—Será mejor que se apresure. La pesadilla puede escapar a mi control.

—Claro, claro; lo arreglaré inmediatamente. Su actitud no puede ser más satisfactoria. Nuestra gran prisión lo ha convertido en todo un hombre. Un verdadero éxito. Me felicitarán por haberle convencido con tanta rapidez. Discúlpeme.

Se levantó (un pequeño y flaco funcionario del Estado, de cabeza grande y pálida, y mandíbulas negras y endentadas), apartó los pliegues de una portiére de terciopelo, y el preso se quedó solo con su sordo «uno-uno-uno». Un archivador ocultaba la puerta por la que había pasado Krug minutos antes. Lo que parecía una ventana con cortinas. Se arregló el cuello de la bata.

Transcurrieron cuatro años. Después, partes desarticuladas de un siglo. Fragmentos de un tiempo desgarrado. Digamos veintidós años en total. El roble de delante de la vieja iglesia había perdido todos sus pájaros; sólo el nudoso Krug no había cambiado.

Precedido de un empujón o de un tirón, o de ambas cosas, a la cortina, y después, de su propia mano visible, volvió a entrar Konkordii Filadelfovich. Parecía complacido.

—Traerán a su chico en un periquete —dijo, vivamente—. Todo el mundo siente un gran alivio Ha estado al cuidado de una niñera competente. Dice que el chico se ha portado bastante mal. Un niño difícil, ¿no? A propósito, me han dicho que le pregunte si prefiere escribir su discurso y someterlo a aprobación o si empleará el material preparado.

—El material. Tengo una sed terrible. —En seguida nos traerán unos refrescos. Y ahora, hay otra cuestión. Tiene que firmar algunos documentos. Podríamos empezar en seguida. —No antes de ver a mi hijo.

—Le advierto que estará usted muy ocupado, sudar (señor). Seguro que un par de periodistas están rondando ya por ahí fuera. ¡Oh, lo que hemos tenido que pasar! Pensamos que nunca volvería a abrirse la Universidad. Supongo que mañana habrá manifestaciones estudiantiles, desfiles, actos públicos de acción de gracias. ¿Conoce usted a d'Abrikosov, el productor de cine? Bueno, ha dicho que él sabía que comprendería usted de pronto la grandeza del Estado y todo lo demás. Dijo que esto era como la gráce en religión. Una revelación. Dijo que era muy difícil explicar cosas a alguien que no hubiese experimentado esta súbita impresión deslumbrante de la verdad. Personalmente, celebro haber tenido el privilegio de ser testigo de su hermosa conversión. ¿Sigue todavía enfurruñado? Vamos, borre esas arrugas de su frente. ¡Adelante! ¡Música!

Por lo visto, apretó un botón o hizo girar un disco, porque unos sones marciales brotaron de alguna parte, y el buen hombre añadió, en un murmullo reverente:

—Música en su honor.

Sin embargo, el ruido de la banda fue ahogado por el estridente timbre del teléfono. Sin duda era una noticia importante, pues Kol colgó el auricular con ademán triunfal y empujó a Krug hacia la puerta ornada de cortinas. Usted primero.

Era un hombre de mundo; Krug no lo era, y se precipitó como un oso salvaje.

Escena sin numerar (pero perteneciente a uno de los últimos actos): la espaciosa sala de espera de una prisión elegante. Lindo y pequeño modelo de guillotina (servida por un tieso muñeco con sombrero de copa) dentro de una campana de cristal, sobre la repisa de la chimenea. Cuadros al óleo representando varios oscuros temas religiosos. Una serie de revistas sobre una mesita (la Geographical Magazine, Stolitza Usad'ba, Die Woche, The Tatler, L'Illustration). Un par de muebles librería, con los libros acostumbrados ( Mujercitas, el volumen III de la Historia de Nottingham, etc.). Un manojo de llaves sobre una silla (olvidadas allí por uno de los guardianes). Una mesa con refrescos: un plato de bocadillos de arenque y un jarro de agua rodeado de varios vasos procedentes de diversos kurortsalemanes (el de Krug tenía una vista de Bad Kissingen).

Una puerta situada al fondo de la estancia se abrió de par en par; varios fotógrafos de Prensa y reporteros formaron una galería viviente para dar paso a dos hombres fornidos que conducían a un asustado y delgado muchacho de doce o trece años. Llevaba la cabeza recién vendada (nadie tenía la culpa, dijeron; el chico había resbalado sobre el pulido suelo y se había dado de cabeza contra un modelo del motor de Stevenson en el Museo de los Niños). Vestía un uniforme negro de colegial, con cinturón. Uno de los hombres hizo un súbito ademán para calmar la impaciencia de los miembros de la Prensa, y el chico levantó rápidamente un codo para taparse la cara.

—Ése no es mi hijo —dijo Krug.

—Tu papá siempre está de broma, siempre está de broma —dijo Kol amablemente al chico.

—Quiero a mi hijo. Ése no es el mío.

—¿Qué está diciendo? —preguntó vivamente Kol—. ¿Que no es su hijo? No diga tonterías, hombre. Emplee los ojos.

Uno de los esbirros (un policía de paisano) sacó un documento y lo entregó a Kol. El documento decía claramente: Arvid Krug, hijo del profesor Martin Krug, ex Vicepresidente de la Academia de Medicina.

—El vendaje tal vez le cambia un poco —dijo apresuradamente Kol, con una nota de desesperación en la voz—. Y, además, los chicos crecen tan de prisa...

Los guardias estaban desarmando los aparatos de los fotógrafos y empujaban a los reporteros fuera de la habitación.

—Sujetad al chico —dijo una voz brutal.

El recién llegado, un tipo llamado Crystalsen (cara roja, ojos azules, alto cuello almidonado) y que era, según se supo muy pronto, segundo secretario del Consejo de Ancianos, se acercó al pobre Kol y, agarrándole del nudo de la corbata, le preguntó si no se consideraba responsable de la estúpida equivocación. Kol esperaba aún contra toda esperanza...

—¿Está usted completamente seguro —siguió preguntando a Krug— de que ese muchachito no es su hijo? Los filósofos son muy distraídos, ¿no? Y la luz de esta habitación no es muy intensa...

Krug cerró los ojos y dijo, a través de los apretados dientes:

—Quiero a mi hijo.

Kol se volvió a Crystalsen, extendió las manos y emitió un desolado y desesperado sonido crepitante con los labios ( ppft). Mientras tanto, se llevaron al inoportuno muchacho.

—Discúlpenos —dijo Kol a Krug—. Estos errores son inevitables cuando hay tantas detenciones.

—Aún son pocas —interrumpió Crystalsen, vivamente.

—Quiere decir —explicó Kol a Krug— que los que han cometido esta equivocación serán debidamente castigados.

Crystalsen, même jeu:

—O lo pagarán muy caro.

—Exacto. Desde luego, todo se arreglará inmediatamente. Hay cuatrocientos teléfonos en este edificio. Su niño perdido será encontrado en seguida. Ahora comprendo por qué tuvo mi esposa un sueño terrible la noche pasada. ¡ Ah, Crystalsen, was ver a trum(menudo sueño)!