Fue entonces, cuando Krug acababa de llegar al fondo de su confuso sueño y se incorporaba jadeando en su jergón de paja —e inmediatamente antes de que su realidad, su recordada y espantosa desgracia pudiese saltar de nuevo sobre él—, fue entonces cuando sentí una punzada de compasión por Adam y me deslicé hasta él por un inclinado rayo de pálida luz, causándole una locura instantánea, pero salvándole de la insensata agonía de su lógico destino.

Con una sonrisa de infinito alivio en su rostro surcado de lágrimas, Krug se tumbó de espaldas en el jergón. Yació en la límpida oscuridad, asombrado y feliz, y escuchó los acostumbrados ruidos nocturnos peculiares de las grandes prisiones: el ocasional y ronco bostezo de un guardián, el laborioso murmullo de viejos presos insomnes estudiando sus libros de Gramática inglesa( Mi tía tiene un visado. El tío Saúl quiere ver al tío Samuel. El niño es atrevido), los latidos del corazón de hombres más jóvenes que excavan sin ruido un pasadizo subterráneo que les conduzca a la libertad y a una nueva captura, el repiqueteo de excrementos de murciélago, el cauteloso crujido de una página furiosamente arrugada y arrojada al cesto y que hace un lastimoso esfuerzo para desarrugarse y vivir un poco más.

Cuando, al amanecer, llegaron cuatro elegantes oficiales (tres condes y un príncipe georgiano) para llevarlo a una reunión crucial con unos amigos, se negó a moverse y siguió tumbado, sonriéndoles y tratando de tocarles la barbilla con los dedos de los pies, en son de juego. No pudieron conseguir que se vistiese, y, después de una rápida consulta, los cuatro jóvenes guardias, lanzando maldiciones en anticuado francés, se lo llevaron tal como estaba, a saber, vistiendo pijama (blanco), y lo metieron en el mismo coche que tan delicadamente había conducido una vez el doctor Alexander.

Le dieron un programa de la ceremonia de confrontación y le condujeron, por una especie de túnel, a un patio central.

Al contemplar la forma del patio, el saliente tejadillo del portal del fondo, el ancho arco de aquella especie de entrada de túnel por donde había llegado, comprendió, con frívola precisión difícil de expresar, que éste era el patio de su colegio; pero el edificio había sido modificado, sus ventanas eran más largas y, a través de una de ellas, podía verse un rebaño de camareros del «Astoria» preparando la mesa para un banquete de cuento de hadas.

Y allí estaba él, con el pijama blanco, descubierto, descalzo, pestañeando, mirando a uno y otro lado. Vio a muchas personas inesperadas: cerca de la sucia pared que separaba el patio del taller de un hosco y viejo vecino que nunca les devolvía la pelota, había un rígido y silencioso grupito de guardias y de oficiales condecorados, y, entre ellos, estaba Paduk, con los brazos cruzados y rascando la pared con un tacón. En otra parte más oscura del patio, varios hombres harapientos y dos mujeres «representaban los rehenes», según decía el programa que habían dado a Krug. Su cuñada estaba sentada en un columpio, tratando de tocar el suelo con los pies, y el barbirrubio marido de ésta empezaba a tirar de una de las cuerdas cuando ella le riñó por hacer oscilar el columpio y saltó de éste con torpe movimiento y saludó con la mano a Krug. Algo apartados, estaban Hedron y Ember y Rufel y un hombre al que no consiguió reconocer, y Maximov, y la mujer de Maximov. Todos querían hablar con el soriente filósofo (pues no sabían que su hijo había muerto y que él se había vuelto loco), pero los soldados obedecían órdenes y sólo permitían a los peticionarios acercarse de dos en dos.

Uno de los Ancianos, llamado Schamm, inclinó su empenachada cabeza en dirección a Paduk y, medio señalando con un dedo nerviosamente tímido, retirando los bruscos movimientos que hacía con él y empleando después otro dedo para repetir el ademán, explicó en voz baja lo que ocurría. Paduk asintió con la cabeza, sin mirar a parte alguna, y volvió a hacer la señal de asentimiento.

