Muy lentamente, abriste las manos como pétalos de rosa. Allí, aferrada con seis aterciopeladas patas a la yema de tu dedo pulgar, con la punta de su cuerpo gris ligeramente encorvada hacia fuera, con las breves alas inferiores rojas y salpicadas de azul sobresaliendo extrañamente debajo de las caídas alas superiores, largas, jaspeadas y fuertemente melladas...

Creo que debemos repetir tu acción por tercera vez, pero a la inversa: devolviendo la esfinge al huerto donde la habías encontrado.

Cuando desandabas tu camino (ahora con la palma de la mano extendida), el sol, que había estado yaciendo sobre el mosaico de madera de la habitación y sobre la piel de tigre (de ojos brillantes y patas abiertas, junto al piano), saltó súbitamente sobre ti, trepó por los gastados y suaves listones de tu jersey, y fue a darte de lleno en la cara, de modo que todos pudiesen ver (arremolinándose, ringlera sobre ringlera, en el cielo, empujándose los unos a los otros, señalando, alegrando los ojos con la visión de la joven radabarbara) su vivo color y sus encendidas pecas, y las ardientes mejillas coloradas como las alas de atrás de la mariposa, pues ésta seguía pegada a tu mano, y tú la mirabas al dirigirte al huerto, donde la dejaste cuidadosamente sobre la fresca hierba, al pie de un manzano, lejos de los ojos como abalorios de tu hermanita pequeña.

¿Dónde estaba yo entonces? Estudiante de dieciocho años, me hallaba, leyendo un libro (Les Pensées, creo recordar), en un banco de estación, a muchas millas de allí, sin conocerte, sin saber nada de ti. Después, cerré el libro y tomé uno de los trenes que llamaban tranvías, con destino a un lugar del campo donde el joven Hedron pasaba el verano. Era un racimo de «villas» de alquiler en una vertiente que dominaba el río, a la otra orilla del cual veíanse los abetos y los alisos que marcaban los poblados acres de terreno de la finca de tu tía.

Ahora vemos llegar a otra persona venida de ninguna parte, á pas de loup; un muchacho alto, con bigotito negro y otras señales de una ardiente e incómoda pubertad. No yo, ni Hedron. Aquel verano no hicimos más que jugar al ajedrez. El muchacho era primo tuyo, y, mientras mi camarada y yo, al otro lado del río, estábamos enfrascados en la colección de juegos anotados de Tarrash, él te hacía llorar durante la comida con alguna broma complicada e hiriente, y después, so pretexto de querer hacer las paces, se deslizaba detrás de ti hasta el desván donde habías ido a ocultar tus furiosas lágrimas, y allí te besaba los húmedos ojos, el ardiente cuello y los despeinados cabellos, y trataba de llegar a tus axilas y a tus ligas, porque eras una niña bastante desarrollada para tu edad; en cambio, él, a pesar de su buen aspecto y de sus duros y afanosos miembros, murió de tuberculosis un año más tarde.

Todavía más tarde, cuando tú tenías veinte años, y yo, veintitrés, nos conocimos en una fiesta de Navidad y descubrimos que habíamos sido vecinos aquel verano, cinco años atrás..., ¡cinco años perdidos! Y, en el preciso instante en que, con temerosa sorpresa (temerosa, por las jugadas del destino), te llevaste la mano a la boca, me miraste con ojos muy abiertos y murmuraste: «Pero, ¡si yo vivía allí!», recordé, como en un destello, un prado verde junto a un huerto, y una rolliza jovencita llevando en las manos un velloso polluelo perdido, pero sin poder confirmar o desmentir, por mucho que lo intentase, si habías sido realmente tú.

Fragmento de una carta dirigida a una muerta, que está en el cielo, por su marido borracho.

CAPITULO X

Se desprendió de las pieles de ella, de todas sus fotografías, de su enorme esponja inglesa y de toda su provisión de jabón de espliego, de su paraguas, de la argolla de su servilleta, del pequeño buho de porcelana que ella había comprado para Ember y que nunca le había dado... Pero se negaba a ser olvidada. Cuando (unos quince años antes) habían muerto sus padres en un accidente ferroviario, él había conseguido aliviar su dolor y su pánico escribiendo el Capítulo III (Capítulo IV en ediciones posteriores) de su Mirokonzepsia, donde miraba a los ojos a la muerte y la llamaba perra y abominación. Con un fuerte encogimiento de sus robustos hombros, había sacudido la carga de santidad que envolvía al monstruo, y, al caer con estruendo y gran polvareda las gruesas y viejas esteras y alfombras y todo lo demás, había sentido una especie de repugnante alivio. Pero, ¿podía hacerlo otra vez?

