Ember, sin embargo, no ha terminado aún con la muchacha. Después de observar apresuradamente que Elsinore es un anagrama de Roseline, con todas sus posibilidades, vuelve a Ofelia. Ésta le gusta, dice. Contrariamente a las opiniones de Hamlet sobre ella, la chica tiene encanto, una clase de encanto que rompe el corazón: los ojos vivos y de un verde gris, la risa súbita, los menudos dientes, sus pausas para ver si uno se burla o no de ella. Sus rodillas y sus pantorrillas, aunque muy bien formadas, eran un poco demasiado robustas en comparación con sus finos brazos y su ligero busto. Las palmas de sus manos eran como un húmedo domingo, y llevaba una cruz colgada del cuello, en lo que im diminutograno de uva de carne, una gota coagulada pero todavía transparente de sangre de paloma, parecía siempre en peligro de ser cortada por la cadenita de oro. Estaba, también, su aliento de la mañana; olía a narcisos antes del desayuno, y, después, a leche cuajada. Esto tenía algo que ver con su hígado. Nada llevaba en los lóbulos de las orejas, aunque habían sido delicadamente perforadas para lucir corales, no perlas. La combinación de estos detalles, sus codos afilados, su cabello clarísimo, sus lisos y satinados pómulos y la sombra de un vello rubio (delicadísimamente erizado a la vista) en las comisuras de la boca, le recordaba (dice Ember, rememorando su infancia) cierta anémica doncella estonia, cuyos pobres y pequeños pechos, tristemente separados, oscilaban débilmente bajo su blusa cuando se agachaba, muy abajo, para ponerle sus calcetines a rayas.

Aquí, Ember levanta súbitamente la voz, en un afectado grito de desesperación. Dice que, en vez de esta auténtica Ofelia, ha sido elegida para el papel la imposible Gloria Bellhouse, irremediablemente rolliza, con una boca como un as de corazones. Le irritan en particular los claveles y los lirios de invernadero que le da la dirección para que juegue en la escena de «la locura». Ella y el productor, a semejanza de Goethe, se imaginan a Ofelia como un melocotón en almíbar: «todo su ser flota en una dulce y madura pasión», dice Johann Wolfgang, poeta, nov., dram. & fil. alem. Oh, horrible.

—O su padre... Todos le conocemos y le queremos, ¿no?, y sería muy fácil presentarlo como es debido: Polonio-Pantolonio, un viejo chocho y panzudo, de ropón acolchado, deslizándose en zapatillas y siguiendo detrás de las gafas caídas sobre la punta de su nariz, mientras ronda de una habitación a otra, vagamente andrógino, combinación de papá y mamá, un hermafrodita con la cómoda pelvis de un eunuco... En vez de lo cual, escogieron un hombre alto y rígido, que hizo el papel de Metternich en Guerra de valsesy se empeña en seguir siendo un estadista prudente y voluntarioso hasta el fin de sus días. ¡Oh, es horrible!

Pero aún hay algo peor. Ember pide a su amigo que le pase cierto libro..., no, el rojo. Perdón, el otro rojo.

—Como tal vez has advertido, el Mensajero menciona a cierto Claudio como la persona que le entregó unas cartas que Claudius «recibió... de él (Hamlet), que las trajo (del barco)»; en ningún otro lugar de la obra se vuelve a aludir a esta persona. Ahora, abramos el segundo libro del gran Hamm. ¿Qué hace? Veámoslo. Toma a este Claudio y..., bueno, escucha:

«Es evidente que era el bufón del rey, dado que, en el original alemán ( Bestrafter Brudermord), es el bufón Phantasmo quien trae la noticia. Es curioso que nadie se haya preocupado aún de seguir esta clave prototípica. No menos evidente es el hecho de que Hamlet, tan amante de los equívocos, se empeñase en que los marineros entregasen su mensaje al bufón del Rey, ya que él, Hamlet, se había burlado del Rey. Por último, si recordamos que, en aquellos tiempos, el bufón de la Corte adoptaba a menudo el nombre de su amo, con sólo un ligero cambio en el final, tenemos un cuadro completo. Tenemos, así, la interesante figura de este bufón italiano o italianizado, vagando por los sombríos pasillos de un castillo del Norte; un hombre cuarentón, pero tan avispado como en su juventud, veinte años antes, cuando sustituyó a Yorick. Así como Polonio fue el «padre» de las buenas noticias, Claudio es el «tío» de las malas. Su carácter es más sutil que el del prudente y buen anciano. Tiene miedo de enfrentarse directamente al rey, con un mensaje que sus ágiles dedos y sus penetrantes ojos le han permitido conocer. Sabe que difícilmente puede presentarse al rey y decirle " your beer is sour" (vuestra cerveza es agria), pronunciando " beer" de modo que se entienda " your beard is soar'd" (os han tirado de la barba, o arrancado la barba). Por consiguiente, con formidable astucia, inventa una estratagema que dice más en favor de su inteligencia que de su valor moral. ¿Cuál es esta estratagema? Mucho más enjundiosa que lo que habría podido imaginar jamás el "pobre Yorick". Mientras los marineros corren a las casas de placer que les brinda el tan deseado puerto, Claudio, el intrigante de ojos negros, vuelve a plegar la peligrosa carta y, sin darle importancia, la entrega a otro mensajero, el "Mensajero" de la obra, que, cándidamente, la lleva al rey.»

