—Oh, Mac, esto es delicioso... ¡Ojalá hubiese un billón de escalones!

Tal vez ahora se dormirá. Ojalá lo haga. Olga dijo una vez que un billón era un millón con un fuerte resfriado. Me duele la espinilla. Todo, todo, todo, todo. Tus botas, dragotzennyi, saben a ciruelas confitadas. Y, mira, mis labios sangran a causa de tus espuelas.

—No veo nada —dijo Linda—. Deja de tontear con la linterna, Mariechen.

—Sujétala bien, pequeña —gruñó Mac, jadeando un poco, derritiéndose progresivamente su ruda manaza; a pesar de la ligereza de su rojiza carga; debido a su flor ardiente.

Piensa que no le harán ningún daño. Su horrible hedor y sus uñas roídas; olor y suciedad de alumnos de instituto. Tal vez empiecen rompiendo sus juguetes. Tuyo y mío, tíralo que lo pillo, mano a mano; una de sus canicas preferidas, la opalina, única, sagrada, que ni siquiera yo me atrevía a tocar. Y él en medio, tratando de detenerles, tratando de agarrarla, tratando de quitársela. O tal vez le retuerzan el brazo o le gasten alguna otra broma pesada de adolescentes; o quizá..., no, no puede ser, aguanta, no desvaríes. Le dejarán dormir. Se limitarán a saquear el piso y a darse un banquete en la cocina. Y en cuanto yo vea a Schamm o a el Sapo en persona, y les diga lo que tengo que decirles...

Un viento furioso azotó a nuestros cuatro amigos al salir éstos de la casa. Un coche muy elegante les estaba esperando. Detrás del volante se hallaba el novio de Linda, un hombre guapo y rubio, de blancas pestañas y...

—Oh, ya nos conocemos. Claro que sí. En realidad, tuve el honor de hacer de chófer del profesor en otra ocasión. Y ésa es tu hermanita pequeña. Me alegro de conocerte, Mariechen.

—Suba, estúpido gordinflón —dijo Mac, y Krug se sentó pesadamente junto al conductor.

—Aquí tienes tu zapatilla y aquí están tus pieles —dijo Linda, entregando a Mac el abrigo prometido.

Él se dispuso a yudar a Mariette a ponérselo.

—No; sólo sobre los hombros —dijo la principiante.

Sacudió sus sedosos cabellos castaños; después, con un ademán especial y desenvuelto (pasando rápidamente el dorso de la mano por su delicada nuca), los levantó de manera que no quedasen sujetos debajo del cuello del abrigo.

—Aquí hay sitio para tres —gorjeó dulcemente, con su mejor versión del canto de la oropéndola, desde las profundidades del automóvil, mientras empujaba a su hermana y dejaba espacio libre a su otro lado.

Pero Mac desplegó una de las banquetas delanteras para estar exactamente detrás del prisionero; después, apoyó ambos codos en el tabique divisorio y, rumiando algo que olía a menta, dijo a Krug que se portase bien.

—¿Todos a bordo? —preguntó el doctor Alexander.

En este momento se abrió de par en par la ventana del cuarto del niño (última de la izquierda, cuarto piso), y uno de los jóvenes se asomó, vociferando algo en tono interrogador. Debido al borrascoso viento, no había manera de entender el significado de las confusas palabras.

—¿Qué? —gritó Linda, frunciendo con impaciencia la nariz.

—¿Uglugluglu? —gritó el joven, desde la ventana.

—Está bien —dijo Mac, sin dirigirse a nadie en particular—. Está bien —gruñó—. Te oímos.

—¡Está bien! —gritó Linda hacia lo alto, haciendo bocina con las manos.

El segundo joven apareció, moviéndose violentamente, en el trapezoide de luz. Agarraba a David, que se había subido a una mesa en un fútil intento de alcanzar la ventana. La figurita de pálido azul y cabellos brillantes desapareció. Krug salió casi del coche, vociferando y dando tirones, mientras Mac le sujetaba por la cintura. El coche arrancó. Era inútil seguir luchando. Una procesión de animalitos de colores desfiló a lo largo de una franja oblicua de papel de la pared. Krug se derrumbó en su asiento.

—Me gustaría saber lo que preguntaba —dijo Linda—. ¿Estás seguro de que todo va bien, Mac? Quiero decir...

—Bueno, ellos tienen instrucciones, ¿no?

—Supongo que sí.

—Los seis —dijo Krug, jadeando—, los seis serán torturados y fusilados si le ocurre algo a mi hijo.

—Vamos, vamos, no diga cosas feas —dijo Mac, y, sin demasiada suavidad, le golpeó detrás de la oreja con cuatro nudillos de una mano.

Fue el doctor Alexander quien alivió la tirante situación (pues es indudable que, durante un momento, tuvieron todos la impresión de que algo andaba mal).

—Bueno —dijo, con afectada sonrisa—, los feos rumores y los hechos vulgares no son siempre tan fieles como las novias feas y las mujeres vulgares.

Mac soltó la carcajada en el cogote de Krug.

—Debo confesar que tu nuevo galán tiene bastante sentido del humor —murmuró Mariette a su hermana.

—Es un hombre de estudios —dijo Linda, la de los grandes ojos, moviendo la cabeza con respeto y sacando el labio inferior—. Lo sabe todo. Es algo que me da escalofríos. Deberías verle con un disyuntor eléctrico o con una llave inglesa.

Las dos muchachas iniciaron una animada charla, como suelen hacer todas las chicas cuando se encuentran juntas en el asiento de atrás de un coche.

—Cuéntame algo más acerca de Hustav —pidió Mariette—. ¿Cómo le estrangularon?

—Pues verás. Entraron por la puerta de atrás, mientras yo estaba preparando el desayuno, y dijeron que tenían instrucciones de liquidarle. Yo les dije que muy bien, pero que no quería que me ensuciasen el suelo ni que hubiese disparos. Él se había encerrado en un armario de ropa. Se le oía temblar allí dentro, y caer la ropa encima de él y tintinear las perchas a cada temblor. Algo espeluznante. Yo les dije: no quiero ver cómo lo hacéis, ni quiero pasarme todo el día limpiando. Por consiguiente, lo llevaron al cuarto de baño y allí empezaron a justarle las cuentas. Desde luego, me estropearon la mañana. Yo tenía que ir al dentista a las diez, y ellos seguían en el cuarto de baño, haciendo unos ruidos sencillamente horribles..., sobre todo Hustav. La cosa debió durar al menos veinte minutos. Según me dijeron después, él tenía la nuez de Adán, dura como el acero..., y, desde luego, llegué tarde a casa del dentista.

—Como de costumbre —comentó el doctor Alexander. Las muchachas rieron. Mac se volvió a la más joven de las dos y, dejando de mascar, preguntó:

—¿De veras no tienes frío, Cin?

Su voz de barítono estaba cargada de amor. La adolescente enrojeció y, disimuladamente, le estrechó la mano. Respondió que tenía calor, ¡oh!, mucho calor. Había enrojecido porque él había empleado un diminutivo secreto que nadie conocía, que él había adivinado de algún modo. La intuición es el sésamo del amor.

—Está bien, está bien, ojos de caramelo —dijo el joven y tímido gigante, desprendiendo la mano—. Recuerda que estoy de servicio.