Crystalsen, único que había conservado una calma absoluta, se dirigió al micrófono en estos términos:

—Los ruidos que acaban ustedes de oír, caballeros, han sido producidos por Adam Krug al rasgar los papeles que la noche pasada prometió firmar. También ha intentado estrangular a uno de mis ayudantes.

Siguió un silencio. Crystalsen se sentó y empezó a limpiarse las uñas con un abotonador de acero, contenido, junto con otros veintitrés instrumentos, en un gordo cortaplumas que había hurtado durante el día en alguna parte. Los ayudantes, moviéndose a gatas, recogían y alisaban lo que quedaba de los documentos.

Por lo visto, hubo una consulta entre los Ancianos. Después, dijo la voz:

—Estamos dispuestos a hacer algo más. Le damos licencia para que mate usted mismo a los culpables, Adam Krug. Es un ofrecimiento muy particular y que sin duda no volverá a repetirse.

—¿Y bien? —preguntó Crystalsen, sin levantar la cabeza.

—Vayase a... (tres palabras confusas) —dijo Krug.

Hubo otra pausa. («Ese hombre está loco..., loco de remate —murmuró un auxiliar afeminado, dirigiéndose a otro—. ¡Rechazar un ofrecimiento como éste! ¡Increíble!

Nunca había visto una cosa semejante.» «Yo tampoco.» «Me pregunto dónde habrá conseguido el jefe ese cuchillo.»)

Los Ancianos tomaron una decisión, pero, antes de darla a conocer, los más concienzudos pensaron que convenía oír de nuevo el disco. Escucharon el silencio de Krug, mientras observaba a los presos. Oyeron el reloj de pulsera de uno de los jóvenes, y el triste y débil ronquido de tripas del cura, que aún no había cenado. Oyeron caer una gota de sangre al suelo. Oyeron a cuarenta soldados satisfechos que, en el cuarto de guardia contiguo, comparaban sus notas carnales. Oyeron cómo era conducido Krug al salón de la Radio. Oyeron la voz de uno de ellos, al decir que lo lamentaban muchísimo y que estaban dispuestos a ofrecer reparaciones: una hermosa tumba para la víctima del descuido, un destino terrible para los negligentes. Oyeron cómo extendía Crystalsen los papeles y cómo los rasgaba Krug. Oyeron el grito del auxiliar impresionable, ruido de lucha y, después, las frías palabras de Crystalsen. Oyeron las duras uñas de Crystalsen sacando el vigésimo cuarto instrumento de su apretado cortaplumas. Oyeron sus propias voces anunciando el generoso ofrecimiento, y la vulgar respuesta de Krug. Oyeron a Crystalsen cerrando la navaja con un chasquido, y los murmullos de los auxiliares. Se oyeron ellos mismos, oyendo todo esto.

El aparato de nogal se humedeció los labios:

—Que lo lleven a la cama —dijo.

Dicho y hecho. Le destinaron una celda espaciosa la cárcel; tan espaciosa y agradable que el propio alcaide la había empleado más de una vez para albergar a unos parientes pobres de su mujer cuando venían a la ciudad. Sobre un segundo colchón de paja, en el suelo, yacía un hombre de cara a la pared, temblando de los pies a la cabeza. Una enorme peluca de cabellos rizados y de color castaño cubría su cráneo. Llevaba la ropa harapienta de un vagabundo anticuado. Sin duda era un empedernido criminal. En cuanto se hubo cerrado la puerta y se derrumbó Krug pesadamente en su propio colchón de paja y arpillera, se hizo invisible el temblor de su compañero de encierro, pero, inmediatamente, se hizo audible en la vacilante y cuidadosamente disfrazada voz:

—No trates de averiguar quién soy. Mantendré la cara vuelta hacia la pared. Hacia la pared estará vuelta mi cara. Vuelta hacia la pared estará mi cara por los siglos de los siglos. Loco, tú. Tu alma es orgullosa y negra como asfalto mojado en la noche. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Observa tu crimen. Él te mostrará la enormidad de tu culpa. Negras son las nubes, cada vez más espesas. El Cazador llega cabalgando en su terrible corcel. ¡Arre! ¡Arre!

