapo acurrucado al pie del muro, temblando, disolviéndose, lanzando agudos encantamientos, cubriéndose la borrosa cara con un brazo transparente; y Krug corrió hacia él, y una fracción de segundo antes de que le diese otra bala mejor dirigida, volvió a gritar: ¡Tú! ¡Tú...! Y la pared se desvaneció como una diapositiva rápidamente retirada, y yo me estiré y salí del caos de páginas escritas y vueltas a escribir, para ver qué había sido el súbito ruido producido por algo al chocar con la tela metálica de mi ventana.

Como había pensado, una mariposa grande se había agarrado con sus velludas patas a la tela metálica, por el lado de la noche; sus alas jaspeadas vibraban sin parar y sus ojitos resplandecían como brasas diminutas. Apenas me dio tiempo a percibir su cuerpo estriado de un rosa castaño, con dos manchas gemelas, antes de soltarse y de volar de nuevo a la cálida y húmeda oscuridad.

Bueno, esto fue todo. Los diversos elementos de mi relativo paraíso —la lámpara de la mesita de noche, las tabletas para dormir, el vaso de leche— me miraron a los ojos con absoluta sumisión. Sabía que la inmortalidad que había conferido al pobre hombre era un sofisma escurridizo, un juego de palabras. Pero el último repliegue de su vida había sido feliz y le había demostrado que la muerte era solamente una cuestión de estilo. Entonces, un campanario que nunca conseguí localizar exactamente, que, en realidad, jamás oí durante el día, dio dos campanadas; después, vaciló y fue dejado atrás por el suave y veloz silencio que siguió discurriendo por las venas de mis sienes doloridas; una cuestión de ritmo.