Pensando en aquella ridícula entrevista, se preguntaba Krug cuánto tiempo pasaría hasta el siguiente intento. Seguía pensando que, mientras se estuviese quieto, nada malo podía ocurrirle. Aunque pareciese extraño, llegó a final de mes el cheque acostumbrado, aunque la Universidad había dejado de existir, al menos por fuera. Entre bastidores había una serie inacabable de sesiones, un torbellino de actividad administrativa, una reagrupación de fuerzas; pero él se negaba a asistir a tales reuniones e incluso a recibir a las diversas delegaciones y a los mensajeros especiales que Azureus y Alexander seguían enviándole. Él sostenía que, cuando el Consejo de Ancianos hubiese agotado su poder de seducción, le dejarían en paz, ya que el Gobierno, no atreviéndose a detenerle y mostrándose reacio a concederle el lujo del exilio, seguiría esperando, con inútil obstinación, que acabase por ceder. El desvaído color que tomaba el futuro ligaba muy bien con el mundo gris de su viudez, y, si no hubiese tenido amigos de quienes preocuparse, ni un hijo a quien estrechar contra su mejilla y su corazón, habría dedicado aquel crepúsculo a alguna tranquila investigación: por ejemplo, siempre había deseado saber algo más acerca del Período Auriñaciense y de aquellos retratos de seres singulares (tal vez semihombres de Neandertal —antepasados directos de Paduk y sus semejantes— empleados por los auriñacienses como esclavos) que un noble español y su hijita habían descubierto en la cueva pintada de Altamira. O tal vez habría abordado algún oscuro problema de telepatía victoriana (los casos referidos por clérigos, damas nerviosas, coroneles retirados que habían servido en la India), como el notable sueño que había tenido una tal señora Storie de la muerte de su hermano. Por nuestra parte, podríamos seguir al hermano en su camino por la vía del ferrocarril en una noche muy oscura: después de recorrer dieciséis millas, se sintió un poco cansado (cosa nada de extrañar); se sentó para quitarse las botas, se durmió al chirrido de los grillos y, entonces, pasó un tren. Setenta y seis vagones de corderos (en curiosa parodia de la «cuenta-de-corderos-para-dormir») pasaron sin tocarle, hasta que al fin, algo que sobresalía le dio en la cabeza y lo mató en el acto. Y también podríamos observar las «illusions hypnagogiques» (¿sólo ilusiones?) de la buena Miss Bidder, que tuvo una vez una pesadilla de la que sobrevivió un demonio al que vio claramente después de despertarse, de modo que se incorporó para observar su mano agarrada al barrote de los pies de la cama, y que se desvaneció entre los adornos de la chimenea. Una tontería, pero no puedo evitarlo, pensó, mientras se levantaba de su sillón y cruzaba la estancia para arreglar los sesgados pliegues de su bata, que, tirada sobre el diván, mostraba en un extremo una distinta cara medieval.
Buscó algunos fragmentos que había recogido a ratos perdidos para un ensayo que no había llegado a escribir y que nunca escribiría, porque ahora había olvidado ya su idea central, su combinación secreta. Estaba, por ejemplo, el papiro que un hombre llamado Rhind compró a unos árabes (que decían que lo habían encontrado entre las ruinas de unos edificios próximos a Ramesseum); empezaba con la promesa de revelar «todos los secretos, todos los misterios», pero (como el demonio de Miss Bidder) resultó no ser más que un libro escolar, con espacios en blanco, empleado por algún agricultor egipcio desconocido, del siglo xviii a. de J. C, para sus torpes cálculos. Un recorte de periódico decía que el Entomólogo del Estado había dimitido para convertirse en Consejero sobre Arboles de Sombra, y uno se preguntaba si esto no sería un delicado eufemismo oriental para expresar la muerte. En la siguiente hoja de papel, había copiado unos pasajes de un famoso poema americano:
Curiosa vista... esos vergonzosos osos,
Esos tímidos guerreros pescadores de ballenas,
Y ha llegado la hora de la marea; El barco lanza sus amarras.
No aparece en ningún mapa; Nunca aparecen los sitios de verdad.
Esta agradable luz, no me ilumina; Todo encanto es angustia...
y, desde luego, aquel fragmento sobre la deliciosa muerte de un buscador de miel de Ohio (en aras de mi humor, conservaré el estilo en que lo narré una vez en Tula, ante un círculo de ociosos amigos rusos).
Truganini, el último tasmanio, murió en 1877, pero el último Truganini no podía recordar qué relación tenía esto con el hecho de que los peces comestibles del mar de Galilea, en el siglo de nuestra Era, eran principalmente crómidos y barbos, aunque, en el cuadro de la Pesca Milagrosa, de Rafael, encontramos, entre formas acuáticas indefinibles, hijas de la fantasía del joven pintor, dos ejemplares que pertenecen evidentemente a la familia de las lizas, que nunca se encuentran en agua dulce. Hablando de venationes (espectáculos con animales salvajes) romanas de la misma época, observamos que el escenario, en el que se representaban rocas ridículamente pintorescas (más tarde ornamentos de paisajes «románticos») y un bosque indiferente, se levantaba sobre las criptas subyacentes al circo empapado de orines, donde se hallaba Orfeo entre leones de verdad y osos con las uñas doradas; pero este Orfeo era encarnado por un criminal, y la escena terminaba con su muerte entre las garras de un oso, mientras Tito o Nerón, o Paduk, lo contemplaban con ese placer total que, según se dice, produce el «arte» impregnado de «interés humano».
La estrella más próxima es el Alfa de Centauro. El Sol se encuentra a una distancia de unos 150 millones de kilómetros de nosotros. Nuestro sistema solar emergió de una nebulosa en espiral. De Sitter, que no tenía nada más que hacer, calculó la circunferencia del Universo «finito pero ilimitado» en unos cien millones de años luz, y su masa, en un quintillón de cuatrillones de gramos. Es fácil imaginarse a la gente del año 3000 d. de J. C. burlándose de nuestra ingenua tontería y sustituyéndola por otra tontería propia.
«La guerra civil está destruyendo a Roma, a la que nadie podía arruinar, ni siquiera la fiera Alemania con su juventud de ojos azules.» Cuánto envidio a Cruquius, que había visto realmente Manuscritos Blandinianos de Horacio (destruidos en 1556, al ser saqueada por la chusma la abadía benedictina de San Pedro, de Blankenbergh). ¡Oh! ¿Cómo sería el viaje por la Vía Apia, en aquellos grandes coches de cuatro ruedas para trayectos largos, conocidos por el nombre de rheda? Las mismas Damas Pintadas agitando las alas sobre las mismas flores de cardo.
Vidas que envidio: longevidad, tiempos pacíficos, país en paz, fama tranquila, satisfacción tranquila: Ivar Aasen, filólogo noruego, 1813-1896, que inventó un lenguaje. Aquí abajo, tenemos demasiados homo civicus y pocos homo sapiens.
El doctor Livingstone cuenta que, en una ocasión, después de hablar un buen rato con un bosquimano sobre la Divinidad, descubrió que aquel salvaje pensaba que se refería a Sakomi, un jefe local. La hormiga vive en un universo de olores con forma, de configuraciones químicas.