—Le asustarán —farfulló y jadeó Krug, tratando de librarse del apretón de Mac—. Deje que vaya con él. Mariette, hazme este favor —y señaló frenéticamente hacia el cuarto del niño, para que corriese, para que corriese a ver si su hijo, su hijo, su hijo...

Mariette miró a su hermana y rió entre dientes. Con maravillosa precisión profesional y savoir-faire, Mac descargó sobre Krug un revés con el borde de su mano porcina pero de hierro: el golpe dio exactamente en la cara interna del brazo derecho de Krug, paralizándolo al instante. Después, Mac aplicó el mismo procedimiento al brazo izquierdo de Krug. Éste se dobló, sosteniendo sus brazos muertos con sus brazos muertos y se derrumbó en una de las tres sillas que aún estaban (ahora torcidas y sin objeto) en el pasillo.

—Mac es un hacha en estas cosas —observó Linda.

—¿Verdad que sí? —dijo Mariette.

Las dos hermanas no se habían visto desde hacía algún tiempo y no dejaban de sonreírse y de hacerse guiños cariñosos y de tocarse con infantiles ademanes.

—Llevas un bonito broche —dijo la pequeña.

—Tres cincuenta —dijo Linda, mientras se formaba una nueva arruga debajo de su mentón.

—¿Debo ponerme las bragas negras de blonda y el vestido español? —preguntó Mariette.

—¡Oh! Creo que estás muy mona con ese arrugado camisón. ¿Verdad, Mac?

—Ya lo creo —dijo Mac.

—Y no te enfriarás, porque hay un abrigo de visón en el coche.

Al abrirse de pronto la puerta del cuarto del niño (para cerrarse de golpe después), se oyó la voz de David durante un momento: aunque parezca extraño, el niño, en vez de lloriquear y de gritar pidiendo auxilio, parecía tratar de discutir con sus intolerables visitantes. Tal vez, a fin de cuentas, no se había dormido. El sonido de aquella vocecita correcta y blanda era peor que el gemido más angustioso.

Krug movió los dedos; el entumecimiento empezaba a desaparecer gradualmente. Con la mayor calma posible. Con la mayor calma posible, apeló una vez más a Mariete.

—¿Puedes decirme alguien lo que quiere ése de mí? —preguntó Mariette.

—Mire usted —dijo Mac a Adam—, puede hacer lo que le dicen, o no hacerlo. Pero, si no lo hace, le va a doler de un modo infernal, ¿comprende? ¡Levántese!

—Muy bien —dijo Krug—. Me levantaré. ¿Y después?

— Marsh vniz(Vaya escalera abajo).

Entonces, David empezó a chillar. Linda chascó la lengua («esos bestias lo han hecho») y Mac la miró, como pidiéndole consejo. Krug se lanzó hacia el cuarto del niño. En el mismo instante, David, el renacuajo, vestido de azul pálido, salió corriendo de la habitación, pero le pillaron en seguida. «Quiero a mi papá», gritó fuera de escena. Mariette, canturreando en el cuarto de baño y sin cerrar la puerta, se estaba pintando los labios. Krug consiguió llegar hasta el niño. Uno de los rufianes tenía sujeto a David sobre la cama. El otro trataba de agarrarle los pies, mientras David pataleaba furiosamente.

—¡Dejadle en paz, merzavtzyl(un insulto muy grave) —gritó Krug.

—Sólo quieren que se esté quieto —dijo Mac, que volvía a dominar la situación.

—David, querido mío —dijo Krug—, no pasa nada, no te harán daño.

El niño, todavía sujeto por los dos jóvenes, que reían burlones, agarró un pliegue de la bata de Krug.

Había que soltar esa manita.

—Está bien, déjenme a mí, caballeros. No le toquen. Escucha, querido...

Mac, que ya estaba harto de todo aquello, dio una patada a Krug en la espinilla y lo sacó de la habitación.

Han partido a mi pequeño en dos.

