La víspera del día fijado por Quist, visitó el puente: había salido en misión de reconocimiento, pues se le ocurrió pensar que podía ser peligroso como lugar de cita, a causa de los soldados; pero los soldados se habían marchado hacía tiempo, el puente estaba desierto. Quist podía venir cuando quisiera. Krug llevaba un solo guante, y había olvidado sus gafas; por consiguiente, no podía releer la minuciosa nota que le había entregado Quist, con todas las contraseñas y direcciones, y un plano esquemático, y la clave de toda la vida de Krug. Sin embargo, esto importaba poco. El cielo, muy bajo sobre su cabeza, estaba cubierto por una capa lívida y ondulada de espesas nubes; unos copos muy grandes, grisáceos, semitransparentes y de forma irregular, caían lenta y verticalmente; y, cuando tocaban el agua oscura del Kur, flotaban en ella, en vez de deshacerse en seguida; esto era raro. Después, más allá del borde de la nube, una súbita desnudez de cielo y río sonreía al observador del puente, y una radiación de madreperla teñía las curvas de las remotas montañas, de donde se derivaban, diversamente, el río y la sonriente tristeza y las primeras luces de la noche en las ventanas de los edificios de la orilla. Al observar los copos de nieve sobre el agua oscura y bella, Krug se dijo que, o bien los copos eran reales y el agua no era un agua de verdad, o bien ésta era real y los copos estaban hechos de algún material insoluble especial. Para solventar esta cuestión, dejó caer su único guante desde el puente; pero no ocurrió nada anormal: el guante perforó la arrugada superficie del agua con el índice extendido, se sumergió y se perdió de vista.

En la ribera sur (de la cual venía él), podía ver, río arriba, el palacio rosado de Paduk y la cúpula de bronce de la catedral, y los árboles sin hojas de un jardín público. Al otro lado del río, había hileras de viejas casas de alquiler, más allá de las cuales (invisible, pero palpitante y presente) se levantaba el hospital donde ella había muerto. Mientras rumiaba de esta suerte, sentado de lado en un banco de piedra y mirando el río, apareció a lo lejos un remolcador tirando de una barcaza, y, al mismo tiempo, uno de los últimos copos de nieve (la nube parecía disolverse en el ahora arrebolado cielo) rozó su labio inferior: era un copo regular, suave y húmedo, pensó; pero tal vez los que habían estado cayendo sobre el agua eran diferentes. El remolcador se acercaba impasible. Cuando estaba a punto de pasar por debajo del puente, la grande y negra chimenea, de doble franja carmesí, fue echada hacia atrás, hacia atrás y hacia abajo, por dos hombres agarrados a su cuerda, que hacían muecas a causa del esfuerzo; uno de ellos era chino, como la mayoría de los hombres del río y de las lavanderías de la ciudad. En la barcaza remolcada, media docena de camisas de vivos colores estaban puestas a secar, y algunas macetas con geranios podían verse a popa, y una Olga muy gorda, con la blusa amarilla que a él no le gustaba, y con los brazos en jarras, levantó la cabeza y miró a Klug, en el momento en que la barcaza era poco a poco devorada por el arco del puente.

Se despertó (despatarrado en su sillón de cuero) e inmediatamente comprendió que había ocurrido algo extraordinario. Nada tenía que ver con el sueño, ni con la no provocada y bastante ridícula molestia física que sentía (una congestión local), ni con nada que recordase él en relación con el aspecto de su habitación (desaseada y polvorienta, bajo la sucia y polvorienta luz), ni con la hora del día (las ocho y cuarto de la tarde; se había quedado dormido después de cenar temprano). Lo que había ocurrido era que sabía que podía escribir de nuevo.

Se dirigió al cuarto de baño, tomó una ducha fría, como buen «boy-scout» que era, y vibrando de ansiedad mental y sintiéndose cómodo y limpio en su pijama y su bata, llenó la estilográfica hasta el mismo borde; pero entonces recordó que era la hora de acostar a David y resolvió cumplir el trámite, para que no le interrumpiesen las llamadas desde el cuarto del niño. En el pasillo, estaban aún las tres sillas, una detrás de otra. David estaba tumbado en la cama, y, con rápidos movimientos de su lápiz, adelante y atrás, sombreaba una parte de una hoja de papel colocada sobre la cubierta de fibra y granos finos de un grueso libro. Con ello producía un ruido nada desagradable, apagado y sedoso, con una especie de vibración zumbadora subrayando el borrón. La textura puntuada de la cubierta apareció gradualmente como una aspereza gris sobre el papel, y entonces, con mágica precisión, completamente independiente de la dirección (accidentalmente oblicua) de los trazos, surgió la palabra ATLAS, en altas y finas letras blancas de imprenta. Uno se preguntaba si, sombreando la propia vida de esta manera...

El lápiz dio un chasquido. David trató de enderezar la punta suelta en su funda de pino y emplear el lápiz de manera que la proyección más larga de la madera sirviese de sostén, pero la mina saltó definitivamente.

—De todos modos —dijo Krug, impaciente por volver a su propia escritura—, ya es hora de apagar la luz.

—Primero, el cuento del viaje —dijo David.

Desde hacía varias noches, Krug estaba desarrollando un serial sobre las aventuras que esperaban a David en un viaje a un país remoto (lo había interrumpido en el momento en que estaba agazapado en el fondo de un trineo, conteniendo la respiración, quieto, muy quieto, bajo unas pieles de cordero y unos sacos vacíos de patatas).

—No; esta noche no —dijo Krug—. Es demasiado tarde y yo estoy muy ocupado.

—No es demasiado tarde —gritó David, incorporándose de pronto, con ojos chispeantes y golpeando el atlas con el puño.

Krug cogió el libro y se inclinó sobre David para darle el beso de buenas noches. Pero David se volvió bruscamente de cara a la pared.

—Como quieras —dijo Krug—, pero tendrías que decir buenas noches (pokoinoi nochi), porque no voy a volver.

David se tapó la cabeza con la sábana, enmurriado. Krug tosió un poco, se irguió y apagó la luz.

—No voy a dormir —dijo David, con voz sofocada.

—Tú verás lo que haces —dijo Krug, tratando de imitar el tono suavemente pedagógico de Olga.

Una pausa en la oscuridad.

—Pokoinoi nochi, dushka ( animula) —dijo Krug desde el umbral.

Se dijo, con cierta irritación, que tendría que volver dentro de diez minutos y realizar detalladamente toda la operación. Como ocurría a menudo, esto no era más que una tosca iniciación del rito de las buenas noches. Pero, entonces, el sueño resolvería la cuestión. Cerró la puerta y, al doblar la esquina del pasillo, tropezó con Mariette.

—Mira por dónde vas, pequeña —dijo, vivamente, y se dio un golpe en la rodilla con una de las sillas dejadas por David.

En un comentario preliminar sobre la conciencia infinita, es inevitable cierta esfumación del esbozo esencial. Tenemos que discutir la vista siendo incapaces de ver. El conocimiento que adquiramos en el curso de tal discusión estará necesariamente en la misma relación con la verdad que la existente entre la mancha negra en forma de pavo real, producida intraópticamente por una presión sobre el párpado, y el sendero de jardín iluminado por una auténtica luz de sol.