El profesor Rufel, un hombrecillo tieso, anguloso y extraordinariamente hirsuto, de hundidas mejillas y amarillos dientes, se acercó a Krug, acompañado de...

—¡Dios mío, Schimpffer! —exclamó Krug—. Mira que encontrarte aquí después de tantos años... Veamos...

—Un cuarto de siglo —dijo Schimpffer, con voz grave.

—Vaya, vaya, esto es como en los viejos tiempos —siguió diciendo Krug, con una carcajada—. Y con el Sapo allí...

Una ráfaga de viento derribó un vacío y sonoro cubo de ceniza, y un pequeño remolino de polvo cruzó el patio.

—Me han elegido como portavoz —dijo Rufel—. Ya conoces la situación. No me entretendré en detalles, porque el tiempo apremia. Deseamos que sepas que no queremos que la palabra que empeñaste influya en modo alguno en tu decisión. Deseamos vivir, lo deseamos ardientemente, pero, hagas lo que hagas, no te lo reprocharemos...

Carraspeó. Ember, que se mantenía alejado, saltaba y se estiraba, como Punch, tratando de ver a Krug por encima de los hombros y cabezas.

—No te lo reprocharemos en manera alguna —prosiguió rápidamente Rufel—. En realidad, comprenderemos perfectamente que te niegues a ceder... Vy ponimaete o chom rech? Daite zhe nme znak, shto vy ponimaete(¿Comprendes de qué se trata? Hazme una señal de que comprendes).

—Está bien, continúa —dijo Krug—. Estaba tratando de recordar. Te detuvieron..., veamos..., inmediatamente antes de que el gato saliese de la habitación. Supongo que... —Krug saludó con la mano a Ember, cuya gorda nariz y rojas orejas seguían apareciendo aquí y allá, entre soldados y hombros—. Sí; creo que ahora lo recuerdo.

—Hemos pedido al profesor Rufel que sea nuestro portavoz —dijo Schimpffer.

—Sí, ya veo. Un magnífico orador. Te oí, Rufel, cuando estabas en tu apogeo, en una elevada tribuna, entre flores y banderas. ¿Por qué será que los colores brillantes...?

—Amigo mío —dijo Rufel—, el tiempo apremia. Por favor, déjame proseguir. Nosotros no somos héroes. La muerte es odiosa. Hay, entre nosotros, dos mujeres que comparten nuestra suerte. Nuestra miserable carne se estremecería de gozo exquisito, si consintieses en salvarnos la vida vendiendo tu alma. Pero no te pedimos que vendas tu alma. Sólo...

Krug le interrumpió con un ademán e hizo una horrible mueca. La muchedumbre esperaba, sin atreverse a respirar. Krug rompió el silencio con un tremendo estornudo. —Estúpidos —dijo, sonándose con los dedos—, ¿qué diablos teméis? ¿Qué importa todo esto? ¡Ridículo! Lo mismo que esas diversiones infantiles..., Olga y el chico tomando parte en comedias tontas, ahogándose ella, perdiendo él la vida o algo en un accidente de ferrocarril. ¿Qué diablos importa todo esto?

—Bueno, si nada importa —dijo Rufel, respirando con fuerza—, entonces, ¡maldita sea!, diles que estás dispuesto a hacer lo que te piden, y hazlo, y no nos fusilarán.

—Comprende lo horrible de nuestra situación —dijo Schimpffer, que había sido un muchacho valiente y vulgar, pero que tenía ahora una cara pálida y fofa, salpicada de pecas entre los escasos pelos de la barba—. Nos han dicho que, si no aceptas las condiciones del Gobierno, éste será nuestro último día. Yo tengo una fábrica importante de artículos de deporte en Ast-Lagoda. Me detuvieron en mitad de la noche y me encerraron en la cárcel. Soy un ciudadano cumplidor de la ley, y no comprendo cómo se puede rechazar un ofrecimiento del Gobierno; pero sé que tú eres una persona excepcional y que puedes tener razones excepcionales, y puedes creerme si te digo que no quisiera obligarte a hacer algo estúpido o deshonroso.