—Escuche, bruto —dijo, medio de rodillas, agarrándose al armario ropero al pasar (Mac lo sostenía por las solapas de la bata y tiraba de él)—. No puedo dejar que torturen a mi hijo. Déjenle venir conmigo, dondequiera que me lleven.

Alguien soltó el agua del retrete. Las dos hermanas se reunieron con los hombres y los miraron, con aburrido regocijo.

—Mi querido señor —dijo Linda—, sabemos perfectamente que es su hijo, o al menos el hijo de su difunta esposa, y no un pequeño mochuelo de porcelana o algo por el estilo, pero nuestro deber es sacar a usted de aquí; lo demás no nos incumbe.

—Pongámonos en marcha, por favor —suplicó Mariette—. Se está haciendo horriblemente tarde.

—Déjenme telefonear a Schamm (uno de los miembros del Consejo de Ancianos) —dijo Krug—. Sólo esto. Una llamada telefónica.

—¡Oh! Vayámonos ya —insistió Mariette.

—La cuestión es —dijo Mac— si vendrá usted por las buenas y por sus propios pies, o si tendré que lisiarle y hacerle rodar por la escalera, como hacemos con los troncos en Lagodan.

—Sí —dijo Krug, tomando de pronto una resolución—. Sí. Los troncos. Sí. Vamos. Debemos llegar allí cuanto antes. A fin de cuentas, ¡la solución es sencilla!

—Apaga las luces, Mariette —dijo Linda—, o nos acusarán de robar electricidad a ese hombre.

—Volveré dentro de diez minutos —gritó Krug, en dirección a la habitación del niño, con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Uf! Por el amor de Dios —murmuró Mac, empujándole hacia la puerta.

—Mac —dijo Linda—, temo que ella se enfríe en la escalera. Creo que deberías llevarla en brazos. Mira, ¿por qué no va él el primero, después yo y luego vosotros? Vamos, levántala.

—No peso mucho, ¿sabes? —dijo Mariette, levantando los codos hacia Mac.

El joven policía, poniéndose terriblemente colorado, deslizó una mano sudorosa por debajo de los suaves muslos de la chica, rodeó sus costillas con el otro brazo y la levantó como una pluma. Una de las zapatillas de Mariette cayó al suelo.

—Está bien así —dijo ella, rápidamente—. Puedo poner mi pie en tu bolsillo. Ya está. Lin traerá mi zapatilla.

—Desde luego, no pesas mucho —dijo Mac.

—Ahora, apriétame fuerte —dijo ella—. Apriétame fuerte, y dame esa linterna; me hace daño.

La pequeña procesión empezó a bajar la escalera. El lugar estaba silencioso y oscuro. Krug marchaba el primero, con un círculo de luz bailando sobre su espalda encorvada y su bata de color castaño, con todo el aspecto de un participante en alguna misteriosa ceremonia religiosa pintada por un maestro del claroscuro, o copiada del cuadro original, o recopiada de esta u otra copia. Le seguía Linda, apuntándole a la espalda con su pistola y pisando delicadamente los peldaños. Después, venía Mac, llevando a Mariette. Exagerados fragmentos del pasamanos y a veces la sombra de los cabellos y del gorro de Linda se deslizaban sobre la espalda de Krug y a lo largo de la embrujada pared, a causa de los movimientos espasmódicos de la linterna eléctrica manejada por Mariette. La delgadísima muñeca de ésta tenía un curioso nudo huesudo en la parte externa. Ahora, compongamos la situación, miremos las cosas cara a cara. Ellos han encontrado la llave. En la noche del veintiuno, han detenido a Adam Krug. Una cosa inesperada, pues él no pensaba que encontrarían la llave. En realidad, ni siquiera sabía que ésta existiese. Procedamos con lógica. No le harán daño al niño. Antes al contrario, éste es su triunfo más valioso. No nos dejemos llevar por la imaginación; atengámonos a la razón pura.