CAPITULO XIV

Nunca se había atrevido a buscar la Verdadera Sustancia, el Uno, el Absoluto, el Diamante suspendido del Árbol de Navidad del Cosmos. Siempre había sentido el débil ridículo de una mente finita atisbando el tornasol del infinito a través de los barrotes de cárcel de los números enteros. Y, aunque la Cosa pudiese ser captada, ¿por qué tenía que desear él, o cualquier otro, que el fenómeno perdiese sus sinuosidades, su máscara, su espejo, y se convirtiese en el calvo numen?

Por otra parte, si (como pensaban algunos de los más sabios neomatemáticos) podía decirse que el mundo físico consiste en grupos de medida (marañas de tensiones, enjambres de mosquitos eléctricos crepusculares) que se mueven como mouches volantes sobre un fondo de sombra situado fuera del alcance de la Física, entonces seguramente, la dócil limitación del propio interés a medir lo mensurable olía a la más humillante futilidad. ¡Largo de aquí, tú, con tu regla y tus balanzas! Pues, sin tus reglas, en un acontecer imprevisto, distinto de la caza de papeles de la ciencia, la descalza Materia alcanza la Luz.

Debemos imaginarnos, pues, un prisma o una cárcel en que los arcus irisno son más que octavas de vibraciones etéreas y donde unos cosmógonos de cabezas transparentes entran y pasan a través de los respectivos vacíos vibrátiles, mientras, a su alrededor, diversos marcos de referencia laten con las contracciones de Fitz-Gerald. Entonces, damos una buena sacudida al calidoscopio telescópico (pues, ¿qué es vuestro cosmos, sino un instrumento que contiene diminutos cristales de colores que, por una combinación de espejos, adoptan una serie de formas simétricas diversas cuando se hace rodar aquél: advertidlo bien, cuando se hace rodar?) y tiramos el maldito aparato.

¡Cuántos de nosotros empezamos a construir de nuevo... o pensamos que construíamos de nuevo! Entonces, ellos vigilaban su construcción. Mirad: Heráclito el Sauce Llorón emitió una trémula luz junto a la puerta, y Parménides el Humo salía de la chimenea, y Pitágoras (que estaba dentro) dibujaba las sombras de los marcos de las ventanas sobre el brillante y pulido suelo donde jugaban las moscas (yo me poso y tú zumbas alrededor; después, yo zumbo y tú te posas; después, salta-salta-salta; después, zumbamos los dos).

Los largos días de verano. Olga tocando el piano. Música, orden.

Lo malo de Krug, pensó Krug, era que durante los largos días de verano, y con enorme éxito, había destrozado delicadamente los sistemas de otros y había adquirido, con ello, fama de poseer un impío sentido del humor y un delicioso sentido común, siendo así que, en realidad, no era más que un corpulento y triste diablo, y el llamado «sentido común» había resultado ser la gradual excavación de un pozo donde acomodar su pura locura sonriente.

La gente no se cansaba de decir que era uno de los filósofos más eminentes de su tiempo, pero él sabía que nadie podía realmente definir las facetas especiales de su filosofía, ni lo que significaba «eminente», ni cuál era exactamente «su tiempo», ni quiénes eran las otras eminencias. Cuando ciertos escritores de países extranjeros eran llamados discípulos suyos, nunca podía encontrar en sus escritos nada que tuviese el más remoto parecido con el estilo o con la índole de pensamiento que, sin su ratificación, le habían asignado los críticos, de modo que, en definitiva, empezó considerarse (el robusto y rudo Krug) como una ilusión, o más bien como partícipe de una ilusión que era sumamente apreciada por un gran número de personas cultas (con un generoso complemento de otras semicultas). Era algo bastante parecido a lo que suele ocurrir en las novelas cuando el autor y sus sumisos personajes aseguran que el protagonista es un «gran artista» o un «gran poeta», pero sin aportar ninguna prueba de ello (reproducciones de sus cuadros, muestras de su poesía); e incluso cuidando muy bien de no aportar tales pruebas, ya que cualquier muestra defraudaría con toda seguridad las esperanzas y la fantasía del lector. Aunque se preguntaba quién le había empujado, quién le había proyectado sobre la pantalla de la fama, Krug no podía dejar de tener la impresión de que, por alguna razón, lo había merecido, de que era realmente más importante y más brillante que la mayoría de los hombres que le rodeaban; pero también sabía que lo que la gente veía en él, tal vez sin darse cuenta, no era una admirable expansión de materia positiva, sino una especie de inaudible y helada explosión (como si el carrete se hubiese detenido en el punto en que estalla la bomba) con algunos escombros graciosamente suspendidos en el aire.

