Los dos funcionarios, hablando volublemente y manoseándose la corbata el más bajito, manteniendo el otro un lúgubre silencio y mirando al frente con sus ojos glaciales, salieron de la habitación.

Krug continuó esperando.

A las 11.24 de la noche, entró un policía (ahora de uniforme), buscando a Crystalsen. Quería preguntarle qué tenían que hacer con el muchacho detenido por equivocación. Hablaba con roncos susurros. Cuando Krug le dijo que habían salido por allí, se dirigió delicadamente a la puerta, con aire interrogador, y, después, cruzó la estancia de puntillas, moviendo tímidamente la nuez de Adán. Tardó siglos en cerrar la puerta, sin el menor ruido.

A las 11.43, el mismo hombre, pero ahora con el cabello revuelto y los ojos desorbitados, cruzó de nuevo la sala de espera, conducido por Guardias Especiales, para ser fusilado después como cabeza de turco, junto con el otro «hombre corpulento» (véase escena sin numerar) y el pobre Konkordii.

A las 12 en punto, Krug seguía esperando.

Sin embargo, diversos ruidos, procedentes de las oficinas contiguas, aumentaban poco a poco en volumen y agitación. En varias ocasiones, ciertos oficinistas cruzaron la estancia, corriendo desalentados, y, en una de ellas, una telefonista (una tal señorita Lovedale), que había sido terriblemente maltratada, fue llevada al hospital de la prisión en una camilla, por dos colegas de buen corazón y cara de palo.

A la 1.08 de la madrugada llegaron rumores de la detención de Krug al grupito de conspiradores anti -ekwilistas dirigidos por el estudiante Phokus.

A las 2.17, un hombre barbudo, que dijo ser electrotécnico, vino a inspeccionar el radiador de la calefacción, pero un receloso guardián le dijo que la electricidad nada tenía que ver con su sistema de calefacción y que hiciese el favor de volver otro día.

Las ventanas habían adquirido un fantástico color azul cuando, al fin, reapareció Crystalsen. Celebraba poder informar a Krug de que el niño había sido localizado. «Se reunirá con él dentro de pocos minutos», le dijo, y añadió que, en aquel preciso instante, estaba preparando una sala de tortura completamente modernizada, para recibir a los que habían cometido aquel tremendo error. Quería saber si le habían informado correctamente al referirle la súbita conversión de Adam Krug. Krug le respondió que sí, que estaba dispuesto a radiar a algunos de los más ricos Estados extranjeros su convicción de que el ekwilismoera una cosa estupenda, pero que sólo lo haría si su hijo le era devuelto sano y salvo. Crystalsen le condujo a un coche de la Policía y empezó a explicarle cosas durante el trayecto.

