Entonces, el zemberlcondujo a Krug a presencia del ministr dvortza, un tal Von Embit, de origen germano. Embit se declaró inmediatamente humilde admirador del genio de Krug. Dijo que su mentalidad había sido formada por Mirokonzepsia. Además, un primo suyo había estudiado con el profesor Krug, el famoso físico: ¿era acaso pariente suyo? No, no lo era. El ministrcontinuó su charla social durante unos pocos minutos (tenía la extraña costumbre de emitir un breve ronquido antes de decir algo) y, después, tomó del brazo a Krug y le condujo por un largo pasillo con puertas a uno de sus lados y un tapiz de colores verde pálido y verde espinaca al otro, mostrando lo que parecía ser una interminable cacería en un bosque subtropical. Se invitó al visitante a inspeccionar varias habitaciones: su guía abría silenciosamente una puerta y, con un murmullo reverente, llamaba su atención sobre algún objeto interesante. La primera habitación que le mostraron contenía un mapa topográfico del Estado, hecho de bronce y con las ciudades y pueblos representados por piedras preciosas o semipreciosas de diversos colores. En la siguiente, una joven mecanógrafa escudriñaba el contenido de ciertos documentos, y tan absorta estaba en su descifrado, y tan silenciosamente había entrado el ministr, que lanzó un salvaje alarido cuando éste resopló a su espalda. Después, visitaron una clase: una veintena de morenos muchachos armenios y sicilianos escribían aplicadamente sobre pupitres de palisandro, mientras su eunig, un hombre gordo de cabellos teñidos y ojos enrojecidos, sentado frente a ellos, se pintaba las uñas y bostezaba con la boca cerrada. Particularmente interesante era una habitación absolutamente vacía, en la que algunos muebles desaparecidos habían dejado manchas cuadradas y de color de miel en el suelo castaño: Von Embit se entretuvo un rato allí e hizo que Krug hiciese lo propio, y señaló en silencio un aspirador eléctrico, y se entretuvo un poco más, moviendo los ojos de un lado a otro, como considerando los sagrados tesoros de una antigua capilla.

Pero había algo aún más curioso reservado pour la bonne bouche. Notamment une grende pièce bien claire, con sillas y mesas de típico estilo de laboratorio, y algo que parecía un aparato de radio extraordinariamente grande y complicado. Esta máquina emitía un ruido de golpes rítmicos, parecido en cierto modo al de un tambor africano, y tres doctores vestidos de blanco estaban ocupados comprobando el número de latidos por minuto. Por su parte, dos miembros de rudo aspecto de la guardia personal de Paduk controlaban a los doctores, contando separadamente. Una linda enfermera leía Rosas lanzadas, en un rincón, y el médico particular de Paduk, un hombre enorme de cara infantil y levita de aspecto polvoriento, dormía profundamente detrás de una pantalla de proyección. Bum, bum, bum, hacía la máquina, y, de vez en cuando, se producía una extrasístole que rompía momentáneamente el ritmo.

El dueño del corazón cuyos latidos ampliados escuchaban los expertos, estaba en su despacho, a unos quince metros de allí. Sus soldados de guardia, hechos de cuero y cartuchos, estudiaron minuciosamente los documentos de Krug y de Von Embit. Este último caballero había olvidado proveerse de una fotocopia de su certificado de nacimiento y no pudo pasar, con grande y resignado desconsuelo por su parte. Krug entró solo.

Paduk, vestido de gris de los pies a la cabeza, estaba de pie, con las manos cruzadas en la espalda y de espaldas al lector. Orientado y vestido de esta guisa, hallábase plantado frente a un balcón desnudo. Jirones de nubes surcaban el blanco cielo, y los cristales vibraban ligeramente. La estancia había sido, ¡ay!, salón de baile. Numerosos adornos de estuco animaban las paredes. Las pocas sillas que flotaban en aquel desierto reluciente eran doradas. También lo era el radiador. Uno de los ángulos de la habitación aparecía cortado por una enorme mesa escritorio.

—Aquí estoy —dijo Krug.

Paduk giró en redondo y, sin mirar al visitante, se dirigió a su mesa. Allí se dejó caer en un sillón de cuero. Krug, cuyo zapato izquierdo empezaba a hacerle daño, buscó un asiento y, al no encontrarlo en las cercanías de la mesa, miró hacia las sillas doradas. Sin embargo, el dueño de la casa reparó la omisión: se oyó un chasquido, y una copia del klubzessel(sillón) de Paduk emergió de una trampa próxima a la mesa.

Físicamente, el Sapo había cambiado muy poco, salvo que cada partícula de su organismo visible se había dilatado y endurecido. En la cima de su abollada, azulada y afeitada cabeza, lucía un mechón de cabello cuidadosamente acepillado y partido. Su manchada tez era aún peor que antes, y uno se preguntaba qué tremenda fuerza de voluntad tenía que poseer un hombre para abstenerse de apretar las espinillas que llenaban los toscos poros en y cerca de las aletas de su gorda nariz. El labio superior aparecía desfigurado por una cicatriz. Llevaba un trozo de esparadrapo adherido a uno de los lados del mentón, y un trozo más grande del mismo material, con un sucio ángulo levantado y sujetando un torcido aposito de algodón, en un pliegue del cuello, exactamente encima del de su chaqueta semimilitar. En una palabra, era demasiado repulsivo para ser verosímil; por consiguiente, toquemos la campana (sostenida por un águila de bronce) y hagámosle asear por un empresario de pompas fúnebres. Ahora, la piel ha sido perfectamente limpiada y ha tomado un delicado color de mazapán. Una sedosa peluca, con bucles castaños y rubios artísticamente combinados cubre su cabeza. Una pintura rosa ha ehminado la desagradable cicatriz. Ciertamente, sería una cara admirable si consiguiésemos cerrarle los ojos. Pero, por más presión que hagamos sobre los párpados, éstos vuelven a abrirse. Nunca me había fijado en sus ojos, o tal vez han cambiado.

Son los de un pez en un acuario descuidado, unos ojos turbios e inexpresivos, y además, el pobre hombre se halla en un estado de morbosa turbación, por encontrarse con el alto y pesado Adam Krug en la misma estancia.

—¿Querías verme? ¿Tienes algún apuro? ¿Cuál es tu verdad? La gente se empeña en verme para contarme sus apuros y sus verdades. Estoy cansado, el mundo está cansado, los dos estamos cansados. Los apuros del mundo son mis apuros. Yo les digo que me los cuenten. ¿Qué es lo que quieres?

Pronunció este discursito en un murmullo grave y monótono. Y, después de soltarlo, Paduk bajó la cabeza y se miró las manos. Lo que quedaba de sus uñas parecían fibras profundamente hundidas en la carne amarillenta.

—Bueno —dijo Krug—, ya que me lo ofreces, dragot-zennyi(querido), creo que quiero un trago.

El teléfono emitió una discreta llamada. Paduk la atendió. Su mejilla se crispó mientras él escuchaba. Después pasó el auricular a Krug, que lo agarró tranquilamente y dijo:

—¿Sí?

—Profesor —dijo el teléfono—, esto no es más que una advertencia. No es costumbre llamar dragotzennyial Jefe del Estado.

—Comprendo —dijo Krug, estirando una pierna—. A propósito, ¿tendrían la bondad de subirnos un poco de coñac? Espere un momento...

Dirigió una mirada interrogadora a Paduk, el cual hizo un ademán de fatiga y repugnancia, un tanto clerical y gálico, levantando ambas manos y dejándolas caer de nuevo.

—Un coñac y un vaso de leche —dijo Krug, y colgó.