(¿Debo decirle que se calle?, pensó Krug. ¿Para qué? El infierno está lleno de estas máscaras.)

—¡Arre, arre! Ahora escucha, amigo. Escucha, Gurdamak. Vamos a hacerte un último ofrecimiento. Tenías cuatro amigos, cuatro amigos verdaderos y fieles. Ahora languidecen y gimen en una mazmorra. Escucha, Krug, escucha, Kamerad. Estoy dispuesto a ponerlos en libertad, a ellos y a una veintena de liberalishki, si te avienes a hacer aquello a lo que prácticamente te comprometiste ayer. ¡Una nimiedad! La vida de veinticuatro hombres está en tus manos. Si dices «no», serán destruidos; si dices «sí», vivirán. Piénsalo: ¡qué maravilloso poder el tuyo! Pones tu nombre, y veintidós hombres y dos mujeres salen a la luz del sol. Es tu última oportunidad. Madamka, ¡di que sí!

—Vete al diablo, asqueroso Sapo —dijo Krug, con voz cansada.

El hombre lanzó un grito de rabia y, agarrando una esquila de bronce que había debajo del colchón, la sacudió furiosamente. Guardias enmascarados, con lanzas y farolillos japoneses, invadieron la celda y le ayudaron reverentemente a ponerse en pie. Cubriéndose la cara con los horribles rizos de su peluca castaño-rojiza, pasó rozando el codo de Krug. Sus botas altas olían a estiércol y relucían con el brillo de innumerables lágrimas. La oscuridad volvió a su sitio. Se oyó al alcaide doblando el espinazo, y su voz diciendo a el Sapo que era un actor estupendo, que la representación había sido magnífica, deliciosa. Las pisadas se alejaron. Silencio. Ahora, por fin, podía pensar.

Pero, fuese sopor o desmayo, lo cierto es que perdió la conciencia antes de poder enfrentarse debidamente con su dolor. Lo único que sentía era un lento hundimiento, una concentración de oscuridad y de ternura, un brote gradual de dulce calor. Su cabeza y la cabeza de Olga, mejilla contra mejilla, dos cabezas mantenidas juntas por un par de manitas experimentales que se estiraban hacia arriba surgiendo de un oscuro lecho, descendían (o descendía, pues las dos cabezas formaban una sola), descendían más y más, en dirección a un tercer punto, en dirección a una cara que reía en silencio. Hubo una suave risa ahogada en el momento en que sus labios rozaron la frente fría y la mejilla ardiente del niño, pero el descenso no terminó allí, sino que Krug siguió hundiéndose en aquella dulzura que partía el corazón, en las negras y cegadoras profundidades de una tardía pero —¡qué importa!— eterna caricia.

En mitad de la noche, algo de su ensoñación le sacó de su sueño y lo llevó a lo que era realmente una celda de cárcel, con barras de luz (y un pálido resplandor independiente, como la pisada fosforescente de un isleño) rompiendo la oscuridad. Al principio, como ocurre algunas veces, el medio no coincidía con ninguna forma de realidad. Aunque de humilde origen (una vigilante luz de arco en el exterior, un lívido rincón del patio de la cárcel, un rayo oblicuo filtrándose por alguna grieta o agujero de bala en los postigos cerrados y asegurados con candado), la disposición luminosa que veía adquirió un extraño y tal vez fatal significado, la clave del cual estaba oculta por un pliegue de conciencia oscura en el resplandeciente suelo de una pesadilla recordada a medias. Habríase dicho que se había quebrantado alguna promesa, torcido algún designio, perdido alguna oportunidad..., o explotada de una manera tan tosca que había dejado una impresión de pecado y de vergüenza. Aquella luz era, de algún modo, resultado de una especie de movimiento clandestino, abstractamente vindicativo, explorador, vacilante, que se había producido en un sueño, o detrás de un sueño, en una maraña de maquinaciones inmemoriales y, ahora, amorfas y sin objeto. Imaginad un rótulo que avisa una explosión en términos tan secretos o infantiles que os preguntáis si todo esto —el rótulo, la congelada explosión debajo del alféizar de la ventana, vuestra propia alma temblorosa— no habrá sido reproducido artificialmente, allí y entonces, por un arreglo especial con la mente de detrás del espejo.