—¿Sabe quién es? —preguntó Quist.

Krug meneó la cabeza.

—¿Conocía usted a la viuda del difunto Presidente?

—Sí —dijo Krug—. La conocía.

—Y a la hermana del Presidente, ¿no la conocía?

—Creo que no.

—Bueno, ésa era su hermana —dijo Quist, con naturalidad.

Krug se sonó y, mientras lo hacía, echó un vistazo al contenido de la tienda: muchos libros. Un montón de volúmenes de la Librairie Hachette (Molière y cosas por el estilo), papel de mala calidad y cubiertas rotas, se estaba pudriendo en un rincón. Una hermosa lámina de un libro de insectos, de principio del siglo xix, mostraba una manchada esfinge y su pintada oruga colgada de una ramita y con el cuello arqueado. Una fotografía grande y descolorida (1894) de una docena de hombres con patillas, calzas atacadas y miembros artificiales (algunos tenían hasta dos brazos y una pierna), y una abigarrada pintura de un barco del Mississippi, adornaban una de las paredes.

—Bueno —dijo Quist—, me alegro mucho de conocerle.

Apretón de manos.

—Turok me dio su dirección —dijo el curioso anticuario, mientras se sentaban en sendos sillones, en el fondo de la tienda—. Antes de entrar en negociaciones, quiero decirle francamente una cosa: toda mi vida he hecho contrabando: drogas, diamantes, cuadros antiguos... Y ahora, personas. Sólo lo hago para cubrir los gastos de mis necesidades y gustos particulares; pero lo hago bien.

—Sí —dijo Krug—, comprendo. Yo traté de localizar a Turok hace algún tiempo, pero estaba fuera por cuestión de negocios.

—Bueno, él recibió su elocuente carta poco antes de que le detuviesen.

—Ya —dijo Krug—, ya. Así, pues, le detuvieron. Esto no lo sabía.

—Yo estoy en contacto con todo el grupo —explicó Quist, inclinándose ligeramente.

—Dígame —preguntó Krug—, ¿tiene alguna noticia de mis amigos..., los Maximov, Ember, Hedron?

—Ninguna, aunque puedo imaginarme fácilmente lo desagradable que deben encontrar el régimen carcelario. Permítame que le bese, profesor.

Se inclinó hacia delante y depositó un anticuado beso en el hombro izquierdo de Krug. Las lágrimas acudieron a los ojos de éste. Quist tosió afectadamente y prosiguió:

—Bueno, no olvidemos que soy un duro hombre de negocios y que, por consiguiente, estoy por encima de estas... innecesarias emociones. Es verdad que quiero salvarle, pero también lo es que quiero cobrar por ello. Tendrá que pagarme dos mil coronas.

—No es mucho —dijo Krug.

—En todo caso —dijo secamente Quist—, es suficiente para pagar a los valientes que llevan a mis temblorosos clientes al otro lado de la frontera.

Se levantó, fue a buscar una cajetilla de cigarrillos turcos, ofreció uno a Krug (que rehusó), lo encendió y depositó cuidadosamente la cerilla en un cenicero hecho con una concha marina rosa y violeta, de modo que siguiese ardiendo. Hasta que su extremo se retorció y se puso negro.

—Le ruego que me disculpe —dijo—, por haberme dejado llevar de un impulso de afecto y exaltación. ¿Ve esta cicatriz?

Mostró el dorso de su mano.

—Esto —dijo— me lo hicieron en un duelo, en Hungría, hace cuatro años. Nos batimos con sables de caballería. A pesar de que había recibido varias heridas, conseguí matar a mi adversario. Era un gran hombre, un cerebro brillante, un corazón de oro; pero tuvo la desgracia de llamar en broma a mi hermana menor «cette petite Phryné qui se croit Ophélie». El caso era que la romántica mocita había intentado ahogarse en su piscina.

Siguió fumando en silencio.

—¿Y no hay manera de sacarles de allí? —preguntó Krug.

—¿De dónde? ¡Oh! Ya comprendo. Mi organización es de otro tipo. En nuestra jerga profesional, les llamamos fruntgenz(ánades de la frontera), no turmbrokhen(rompedores de cárceles). Entonces, ¿está dispuesto a pagarme lo que le pido? Bene. ¿Y estaría igualmente dispuesto si le hubiese pedido todo el dinero que tiene en el mundo?

—Desde luego —dijo Krug—. Cualquier Universidad extranjera me lo reintegraría.

Quist se echó a reír y se aplicó taimadamente a pescar una bolita de algodón de un pequeño frasco que contenía algunas tabletas.

—¿Sabe una cosa? —dijo, con afectada sonrisa—. Si yo fuese un agent provocateur, lo cual desde luego no soy, haría, llegados a este punto, la siguiente observación mental: Madamka(suponiendo que éste fuese su apodo en el departamento de espionaje) está ansioso por abandonar el país, le cueste lo que le cueste.

—Y por Dios que tendría usted razón —dijo Krug.

—También tendrá que hacerme un regalo especial —siguió diciendo Quist—. A saber: su biblioteca, sus manuscritos, hasta el último papel escrito. Cuando salga del país, tendrá que hacerlo desnudo como un gusano.

—Magnífico —dijo Krug—. Incluso le guardaré el contenido de la papelera.

—Bien —dijo Quist—, si es así, poco más tenemos que hablar.

—¿Cuándo podrá arreglarlo? —preguntó Krug.

—Arreglar, ¿qué?

—Mi huida.

—¡Oh, eso! Bueno... ¿Tiene mucha prisa?

—Sí. Muchísima prisa. Quiero sacar a mi hijo de aquí.

—¿Su hijo?

—Sí; un niño de ocho años.

—Ya. Claro, tiene usted un hijo.

Se hizo un extraño silencio. Un rubor opaco invadió poco a poco el semblante de Quist. Miró al suelo. Con suaves garras, se pellizó la boca y las mejillas. ¡Qué tontos habían sido! Ahora, la ventaja era suya.

—Mis clientes —dijo Quist— tienen que andar más de treinta kilómetros a pie, a través de zarzales y de fangales poblados de arándanos. El resto del tiempo, tienen que permanecer echados en el fondo de un camión, con el consiguiente traqueteo. La comida es escasa y mala. Uno tiene que privarse de hacer sus necesidades durante diez horas seguidas o más. Usted tiene una buena constitución física, y lo aguantará. Pero, llevar a su hijo con usted..., ¡ni hablar!

—¡Oh! Se estará quieto como un ratón —dijo Krug—. Y podría llevarlo a cuestas, sin notarlo siquiera.

—Un día —murmuró Quist— no fue usted capaz de llevarlo tres kilómetros hasta la estación.

—¿Cómo?

—He dicho que, algún día, será incapaz de llevarlo más lejos que de aquí a la estación. Pero no es éste el punto esencial. ¿Se da usted cuenta del peligro?