—Vagamente. Pero no puedo dejar a mi hijo.

Hubo otra pausa. Quist enrolló un trocito de algodón a la cabeza de una cerilla y lo empleó para hurgar en el interior de su oído izquierdo. Después, observó con satisfacción el tono dorado que había obtenido.

—Bueno —dijo—. Veré lo que se puede hacer. Desde luego, debemos mantenernos en contacto.

—¿No podríamos establecer un acuerdo? —sugirió Krug, levantándose del sillón y buscando su sombrero—. Quiero decir que tal vez necesite usted un anticipo. Sí, ya lo veo. Está debajo de la mesa. Gracias.

—Siempre será usted bien venido en esta casa —dijo Quist—. ¿Qué le parece un día de la próxima semana? ¿Le iría bien el martes? ¿A eso de las cinco de la tarde?

—Me parece perfecto.

—Podríamos encontrarnos en el Puente de Neptuno. ¿Digamos junto al farol número veinte?

—Con mucho gusto.

—Siempre a su mandar. Confiese que nuestra paqueña charla ha aclarado la situación de un modo maravilloso. Es una lástima que no pueda usted quedarse un rato más.

—Tiemblo al pensar en el largo trayecto hasta mi casa —dijo Krug—. Tardaré horas en llegar.

—¡Oh! Yo puedo mostrarle un camino más corto —dijo Quist—. Espere un minuto. Un atajo muy corto y agradable.

Se dirigió al pie de una escalera de caracol y, mirando hacia arriba, gritó:

—¡Mac!

No hubo respuesta. Esperó, ahora con la cara vuelta hacia abajo, un poco en la dirección de Krug, pero sin mirarle realmente: pestañeando, escuchando.

—¡Mac!

Tampoco hubo respuesta, y, al cabo de un rato, Quist decidió subir a buscar lo que quería.

Krug examinó unos cuantos cachivaches que había en un estante: un viejo y oxidado timbre de bicicleta, una raqueta de tenis de color castaño, un portaplumas de marfil, con una pequeña mirilla de cristal. Atisbo, cerrando un ojo, y vio una puesta de sol de cinabrio y un puente negro. Gruss aus Padukbad.

Quist bajó la escalera brincando y silbando entre dientes, con un manojo de llaves en la mano. Eligió la más brillante de éstas y abrió una puerta secreta debajo de la escalera. Sin decir palabra, señaló un largo pasadizo. Había unos carteles antiguos y tuberías acodadas en las débilmente iluminadas paredes.

—Bueno, muchísimas gracias —dijo Krug.

Pero Quist había cerrado ya la puerta detrás de él. Krug echó a andar por el pasillo, desabrochado el gabán, hundidas las manos en los bolsillos del pantalón. Su sombra le acompañaba como un faquín negro cargado con demasiadas maletas.

Al cabo de un rato, llegó a otra puerta hecha con unas tablas toscas y toscamente clavadas. La empujó y se encontró en el patio de atrás de su casa. A la mañana siguiente, bajó a inspeccionar esta salida desde el lado de la entrada. Pero ahora aparecía astutamente disimulada, confundiéndose en parte con algunos tablones apoyados en la pared del patio, y, en parte, con la puerta de un retrete proletario. Sobre unos ladrillos próximos, hallábanse sentados el lúgubre detective encargado de la vigilancia de su casa y un organillero, jugando al chemin de fer; un sucio nueve de picos yacía a sus pies, sobre el suelo ceniciento, y, con una punzada de impaciente deseo, Krug se imaginó un andén de estación de ferrocarril y contempló un naipe y unas mondaduras de naranja animando la carbonilla entre los dos raíles, debajo de un coche pullman que le estaba esperando en un ambiente mixto de verano y humo, pero que, dentro de un minuto, saldría de la estación y se marcharía lejos, lejos, hacia la blanca bruma de las increíbles Carolinas. Y, siguiéndole a lo largo de las oscurecidas marismas, tenazmente suspendida en el éter del atardecer y deslizándose entre los hilos del telégrafo, casta como la filigrana de un papel de barba, moviéndose con la suavidad de esas marañas de células que flotan de través sobre el ojo cansado, la pálida copia, color de limón, de la lámpara que brillaba sobre el pasajero, viajaría misteriosamente a través del paisaje turquesa de la ventanilla.

CAPITULO XVI

Tres sillas colocadas una detrás de otra.

La misma idea.

—¿El qué?

—El botaganado.

Un tablero de damas, apoyado en las patas de la primera silla, representaba el botaganado. La última silla era el furgón de cola.

—Comprendo. Pero, ahora, el maquinista debe irse a la cama.

—Date prisa, papaíto. Sube. ¡El tren va a arrancar!

—Escucha, querido...

—¡Oh! Por favor. Siéntate sólo un minuto.

—No, querido; ya te lo he dicho.

—Pero es sólo un minuto. ¡Oh, papá! Mariette no quiere; tú tampoco quieres. Nadie quiere viajar conmigo en mi supertrén.

—Ahora no. Ya es hora de...

De ir a la cama, de ir al colegio... Hora de dormir, hora de comer, hora de bañarse, nunca «hora» a secas; hora de levantarse, hora de salir, hora de volver a casa, hora de apagar todas las luces, hora de morir.

Y qué angustia, pensó Krug el pensador, amar tan locamente a una pequeña criatura, formada en cierta manera misteriosa (aún más misteriosa para nosotros de lo que lo fue para los primeros pensadores en sus bosquecillos de pálidos olivos) por la fusión de dos misterios, o mejor dicho, por dos series de un trillón de misterios cada una; formada por una fusión que es, al mismo tiempo, cuestión de elección y cuestión de suerte y cuestión de puro encantamiento; formada así y capaz, después, de acumular trillones de misterios propios; todo ello impregnado de conciencia, que es la única cosa verdadera del mundo y el misterio mayor de todos.

Se imaginó a David dentro de uno o dos años, sentado sobre un baúl con abigarrados marbetes, en la oficina de aduana del muelle.

Se lo imaginó corriendo en bicicleta, entre brillantes forsitias y delgados y desnudos abedules, por un camino en el que había un rótulo de «prohibidas las bicicletas». Lo vio en el borde de una piscina, tumbado boca abajo, con un mojado calzón negro, con uno de los omóplatos levantado en ángulo agudo, estirando una mano y sacudiendo el agua tornasolada que inundaba un destructor de juguete. Lo vio en uno de aquellos fabulosos establecimientos ubicados en una esquina, que tienen pasteles en un lado y helados en el otro, encaramado junto a la barra y estirándose hacia las máquinas de los jarabes. Lo vio arrojando una pelota con un movimiento especial de la muñeca, desconocido en su antiguo país. Lo vio, hecho un pollito, cruzando un campus en tecnicolor. Lo vio vistiendo el curioso atuendo (parecido al de los jockeys, salvo por los zapatos y las medias) que se usa en el juego de pelota americano. Lo vio aprendiendo a volar. Lo vio, a los dos años, sentado en su orinalito, saltando, meciéndose, cruzando a sacudidas, sobre el resbaladizo orinal, el suelo de su cuarto infantil. Lo vio como un hombre de cuarenta años.