Y Krug volvió a sentir el aliento de «drugstore» de aquel hombre.

CAPITULO XVII

El coche se detuvo ante la puerta norte de la cárcel. El doctor Alexander llamó, presionando delicadamente la goma turgente de la bocina (mano blanca, amante blanco, seno piriforme de una concubina negra).

Se produjo un lento bostezo de hierro, y el coche penetró en el patio N.° 1. Allí, un enjambre de guardias, algunos provistos de máscaras de gas (cuyo perfil tenía un extraño parecido con cabezas de hormigas enormemente ampliadas), trepó a los estribos y a otras partes accesibles del vehículo; incluso, dos o tres, se encaramaron gruñendo sobre la cubierta. Muchas manos, algunas con pesados guantes, tiraron del encorvado y aterido Krug (todavía en estado larval) y lo sacaron del coche. Los guardias A y B se encargaron de él, mientras los demás corrían en zigzag de un lado a otro, en busca de nuevas víctimas. Con una sonrisa y un medio saludo, el doctor Alexander dijo al guardia A: «Hasta pronto», y, seguidamente, dio marcha atrás e imprimió un giro enérgico al volante. El coche dio media vuelta y salió disparado hacia delante; el doctor Alexander repitió el medio saludo, mientras Mac, después de apuntar a Krug con su enorme dedo índice, se embutía en el asiento que Mariette le había preparado a su lado. Entonces se oyeron los festivos bocinazos del coche al alejarse a toda velocidad, con rumbo a un departamento perfumado de almizcle. ¡Oh, alegre, ardiente e impaciente juventud!

Krug fue conducido, a través de varios patios, al edificio principal. En los patios N.° 3 y N.° 4 habían sido dibujadas siluetas de reos en una pared de ladrillos, para prácticas de tiro. Una antigua leyenda rusa dice que lo primero que ve un rastrelianyi (persona ejecutada por el pelotón de fusilamiento), al entrar en el «otro mundo» (no interumpan, por favor; sería prematuro; tengan las manos quietas), no es una asamblea de «sombras» o «espíritus» corrientes o de queridos y repulsivos, indeciblemente queridos e indeciblemente repulsivos seres queridos, envueltos en anticuadas vestiduras, como podríais pensar, sino una especie de ballet lento y silencioso, un grupo de esas siluetas de tiza que os dan la bienvenida y se mueven oscilando como infusorios transparentes... Pero, ¡al diablo con estas estúpidas supersticiones!

Entraron en el edificio, y Krug se encontró en una estancia curiosamente vacía. Era perfectamente redonda y su suelo había sido perfectamente fregado. Si hubiese sido un personaje de novela, habría preguntado, al desaparecer sus guardianes, si todos estos extraños sucesos y demás no habían sido una visión de pesadilla o algo por el estilo. Tema un pulsátil dolor de cabeza: una de esas jaquecas que parecen, de una parte, rebasar los límites de la propia cabeza, como los colores en las historietas baratas, y de otra, no llenar del todo el espacio de la cabeza; y los sordos latidos decían: uno, uno, uno, sin llegar nunca a decir dos. De las cuatro puertas situadas en los puntos cardinales de la redonda habitación, sólo una, una, una, estaba abierta. Krug la abrió de un empujón.

—¿Sí? —dijo un hombre de rostro pálido, sin dejar de mirar el secante en forma de columpio con el que estaba enjugando algo que acababa de escribir. —Exijo una acción inmediata —dijo Krug. El funcionario le miró con ojos húmedos y cansados. —Me llamo Konkordii Filadelfovich Kolokololiteishchikov —dijo—, pero todos me llaman Kol. Siéntese.

—Yo... —empezó de nuevo Krug.

Kol meneó la cabeza y buscó apresuradamente los impresos necesarios.

—Espere un momento. Primero debemos consignar todos los datos. ¿Se llama usted...?

—Adam Krug. Le ruego que haga traer inmediatamente a mi hijo aquí, inmediatamente...

—Un poco de paciencia —dijo Kol, mojando la pluma—. Confieso que el procedimiento es engorroso, pero cuanto antes terminemos, tanto mejor será. Muy bien. K,r,u,g. ¿Edad?

—¿Serían necesarias todas estas tonterías si le dijese que he cambiado de opinión?

—Es necesario en cualquier circunstancia. Sexo: varón. Cejas: pobladas. Nombre del padre...

—Igual que el mío, ¡maldito sea!

—Bueno, no me maldiga. Estoy tan harto de esto como usted. ¿Religión?

—Ninguna.

—«Ninguna» no es ninguna respuesta. La ley exige que todo varón declare su confesión religiosa. ¿Católico? ¿Vitalista? ¿Protestante?

—No hay respuesta.

—Pero, mi querido señor, ¿ha sido usted, al menos, bautizado?

—No sé de qué me está hablando.

—Bueno, esto es muy... Escuche: tengo que poner algo.

—¿Cuántas preguntas más? ¿Tiene que llenar todo esto? —y señaló la página con un dedo que temblaba furiosamente.

—Temo que sí.

—En tal caso, me niego a continuar. Tengo que hacer una declaración de suma importancia... y usted me hace perder el tiempo con tonterías.

—«Tonterías» es una palabra fea.

—Escuche: firmaré lo que quiera si mi hijo...

—¿Un chico?

—Sí. Un chico de ocho años.

—Muy jovencito. Confieso que es duro para usted, señor. Quiero decir... que también yo soy padre, etcétera.

Sin embargo, puedo asegurarle que su chico está perfectamente a salvo.

—¡No lo está! —gritó Krug—. Envió usted a dos rufianes...

—Yo no envié a nadie. Está usted en presencia de un chinovnik mal pagado. En realidad, lamento todo lo que ha ocurrido en la literatura rusa.

—En todo caso, sea quien fuere el responsable, tienen que elegir: puedo guardar silencio para siempre, o puedo decir, firmar y jurar... todo lo que quiera el Gobierno. Pero sólo haré esto, y más, si traen a mi hijo aquí, a esta habitación, inmediatamente. Kol reflexionó. Todo esto era muy irregular.

—Todo esto es muy irregular —dijo, al cabo de un rato—, pero sospecho que tiene usted razón. Mire, el procedimiento ordinario es algo por este estilo: primero hay que llenar el cuestionario, y luego, usted ingresa en su celda. Allí, sostiene una conversación de hombre a hombre con otro preso, que, en realidad, es un agente nuestro. Después, a eso de las dos de la madrugada, lo despiertan de su inquieto sueño, y yo empiezo a interrogarlo de nuevo. Personas competentes calcularon que se rendiría usted entre las seis cuarenta y las siete quince. Nuestro meteorólogo predijo una amanecida particularmente triste. El doctor Alexander, su colega, se avino a traducir al lenguaje corriente sus indescifrables balbuceos, porque nadie había previsto esta súbita, esta... Supongo que puedo añadir que habría escuchado usted una voz infantil lanzando gemidos de ficticio dolor. Lo estuve ensayando con mis propios hijos: será una desilusión para éstos. Pero, ¿quiere decir que está realmente dispuesto a jurar fidelidad al Estado y a todo lo demás, si...?