—¿Te gusta? ¿Lo apruebas? —preguntó ansiosamente Ember.

—Creo que es maravilloso —dijo Krug, frunciendo el ceño—. Algunos versos tienen que pulirse —siguió diciendo— y no me gusta el color del manto de la aurora... Yo veo «bermejo» de un modo menos correoso, menos proletario; pero quizá tengas tú razón. En conjunto, me parece realmente estupendo.

Se dirigió a la ventana mientras hablaba, y miró inconscientemente al patio, un pozo profundo de luz y de sombra (pues, aunque pareciese bastante curioso, era por la tarde, y no noche cerrada).

—Lo celebro muchísimo —dijo Ember—. Desde luego, hay que cambiar muchísimos detalles. Creo que mantendré lo de «laderod kappe».

—Algunos de sus juegos de palabras... —dijo Krug—. Vaya, esto sí que es raro.

Ahora estaba observando el patio. Dos organilleros estaban plantados allí, a pocos pasos el uno del otro, y sin tocar ninguno de los dos: en realidad, ambos parecían deprimidos e inquietos. Varios rapazuelos de mentón saliente y perfil en zigzag (uno de ellos, muy pequeño, tirando de un carrito con un cordel) les miraban boquiabiertos y en silencio.

—Nunca había visto —dijo Krug— dos organilleros en el mismo patio y en el mismo momento.

—Tampoco yo —confesó Ember—. Ahora voy a mostrarte...

—Me pregunto qué habrá pasado —dijo Krug—. Parecen hallarse muy incómodos, y no quieren o no pueden tocar.

—Tal vez uno de ellos ha interrumpido los acordes del otro —sugirió Ember, sacando un nuevo fajo de papeles.

—Quizá —dijo Krug.

—O puede que cada uno de ellos tenga miedo de que el otro inicie una música competitiva en cuanto empiece a tocar.

—Quizá —dijo Krug—. En todo caso, forman un cuadro muy singular. Un organillero es el puro emblema de la unidad. En cambio, ahí, se produce un absurdo dualismo. No tocan, pero miran hacia arriba.

—Ahora —dijo Ember— voy a leerte...

—Sólo conozco otra profesión —dijo Krug— que mueva los ojos hacia arriba de ese modo. Me refiero a nuestro clero.

—Bueno, Adam, siéntate y escucha. ¿O acaso te estoy aburriendo?

—Tonterías —dijo Krug, volviendo a su sillón—. Sólo trataba de imaginar qué es, exactamente, lo que anda mal. Los niños parecen también perplejos por su silencio. Hay algo familiar en todo eso, algo que no puedo desentrañar del todo: cierta línea de pensamiento...

—La principal dificultad con que tropieza el traductor en el pasaje siguiente —dijo Ember, lamiéndose los gordos labios después de un trago de ponche y acomodando la espalda sobre la gran almohada—, la principal dificultad...

Le interrumpió el lejano ruido del timbre de la puerta.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Krug.

—A nadie en particular. Tal vez alguno de los actores que viene a ver si estoy muerto. Se llevarán un desengaño.

Las pisadas del criado se alejaron por el pasillo. Después, volvieron.

—Un caballero y una señora desean verle, señor —dijo.

—Al diablo con ellos —dijo Ember—. ¿No podrías, Adam...?

—Desde luego —dijo Krug—. ¿Quieres que les diga que estás durmiendo?

—Y sin afeitar —dijo Ember—. Y ansioso de proseguir mi lectura.

Un hermosa dama, vistiendo un traje a la medida de color gris, y un caballero con un sedoso tulipán rojo en el ojal de su chaqué, esperaban en el recibimiento.

—El señor Ember está en la cama con un fuerte resinado —dijo Krug—. Y me ha pedido que...

El caballero se inclinó.

—Lo comprendo perfectamente. Pero esto —mostró una tarjeta con su mano libre— le enterará a usted de mi nombre y posición. Como puede ver, he recibido órdenes Para obedecerlas con toda prontitud, he tenido que prescindir de mis deberes particulares como anfitrión. Estaba dando una fiesta. Y no dudo de que el señor Ember, si es éste su nombre, actuará con la misma rapidez que yo.

Ésta es mi secretaria; en realidad, algo más que una secretaria.

—Oh, vamos, Hustav —dijo la dama, dándole un codazo—. No creo que al profesor Krug le interesen nuestras relaciones.

—¿Nuestras relaciones? —dijo Hustav, mirándola con una expresión cariñosamente jocosa en su aristocrático semblante—. Dilo otra vez. Ha sonado maravillosamente.

Ella bajó las tupidas pestañas y dijo, haciendo pucheritos:

—No quise decir lo que tú quieres decir, niño malo. El profesor pensará Gott weiss was.

—Sonó —siguió diciendo Hustav, tiernamente— como los rítmicos muelles de cierta cama azul de cierta habitación para invitados.

—Está bien. Si te portas tan mal, seguro que no volverá a ocurrir.

—Ahora se ha enfadado con nosotros —suspiró Hustav, volviéndose a Krug—. ¡Desconfía de las mujeres, como dice Shakespeare! Bueno, tengo que cumplir mi triste deber. Acompáñeme a ver al paciente, profesor.

—Un momento —dijo Krug—. Si no son ustedes actores, si esto no es una broma pesada...

—Oh, ya sé lo que va usted a decir —murmuró Hustav—. Le extraña este matiz de vida agradable, ¿no? Uno está acostumbrado a considerar estas cosas en términos sombríos y de sórdida brutalidad: culatas de fusil, soldados toscos, botas cubiertas de barro... una so weiter. Pero en la Jefatura sabían que el señor Ember es un artista, un poeta, un alma sensible, y pensaron que algo un poco elegante y poco común en el procedimiento de las detenciones, un ambiente de alta sociedad, flores, el perfume de la belleza femenina, podrían endulzarle la ordalía. Advierta, por favor, que visto de paisano. Un indumento tal vez un poco caprichoso, lo confieso; pero, bueno..., imagínese lo que sentiría él si mis groseros ayudantes —y señaló hacia la escalera con el pulgar de su mano libre— entrasen en tromba y empezasen a destrozar los muebles.

—Muéstrale al profesor esa cosa tan fea que llevas en el bolsillo, Hustav.

—¿Qué has dicho?

—Me refiero a tu pistola, naturalmente —dijo la dama, secamente.

—Comprendo —dijo Hustav—. Lo había interpretado mal. Pero más tarde hablaremos de esto. No le haga caso, profesor, es muy aficionada a exagerar. En realidad, esta arma no tiene nada de especial. Un artículo oficial como otro cualquiera, número 184.682, que puede verse a docenas en cualquier momento.

—Creo que ya basta —dijo Krug—. Yo no creo en pistolas..., bueno, no importa. Puede guardársela. Lo único que quiero saber es: ¿pretende llevárselo ahora mismo?

—Así es —dijo Hustav.