Pero, dejemos esto y oigamos la versión de Ember de algunos versos famosos:

Ubit' il' ne ubit'? Vot est' oprosen.

Vto bude edler: v rasume tzerpieren

Ogneprashchi strely zlovo roka...

(o, como podría decir un francés:)

L'égorgerai-je ou non? Voici le vrai problème.

Est-il plus noble en soi de supporter quand même

Et les dards et le feu d'un accablant destin...

Sí, todavía me chanceo. Ahora viene la cosa de verdad.

Tatn nad ruch'om rostiot naklonno iva,

V vode iavliaia list'ev sedinu;

Guirliandy fantasticheskie sviv

Iz etikh list'evs primes'u romashek,

Krapivy, lutikov...

(En el lejano arroyo crece inclinado un sauce,

Reflejando en el agua la blancura de sus hojas;

Habiendo trenzado fantásticas guirnaldas

Con estas hojas, salpicadas de margaritas,

Ortigas, flores de cardo...)

Ya ves que tengo que elegir mis comentaristas. O este difícil pasaje:

Ne dumaote-li vy, sudar", shto vot eto(la canción del ciervo herido), da les per'ev na shliape, a dve kamchatye rozy na proreznykh bashmakakh, mogli by, kol' fortuna zadala by mne turku, zasluzhit' mne uchast'e v teatralnoí arteli: a, sudar'?

O el principio de mi escena predilecta.

Mientras sigue sentado, escuchando la traducción de Ember, Krug no puede dejar de maravillarse de la extrañeza del día. Se imagina a sí mismo en algún punto del futuro, recordando este momento particular. Él, Krug, estaba sentado junto a la cama de Ember. Ember, levantadas las rodillas bajo el cobertor, leyendo fragmentos de verso libre escritos en trozos de papel. Krug acababa de perder a su esposa. Un nuevo orden político había aturdido la ciudad. Dos personas a las que apreciaba se habían esfumado y tal vez habían sido ejecutadas. Pero la habitación era cálida y tranquila, y Ember se hallaba sumido en Hamlet. Y Krug se maravillaba de la extrañeza del día. Escuchaba aquella voz de rica entonación (el padre de Ember había sido mercader persa) y trataba de simplificar los términos de su reacción. La Naturaleza había producido una vez un inglés cuya cabeza en cúpula había sido una colmena de palabras; un hombre que sólo tenía que soplar sobre cualquier partícula de su estupendo vocabulario para que ésta cobrase vida y se desarrollase y brotasen en ella trémulos tentáculos, hasta convertirse en una imagen compleja, con cerebro pulsátil y miembros relacionados entre sí. Tres siglos más tarde, otro hombre, en otro país, trataba de verter sus ritmos y metáforas a una lengua diferente. Este proceso requería una cantidad prodigiosa de trabajo, sin que hubiese ninguna razón verdadera de su necesidad. Era como si alguien que hubiese visto cierto roble (llamado en adelante A Individual) que crecía en cierto país y proyectaba su propia sombra única sobre el suelo verde y pardo, hubiese procedido a levantar en su jardín una máquina prodigiosamente complicada que, en sí misma, fuese tan distinta de aquel o de cualquier otro árbol como lo son la inspiración y el lenguaje del traductor de los del autor original, pero que, gracias a ingeniosas combinaciones de piezas, efectos de luz y motores creadores de brisa, proyectaría, una vez terminada, una sombra exactamente parecida a la del A Individual: la misma silueta, cambiando de la misma manera, con las mismas dobles y sencillas manchas de sol ondulando en la misma posición, a la misma hora del día. Desde un punto de vista práctico, tales gastos de tiempo y de material (los dolores de cabeza, los triunfos de medianoche que se convierten en desastres a la fría luz de la mañana) eran casi criminalmente absurdos, ya que la más grande obra maestra de imitación presuponía una limitación voluntaria del pensamiento, un sometimiento al genio de otro hombre. ¿Podían compensarse estas limitación y sumisión suicidas con el milagro de la táctica de adaptación, con los millares de ardides de la proyección de sombras, con el agudo placer que experimentan el tejedor y sus testigos en cada momento de la urdimbre, o todo ello no era más, en su conjunto, que una exagerada y espiritualizada copia de la máquina de escribir de Paduk?