Cuando este tipo de mentalidad, tan bueno para la «destrucción creadora», dice para sus adentros, como podría decir cualquier pobre filósofo descarriado (¡oh, ese entumecido e incómodo «Yo», ese Mefistófeles de ajedrez oculto en el cogitol): «Ahora he limpiado el terreno, ahora construiré, y los dioses de la antigua filosofía no podrán entremeterse», el resultado es generalmente un frío montoncito de perogrulladas pescadas en el lago artificial donde habían sido colocadas especialmente para tal objeto. Lo que Krug esperaba pescar era algo no sólo perteneciente a una especie o género o familia u orden nunca descritos, sino algo representativo de una clase absolutamente nueva.

Dejemos esto bien claro. ¿Qué es más importante resolver: el problema «exterior» (espacio, tiempo, materia, el fuera desconocido) o el «interior» (vida, pensamiento, amor, el dentro desconocido) o incluso su punto de contacto (muerte)? Porque supongo que estamos de acuerdo en que los problemas no existen como tales problemas, aunque el mundo sea algo hecho de nada, dentro de nada hecho de algo. ¿O son también el «fuera» y el «dentro» una ilusión, de modo que puede decirse que una gran montaña se levanta a mil sueños de altura, y que la esperanza y el terror pueden plasmarse en un mapa con la misma facilidad que los cabos y los golfos a los que dieron nombre?

¡Responde! Oh, esa exquisita visión: un prudente lógico abriéndose camino entre los espinos y las hoyas cubiertas del pensamiento, marcando un árbol o un risco (por aquí ya he pasado, este Nilo está en su sitio), mirando atrás («en otras palabras») y probando cautelosamente un terreno pantanoso (ahora, sigamos adelante...); deteniendo su autocar de turistas al pie de una metáfora o de un Sencillo Ejemplo (supongamos que un ascensor...); avanzando, venciendo todas las dificultades y llegando triunfalmente, al fin, ¡al primer árbol que había marcado!

Entonces, pensó Krug, yo soy, por encima de todo, un esclavo de las imágenes. Decimos que una cosa se parece a otra, siendo así que lo que ansiamos realmente es describir algo que no se parezca a nada de este mundo. Algunos cuadros de la mente han sido tan adulterados por el concepto de «tiempo» que hemos llegado a creer en la existencia real de una fisura brillante y en perpetuo movimiento (el punto de percepción) entre nuestra eternidad retrospectiva, que no podemos recordar, y la eternidad venidera, que no podemos conocer. No somos realmente capaces de medir el tiempo, porque no se guarda ningún segundo de oro en una vitrina de París; pero, hablando francamente, ¿no os imagináis una longitud de varias horas más exactamente que una longitud de varias millas?

Y ahora, damas y caballeros, llegamos al problema de la muerte. Puede decirse, con la mayor cantidad de verdad prácticamente disponible, que la busca del conocimiento perfecto es el intento de un punto, en el espacio y en el tiempo, de identificarse con cualquier otro punto: la muerte es, o la adquisición instantánea del conocimiento perfecto (algo similar, digamos, a la instantánea desintegración de la piedra y la hiedra que componían la mazmorra circular donde antes tenía que contentarse el preso con dos pequeñas aperturas que se confundían ópticamente, mientras que ahora, con la desaparición de todos los muros, puede contemplar todo el paisaje circular), o la nada absoluta, nichto.