Oh, sí, la clara del asunto en vez de su yema, dirá el lector con un suspiro; connu, mon vieux! El mismo viejo y árido sofisma de siempre, los mismos viejos alambiques cubiertos de polvo... ¡y el pensamiento volando como una bruja sobre su escoba! Pero te equivocas, estúpido capcioso.

Prescinde de mi invectiva (cuestión de ímpetu) y considera el punto siguiente: ¿podemos provocarnos un estado de pánico tratando de imaginar el número infinito de años, los infinitos pliegues de terciopelo oscuro (siente su sequedad en tu boca), en una palabra, el pasado infinito, que se extiende sobre el lado menor del día de nuestro nacimiento? No podemos. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que ya hemos pasado por la eternidad, de que ya hemos no-existido una vez y hemos descubierto que este néant no es en modo alguno terrorífico. Lo que ahora tratamos (infructuosamente) de hacer es llenar el abismo que hemos cruzado sanos y salvos, con terrores tomados de prestado del abismo que hay enfrente, el cual ha sido, a su vez, tomado de prestado del pasado infinito. De este modo, vivimos en un calcetín que está siendo vuelto del revés, sin que sepamos siquiera con seguridad a qué fase de la operación corresponde nuestro momento de conciencia. Una vez lanzado, siguió escribiendo con una fruición un tanto patética (aunque vista desde un lado). Estaba herido, algo se habla roto, pero, de momento, seguía impulsándole una corriente de inspiración de segunda categoría y de fantasía bastante aceptable. Después de una hora de ejercicio de esta clase, se interrumpió y releyó las cuatro páginas y media que había escrito. Ahora, el camino estaba despejado. Incidentalmente, en una frase compacta, se había referido a varias religiones (sin olvidar «aquella maravillosa secta judía cuyo sueño de un amable y joven rabino muriendo en la crux romana se había extendido a todos los países del Norte») y las había rechazado todas juntas, con gnomos y fantasmas. El pálido cielo estrellado de la filosofía sin trabas se extendía ante él, pero pensó que le convenía echar un trago. Sin soltar la pluma, se deslizó hasta el comedor. Una vez más, allí estaba ella.

—¿Se ha dormido ya? —preguntó en una especie de débil gruñido, sin volver la cabeza, mientras se agachaba para sacar el coñac de la parte más baja del aparador.

—Supongo que sí —respondió ella.

Él destapó la botella y vertió una pequeña parte de su contenido en una copa verde.

—Gracias —dijo ella.

No pudo dejar de mirarla. Estaba sentada a la mesa, remendando un calcetín. Su cuello y sus piernas desnudos parecían extrañamente pálidos en contraste con su bata y sus zapatillas negras.

Levantó la mirada de su labor, ladeada la cabeza y arrugando delicadamente la frente.

—¿Y bien? —dijo.

—No hay licor para ti —respondió Krug—. Si quieres, puedes beber gaseosa. Creo que hay en la nevera.

—¡Qué hombre más intratable! —dijo ella, bajando las descuidadas pestañas y cruzando de nuevo las piernas—. Es usted terrible. Hoy me siento bien.

—Bien, ¿qué? —preguntó él, cerrando de golpe la puerta del aparador.

—Simplemente, bonita. Muy bonita.

—Buenas noches —dijo él—. No te acuestes demasiado tarde.

—¿Puedo sentarme en su habitación mientras usted escribe?

—¡Claro que no!

Se volvió para salir, pero ella le llamó.

—Se ha dejado la pluma en el aparador.

Él volvió atrás, gruñendo, con el vaso en la mano, y cogió la pluma.

—Cuando estoy sola —dijo ella—, me siento y hago esto, como un grillo. Escuche, por favor.

—Que escuche, ¿qué?

Ella siguió sentada, con los labios entreabiertos, moviendo los muslos cruzados fuertemente, produciendo un ruidito débil, suave, labial, crepitante a intervalos, como si se frotase las palmas de las manos, que, sin embargo, permanecían inmóviles.

—El canto de un pobre grillo —dijo ella.

—Da la casualidad de que estoy un poco sordo —declaró Krug, y volvió a su habitación.

Pensó que tenía que haber ido a ver si David estaba dormido. Pero sí, debía estarlo, porque, de otro modo, habría llamado al oír los pasos de su padre. Krug no tenía las menores ganas de pasar de nuevo por delante de la puerta abierta del comedor, y, por consiguiente, se dijo que David debía estar al menos medio dormido y que podía molestarle su intrusión, por bien intencionada que fuese. No está muy claro el motivo de que se impusiese esta ascética restricción, cuando habría podido desahogar tan deliciosamente sus tensiones naturales y su inquietud, con la ayuda de la vehemente puella (por cuyo vivaz y pequeño abdomen habrían pagado los romanos más jóvenes que él 20.000 denarios o más a los sirios vendedores de esclavos). Tal vez le contenían ciertos sutiles escrúpulos supermatrimoniales o la horrible tristeza de toda la situación. Desgraciadamente, se había desvanecido súbitamente su afán de escribir y no sabía qué hacer. No tenía sueño, por haber dormido después de la cena. El coñac sólo había servido para aumentar su malestar. Era un hombre alto y robusto, del género velloso, con una cara algo parecida a la de Beethoven. Había perdido a su mujer en noviembre. Había enseñado filosofía. Era excesivamente viril. Se llamaba Adam Krug.

Volvió a leer lo que había escrito, tachó la bruja con la escoba y empezó a pasear arriba y abajo por su habitación, con las manos en los bolsillos de la bata. Gregoire atisbo desde debajo del sillón. Susurró el radiador. La calle estaba silenciosa detrás de las gruesas cortinas azules. Poco a poco, sus pensamientos reanudaron su misterioso curso. El cascanueces, que rompía un hueco segundo después de otro, encontró al fin uno lleno y sustancioso. Un sonido indistinto, como el eco de una ovación remota, recibió la aparición de un nuevo fantasma.

Una uña rascó, golpeó la puerta.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?

No hubo respuesta. Un dulce silencio. Después, un hoyuelo audible. Después, otra vez silencio.

Krug abrió la puerta. Ella estaba allí, envuelta en su camisón. Un lento pestañeo ocultaba y revelaba de nuevo la extraña mirada de sus ojos negros y opacos. Llevaba una almohada bajo el brazo y un despertador en la mano. Suspiró profundamente.

—Por favor, déjeme entrar —dijo, con un mohín incitante de las un tanto lemúridas facciones de su blanca carita—. Tengo miedo, no puedo quedarme sola. Tengo la impresión de que va a ocurrir algo horrible. ¿Puedo dormir aquí? jPor favor!

Cruzó la estancia de puntillas y, con infinito cuidado, dejó el carirredondo reloj sobre la mesita de noche. La luz de la lámpara, atravesando el tenue camisón, reveló la silueta de su cuerpo en un tono glaseado de porcelana china.

—¿Le parece bien así? —murmuró—. Me haré muy chiquitína.

Krug se volvió de espalda y, como estaba junto a una librería, apretó y soltó de nuevo un borde desprendido del lomo de cuero de un antiguo poeta latino. Brevis lux. Da mi basia mille. Golpeó despacio el libro con el puño.