Estaba claro que se había cometido una terrible equivocación: el niño había sido llevado a una especie de... bueno, de Instituto de Niños Anormales, en vez de a la mejor Casa de Reposo del Estado, tal como se había convenido. Me está usted haciendo daño en la muñeca, señor. Desgraciadamente, el director del Instituto se había imaginado, ¿y quién no habría pensado lo mismo?, que el niño que le entregaban era uno de los llamados «Huérfanos» que se empleaban, de vez en cuando, como «instrumento de relajamiento» en favor de los internados más interesantes y poseedores de algún llamado antecedente «criminal» (violación, asesinato, destrucción de bienes del Estado, etc.). La teoría —no vamos a discutir ahora su valor, y me va a pagar usted el puño de la camisa si lo rompe— era que, si los pacientes más difíciles podían tener, una vez a la semana, posibilidad de desahogar completamente sus deseos reprimidos (exagerado afán de dañar, de destruir, etc.) con alguna criaturita humana sin valor para la comunidad, podría escapar gradualmente la maldad encerrada en ellos, podría, por decirlo así, «desenfundarse» y hacer que, en definitiva, aquellos hombres se convirtiesen en buenos ciudadanos. El experimento puede criticarse, desde luego; pero ésa es otra cuestión (Crystalsen se enjugó cuidadosamente la sangre de la boca y ofreció su no demasiado limpio pañuelo a Krug... para que éste se enjugase los nudillos; Krug lo rehusó; subieron al coche; varios soldados se reunieron con ellos). Bueno, el cercado donde se realizaban los «juegos de relajamiento» estaba situado de manera que el director, desde su ventana, y los otros doctores e investigadores de ambos sexos (por ejemplo, la Doktor Amalia von Wytwyl, una de las personas más fascinadoras que imaginarse pueda, una aristócrata; le gustaría conocerla en circunstancias más agradables; sí, seguro que le gustaría), desde otros gemüllichobservatorios, pudiesen observar el procedimiento y tomar notas. Una enfermera bajaba con el «huérfano» por la escalera de mármol. El cercado era una hermosa extensión de terreno herboso, y todo el lugar parecía, sobre todo en verano, sumamente atractivo, evocando aquellos teatros al aire libre a que eran tan aficionados los griegos. El «huérfano», o la «personita», era dejado solo, en libertad para corretear por todo el cercado. Un fotógrafo captó a uno de ellos tumbado desconsoladamente boca abajo, arrancando una mata de hierba con distraídos dedos (la enfermera reapareció en la escalera del jardín y dio unas palmadas para que no lo hiciese. Y él no lo hizo). Al cabo de un rato, los pacientes o «internos» (ocho en total) eran llevados al cercado. Al principio se mantenían a distancia, mirando a la «personita». Era interesante observar cómo se iba formando gradualmente el espíritu de «grupo». Habían sido individuos toscos, desorganizados y fuera de la ley; pero, ahora, algo los unía; el espíritu de comunidad (positivo) empezaba a dominar los antojos individuales (negativos); por primera vez en su vida, estaban organizados; la Doktor Von Wytwyl solía decir que era, éste, un momento maravilloso: uno sentía que, según la original expresión de la doctora, «algo ocurría de verdad», o, en lenguaje técnico: el «ego» salía «ouf» (fuera) y el puro «huevo» (extracto común de «egos») «permanecía». La «personita» hacía lo que le decían, y el joven, con infalible precisión, escupía una china en la boca abierta del niño. (Esto iba un poco contra el reglamento, ya que, hablando en términos generales, estaban prohibidos toda clase de proyectiles, instrumentos, armas, etc.) A veces, el «juego del estrujón» empezaba inmediatamente después del «juego del escupitajo»; pero, en otros casos, el paso desde los inofensivos pellizcos, empujones o tímidas insinuaciones sexuales, hasta el descuartizamiento, la fractura de huesos o la extracción de los ojos, requerían un tiempo considerable. Naturalmente, había muertes inevitables; pero, muy a menudo, la «personita» era reparada y podía volver a la brega. El domingo próximo, querido, volverás a jugar con los mayores.

Una «personita» reparada era la más adecuada para un «relajamiento» especialmente satisfactorio.

Ahora, tomemos todo esto, comprimámoslo en una bolita e incrustemos ésta en el centro del cerebro de Krug, para que se dilate poco a poco.

El trayecto fue muy largo. En alguna parte, en una abrupta región montañosa, a mil o mil quinientos metros sobre el nivel del mar, se detuvieron: los soldados querían su frishtik(desayuno) y estaban dispuestos a despacharlo tranquilamente en aquel salvaje y pintoresco lugar. El coche permaneció inerte, ligerísimamente inclinado sobre un costado, entre rocas oscuras y manchas de nieve blanca y muerta. Sacaron pan y pepinos, así como sus termos de ordenanza, y empezaron a masticar pensativamente, sentados en el estribo o sobre la marchita, desgreñada y tosca hierba de la orilla de la carretera. La Garganta Real, una maravilla de la Naturaleza, excavada por las aguas cargadas de arena del turbulento río Sakra a lo largo de milenios, brindaba un escenario de gloria y esplendor. Nosotros, en el Rancho del Velo Nupcial, procuramos comprender y apreciar la actitud mental que observan muchos de nuestros huéspedes al llegar de sus ciudades y sus negocios, y ésta es la razón de que les invitemos a hacer exactamente lo que quieran en lo concerniente a diversión, ejercicio y descanso.