—El gafas. Dijo que mi madre había muerto. Mira, mira, una mujer deshollinadora.

(Éstas habían aparecido recientemente, debido a algún oscuro cambio o desviación o falla o nuevo rumbo de la economía del Estado..., con gran regocijo de los niños.) Krug guardó silencio. David siguió hablando.

—Esto ha sido culpa tuya, no mía. ¡Tengo el zapato izquierdo lleno de agua, papá!

—Sí.

—Tengo el zapato izquierdo lleno de agua.

—Sí, lo siento. Caminemos un poco más de prisa. Y tú, ¿qué le contestaste?

—¿Cuándo?

—Cuando Billy dijo esa estupidez acerca de tu madre.

—Nada. ¿Qué podía decirle?

—Pero, sabías que era una observación estúpida, ¿no?

—Supongo que sí.

—Porque, aunque ella hubiese muerto, no estaría muerta para ti ni para mí.

—Pero no ha muerto, ¿verdad?

—No, en nuestro sentido. Un hueso no es nada para ti ni para mí; en cambio, es mucho para Basso.

—Él gruñó por el hueso, papá. Se quedó quieto, con la pata encima de él, y gruñó. La señorita Zee dijo que no debíamos tocarle ni hablarle mientras lo tuviese.

— Raduga moia!

Ahora estaban en la calle de Peregolm. Un hombre barbudo, que Krug sabía que era un espía y que aparecía siempre a las doce en punto, estaba en su puesto, delante de la casa de Krug. A veces, vendía manzanas; en una ocasión, había llegado disfrazado de cartero. En días de mucho frío, trataba de colocarse en el escaparate de una sastrería, imitando a un maniquí, y Krug se divertía mirando fijamente al pobre hombre. Hoy estaba inspeccionando la fachada de la casa y anotando algo en una libreta.

—¿Contando las gotas de agua, inspector?

El hombre miró a otro lado; se alejó y, al hacerlo, tropezó con el bordillo. Krug sonrió.

—Ayer —dijo David—, cuando pasábamos nosotros, ese hombre le hizo un guiño a Mariette.

Krug sonrió de nuevo.

—¿Sabes una cosa, papá? Creo que Mariette habla con él por teléfono. Habla por teléfono cada vez que tú sales de casa.

Krug se echó a reír. La extraña muchachita, pensó, disfrutaba haciendo el amor con un buen número de galanes. Tenía dos tardes libres, probablemente llenas de faunos y futbolistas y toreros. ¿Se está convirtiendo esto en una obsesión? ¿Quién es ella? ¿Una sirvienta? ¿Una niña adoptada? ¿O qué? Nada. Sé perfectamente, pensó Krug al dejar de reír, que sólo va al cine con una amiga gordinflona: así lo dice ella, y no tengo motivos para no creerla; y, si yo hubiese pensado que era lo que realmente es, la habría despedido inmediatamente: por los gérmenes que pudiese traer al cuarto del niño. Exactamente como habría hecho Olga.

Un día del mes pasado, se habían llevado el ascensor sin desmontarlo. Habían llegado unos hombres, habían sellado la puerta de la diminuta casa del barón, y la habían cargado, intacta, en un camión. El pájaro estaba demasiado asustado para agitar las alas. ¿O habría sido también un espía?

—Está bien. No llames. Tengo la llave.

—¡Mariette! —gritó David.

—Supongo que habrá salido de compras —dijo Krug, dirigiéndose al cuarto de baño.

Ella estaba de pie en la bañera, jabonándose sinuosamente la espalda o, al menos, las partes de la estrecha y reluciente espalda, llena de hoyuelos, que podía alcanzar pasando la mano por encima del hombro. Tenía el cabello recogido hacia arriba, sujeto con un pañuelo o algo parecido. El espejo reflejaba una axila morena y un pezón erguido y pálido. «Estaré lista en un segundo», cantó.

Krug cerró la puerta de golpe, con vivas muestras de disgusto. Se dirigió al cuarto del niño y ayudó a David a cambiarse los zapatos. Ella estaba todavía en el cuarto de baño cuando el hombre del Angliskii Club trajo un pastel de carne, un puddingde arroz, y sus nalgas de adolescente. Cuando el camarero se hubo marchado, salió ella del cuarto de baño, sacudiendo los cabellos, y corrió a su habitación, donde se puso un vestido negro. Al cabo de un minuto, volvió a salir y empezó a poner la mesa. Cuando terminaron de comer, habían llegado ya el periódico y el correo de la tarde. ¿Qué noticias traerían?

CAPITULO XIII

El Gobierno estaba empeñado en enviarle montones de material impreso, anunciando sus logros y sus objetivos. Junto con la factura del teléfono y la felicitación de Navidad de su dentista, encontró en el buzón una circular que decía más o menos lo siguiente:

Querido ciudadano: según el artículo 521 de nuestra Constitución, la nación disfrutará de las cuatro libertades siguientes: 1. Libertad de palabra, 2. Libertad de Prensa, 3. Libertad de reunión, y 4. Libertad de manifestación. Estas libertades se garantizan poniendo a disposición del pueblo buenas máquinas de imprimir, adecuados suministros de papel, salones bien aireados y calles de gran anchura. ¿Qué debemos entender por las dos primeras libertades? Para el ciudadano de nuestro Estado, un periódico es un organizador colectivo cuyo objetivo es preparar a sus lectores para el cumplimiento de las diversas misiones que les están encomendadas. Así como, en otros países, los periódicos no son más que empresas comerciales, sociedades que venden sus artículos impresos al público (y que, por consiguiente, hacen cuanto pueden para atraer al público por medio de llamativos titulares y perversas historias), el objetivo principal de nuestra Prensa es proporcionar información capaz de dar, a cada ciudadano, una clara visión de los arduos problemas planteados por los asuntos cívicos e internacionales; por consiguiente, orientan las actividades y las emociones de sus lectores en la dirección necesaria.

En otros países, observamos un número de órganos en competencia. Cada periódico sigue su propio camino, y esta desorientadora variedad de tendencias produce una confusión total en la mente del hombre de la calle; en nuestro país, realmente democrático, una Prensa homogénea es responsable, ante la nación, de la corrección de la educación política que proporciona. Los artículos de nuestros periódicos no son fruto de fantasías individuales, sino un maduro y cuidadosamente preparado mensaje dirigido al lector, que, a su vez, lo recibe con la misma seriedad y gravedad de ideas.

Otra característica importante de nuestra Prensa es la colaboración voluntaria de corresponsales locales: cartas, sugerencias, comentarios, críticas, etc. Así observamos que nuestros ciudadanos tienen libre acceso a la Prensa, un estado de cosas desconocido en todos los demás países. Cierto que, en otros países, se habla mucho de «libertad»; pero, en realidad, la falta de fondos no permite el empleo de la palabra impresa. Es evidente que el millonario y el obrero no disfrutan de las mismas oportunidades.