Los vestidos, las medias, los sombreros y los zapatos, desaparecieron afortunadamente junto con Claudine, que fue coaccionada por los agentes de Policía para que se marchase de allí. Las agencias a las que había acudido, tratando de encontrar una niñera capaz de sustituirla, le habían dicho que no podían servirle; pero, a los dos días de marcharse Claudine, había sonado el timbre de la puerta, y allí, en el rellano, estaba una chica muy joven, con una maleta, que venía a ofrecerle sus servicios. «Respondo —dijo curiosamente— al nombre de Mariette.» Había estado empleada, como doncella y como modelo, en casa del conocido artista que vivía en el departamento n.° 30, exactamente encima del de Krug, pero que había tenido que marchar, con su esposa y otros dos pintores, hacia un campo de prisioneros mucho menos confortable, en una provincia remota. Mariette bajó una segunda maleta y se instaló sin ruido en la habitación contigua a la del niño. Tenía buenas referencias del Departamento de Sanidad, unas piernas graciosas y una cara atractiva e infantil, pálida, de delicadas facciones, aunque no particularmente linda, con unos labios que parecían resecos, siempre entreabiertos, y unos ojos negros y extrañamente opacos; la pupila casi se confundía, por el calor, con el iris, colocado un poco más arriba de lo acostumbrado y sombreado oblicuamente por las negras pestañas. No había indicios de pinturas ni de polvos en las singularmente exangües e incluso translúcidas mejillas. Llevaba el cabello largo. Krug tuvo la vaga impresión de haberla visto antes, probablemente en la escalera. Cenicienta, la pequeña fregona, trajinando y quitando el polvo en sueños, con su eterna palidez marfileña e indeciblemente cansada después del baile de la última noche. En conjunto, había en ella algo más bien irritante, y sus ondulados cabellos castaños olían fuertemente al árbol del mismo nombre; pero, como a David le gustó, pensó Krug que, a fin de cuentas, podía convenirle.

CAPITULO XI

El día de su cumpleaños, Krug fue informado por teléfono de que el Jefe del Estado deseaba concederle una entrevista; y, apenas había tenido tiempo el enojado filósofo de colgar el aparato, cuando se abrió la puerta de par en par, y —a la manera de uno de esos criados de comedia que aparecen muy estirados medio segundo después de que su fingido amo (insultado y tal vez apaleado en el entreacto) les llame con una palmada— un apuesto lugarteniente hizo chocar los talones y le saludó desde el umbral. Cuando el automóvil de palacio, un enorme coche negro que hacía pensar en un entierro de primera clase en una ciudad de alabastro, llegó a su destino, la irritación de Krug había dado paso a una especie de lúgubre curiosidad. Aunque vestido de etiqueta en todo lo demás, llevaba todavía sus zapatillas de alcoba, y los dos gigantescos porteros (heredados por Paduk junto con las abyectas cariátides que sostenían los balcones) miraron fijamente sus descuidados pies, al subir él los escalones de mármol. A partir de entonces, una multitud de pillastres uniformados le condujeron en silencio, haciéndole seguir tal o cual camino por medio de una presión inmaterial y elástica, más que por ademanes o palabras definidos. Le introdujeron en una sala de espera donde, en vez de las acostumbradas revistas, había una serie de juegos de habilidad (como, por ejemplo, unos aparatos de cristal en los que unas brillantes y terriblemente móviles bolitas tenían que introducirse en las órbitas de unos payasos sin ojos). Ahora, entraron dos hombres enmascarados y le cachearon minuciosamente. Después, uno de ellos se retiró detrás de la pantalla, mientras el otro sacaba un pequeño frasco con el marbete de H2S04 y lo escondía debajo del sobaco izquierdo de Krug. Después de decir a Krug que adoptase una «posición natural», llamó a su compañero, el cual se acercó sonriendo gravemente y encontró inmediatamente el objeto: en vista de lo cual, le acusaron de haber atisbado por la kwazinka(una raja entre los pliegues de la pantalla). El creciente alboroto fue interrumpido por la llegada del zemberl(chambelán). Este atildado y viejo personaje comprendió al momento que Krug iba inadecuadamente calzado, y a ello siguió una búsqueda febril en la opresiva inmensidad del palacio. Un pequeño surtido de zapatos empezó a acumularse alrededor de Krug: varios pares de escarpines viejos, una pequeña zapatilla de niña ribeteada de apolillada piel de ardilla, unos chanclos altos y manchados de sangre, zapatos marrones, zapatos negros e incluso un par de botas de patinar con los patines puestos. Sólo estas últimas le iban a Krug a la medida, y hubo que esperar algún tiempo a que se encontrasen las manos e instrumentos adecuados para separar de las suelas los enmohecidos pero delicadamente curvos suplementos.